Hoy estarás conmigo en el paraíso - San Lucas 23, 35-43 -
El último domingo del Año Litúrgico celebra a Jesucristo como Señor y Rey del universo. Y en el año C, esta realeza se expresa en el episodio conocido como «el buen ladrón», tomado del relato de la pasión de Jesús en el tercer evangelio (Lc 23, 35-43).
Antes de comentar el texto, es necesario hacer una premisa sobre la expresión «buen ladrón», que se repite constantemente. La expresión más fiel al texto es «el otro malhechor». A diferencia de Marcos y Mateo que hablan de «bandidos» al referirse a los dos hombres crucificados con Jesús, Lucas habla de «malhechores».
Entiendo que es mejor dejar de lado la interpretación moralista que ha dado lugar al «buen ladrón» y permanecer fieles al texto evangélico, que asegura que ese hombre no pertenece al ámbito de la bondad, sino al de la maldad: es un malhechor.
Este hombre es un malhechor, alguien que ha hecho el mal, sin que se especifique el delito o los delitos de los que es culpable. El texto lo define como «el otro» malhechor, ya que toma la palabra después de que su compañero de condena haya blasfemado contra Jesús. Así que, sencillamente, se le puede llamar: el otro malhechor. Junto a la dimensión del «mal», Lucas subraya la del «hacer»: es un «malhechor», evocando en varias ocasiones el hacer o no hacer el mal, el actuar o no actuar injustamente.
Pensemos, en particular, en las palabras de Jesús que invocan el perdón para aquellos que «no saben lo que hacen» y a las del otro malhechor que, dirigiéndose al ladrón que blasfema contra Jesús, le recuerda que el castigo al que están sometidos es proporcional a lo que han cometido («recibimos el merecido [castigo] por lo que hemos hecho»), mientras que Jesús «no ha hecho nada malo».
Tras la crucifixión, Lucas anota que «el pueblo estaba allí mirando». No se trata de una mirada movida por la curiosidad vulgar o por la complacencia maliciosa. La actitud indicada es la de «contemplar, mirar reflexionando». Se trata, pues, de una actitud con connotaciones positivas hacia Jesús.
En contraste con la actitud del pueblo, Lucas enumera las burlas, los escarnios y las blasfemias de los jefes, los soldados y uno de los crucificados junto a Jesús. Lo que se le reprocha a Jesús y se le escarnece es su cualidad mesiánica: «Cristo de Dios», «Rey de los judíos», «Cristo».
A los ojos y en la mente de quienes le acusan de usurpar el título de Mesías, su incapacidad para salvarse a sí mismo demuestra que es un falso mesías. Para ellos, «salvar la propia vida» es el sello del auténtica mesianismo. En cambio, es precisamente la autosalvación lo que es imposible en el espacio cristiano y lo que contradice radicalmente la salvación cristiana.
Jesús había anunciado: «El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9,24). Pero antes de anunciar que quien pierda su vida por Él, la salvará, Él mismo pasó por la experiencia de perder su propia vida.
Salvar la propia vida es la gran tentación a la que Jesús se opuso ya durante las tentaciones iniciales de su ministerio (cf. Lc 4,1-13). Y es la tentación perenne del cristiano y de la Iglesia. De hecho, también se aplica a la Iglesia la frase de Jesús según la cual quien quiera salvarse, es decir, quien se convierta en su propio fin, pierde su vida.
La realeza de Jesús es burlada por los líderes religiosos; es ridiculizada, escarnecida; es insultada, injuriada, ultrajada por uno de los condenados junto a Él. En resumen, la realeza de Jesús es rechazada con desprecio y burla o buscada para ser explotada en beneficio propio.
Desde el punto de vista teológico y espiritual, se puede afirmar que Jesús habita el escándalo del Mesías perdido, que así puede llegar a cualquiera que se encuentre en situaciones de perdición.
Después de todo, sabemos que la condición indispensable para encontrar y ayudar al otro en su sufrimiento es compartir algo de su impotencia y debilidad. Dietrich Bonhoeffer escribe: «Cristo no ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y su sufrimiento... La Biblia remite al hombre a la impotencia y al sufrimiento de Dios; solo el Dios que sufre puede ayudar».
La realeza de Jesús invierte, por tanto, la lógica del poder que rige las realezas humanas.
Tras las palabras irreverentes de uno de los malhechores crucificados, entra en escena, de forma inesperada, el otro condenado, pronunciando palabras que lo convierten en la figura del discípulo cristiano.
En primer lugar, realiza la corrección fraterna «reprendiendo» al otro condenado que insulta a Jesús, poniendo así en práctica la palabra de Jesús: «Si tu hermano peca, repréndele» (Lc 17,9); además, aparece como ejemplo de asunción de responsabilidad: reconoce el mal que ha cometido y acepta las consecuencias, es decir, acepta pagar el precio; luego hace una confesión de fe reconociendo la inocencia y la justicia de Jesús; finalmente, se dirige humildemente a Jesús con la oración, la súplica, reconociendo su realeza escatológica: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino».
Así aparece como imagen de los creyentes y de la Iglesia que, en la historia, están llamados a dar testimonio de la realeza de Cristo compartiendo los sufrimientos del Crucificado, invocando la venida del Reino y esperando al que viene en la gloria.
La reprimenda se centra en la falta de temor a Dios por parte del malhechor blasfemo: «¿No temes a Dios, tú que estás condenado a la misma pena?». La proximidad de la muerte debería suscitar el temor a Dios, que tiene el poder de condenar o salvar: «No temáis a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más. Os mostraré a quién debéis temer: temed a aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar al Gehena. Sí, os digo, temed a este» (Lc 12,4-5). Este es el pensamiento del otro malhechor.
Es interesante el hecho de que la referencia al temor de Dios sea suscitada por la blasfemia contra Jesús. La actitud blasfema del crucificado junto a Él es tanto más escandalosa cuanto que se encuentra en la misma situación que Jesús, condenado a la misma pena.
Como era escandaloso el comportamiento despiadado del siervo que, después de haber visto perdonada su enorme deuda, había hecho meter en la cárcel a un compañero siervo, un siervo como él, por una deuda insignificante (Mt 18,23-35), así aquí es escandalosa la actitud del condenado a muerte que insulta a quien comparte su misma suerte.
Podríamos pensar que compartir la misma suerte, sobre todo si se trata de miseria, debería ser condición para comprender al otro y, por tanto, para acercarse a él, pero el texto sugiere que no basta con encontrarse en la misma situación desgraciada para sentir empatía: es necesario, en cambio, adoptar otra mirada hacia el mal. Así, precisamente la situación del malhechor blasfemo hace que su blasfemia contra Jesús sea aún más gratuita que la de los jefes judíos y los soldados.
El otro malhechor expresa el reconocimiento de su culpabilidad y la de su compañero y manifiesta la certeza de la inocencia de Jesús. Este, de hecho, «no ha hecho nada fuera de lugar», es decir, nada impropio, ilegal o malo.
Y se dirige a Jesús con sorprendente intimidad (el vocativo «Jesús» sin especificaciones como «maestro» o «Señor» es único en el NT), reconociéndolo en su función mesiánica y sin pedirle nada en particular, salvo que se acuerde de él cuando venga como rey.
«Acuérdate de mí»: confiar en el recuerdo de Jesús es una forma de confesión de fe en Él. Su súplica se refería a la venida del Señor al final de los tiempos, cuando tendrán lugar la resurrección de los hombres y el juicio final.
La respuesta de Jesús afirma que ya hoy, inmediatamente después de la muerte, su destino personal encontrará un cumplimiento salvífico en la vida con Cristo en el paraíso. La salvación se evoca con un lenguaje mítico («el paraíso») y existencial («conmigo»).
De hecho, la verdadera novedad cristiana, que interpreta el dato tradicional judío del paraíso, es la comunión con Cristo, el estar con Cristo. Esta es la salvación. El sentido de la expresión «conmigo en el paraíso» es, por tanto, este: conmigo, es decir, en el paraíso. Estar en el paraíso no será otra cosa que estar con Cristo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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