Un Rey paradójico - San Lucas 23, 35-43 -
La fiesta por excelencia de Cristo Rey del universo es la Ascensión, la glorificación de Jesús por parte del Padre, que lo entroniza a su lado como Kýrios, Señor vivo para siempre.
En 1925 se añadió la fiesta actual para recordar dicha realeza a los reyes de este mundo. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, en realidad, la ha cambiado profundamente: Jesucristo es Rey porque reina en la cruz; es un Rey a diferencia de los reyes de este mundo, crucificado entre malhechores; es un Rey condenado por los poderes religiosos y políticos; es un Rey que salva a los demás y no a sí mismo. En definitiva, ¡es un Rey paradójico!
El pasaje evangélico de Lucas previsto para esta fiesta es el relato de la crucifixión de Jesús. Tras la condena solicitada por los sacerdotes e impuesta por Pilato (cf. Lc 23,13-26), la comitiva que escolta a Jesús y a los dos delincuentes condenados junto con Él llega a una pequeña colina a las afueras de la ciudad de Jerusalén, más allá de la puerta de Efraín, una altura que los judíos llamaban Gólgota, o Cráneo, o monte Calvo, donde según una leyenda había sido enterrado Adán.
Precisamente aquí son crucificados los tres, con el terrible suplicio reservado a los desechos de la sociedad, a los peores delincuentes. Entre dos criminales, «contado entre los que han cometido el mal» (Is 53,12; Lc 22,37), es crucificado el nuevo Adán (cf. Lc 23,32-33), o mejor dicho, el verdadero Adán, el hombre totalmente a imagen y semejanza de Dios (cf. Col 1,15).
Es una escena cruel, cargada de violencia y horror, y sin embargo el pueblo, ese pueblo que había seguido a Jesús, que lo había aclamado (cf. Lc 19,38), que pocos días antes pendía de sus labios mientras enseñaba en el Templo (cf. Lc 19,48), pues bien, ese pueblo «se queda mirando». Ya no está del lado de Jesús, ya no lo sigue, ya no lo defiende: parece decepcionado por el resultado de su historia, incapaz de comprender lo que está sucediendo.
Lucas recuerda que, tras la muerte de Jesús, «toda la multitud que había acudido a ver este espectáculo, reflexionando sobre lo que había sucedido, se marchaba golpeándose el pecho» (Lc 23,48), es decir, iniciando un camino de conversión, pero por ahora no: Jesús muere verdaderamente abandonado por todos, solo, porque los discípulos han huido y el público que antes lo aplaudía ahora está mudo y ya no está de su parte.
Esperaban un Mesías victorioso, poderoso, un verdadero Rey, más fuerte que los reyes de este mundo, y en cambio vieron a alguien que ni siquiera es capaz de salvarse a sí mismo...
Mirando al pueblo y a sus verdugos desde lo alto de la cruz, Jesús solo puede afirmar: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), pero ni siquiera estas palabras lo hacen comprensible para el pueblo. Y precisamente en esa soledad, en ese abandono, reaparece la tentación, como al comienzo de su misión, cuando se detuvo en el desierto (cf. Lc 4,1-12).
Lucas advirtió entonces a los lectores del Evangelio: «Después de agotar todas las tentaciones, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno» (Lc 4,13). Y he aquí que, puntual, reaparece en la hora extrema. Al igual que entonces, la tentación se centraba en la capacidad de Jesús de demostrar que era Hijo de Dios mediante signos espectaculares, no en la posibilidad de un ser humano, sino en el poder divino, lo mismo ocurre ahora.
El primer instrumento demoníaco son los líderes religiosos, esos sacerdotes presentes en la cruz porque habían pedido a los romanos la condena a muerte de Jesús. Como verdaderos expertos en las Escrituras, proclaman con precisión teológica: «¡A otros ha salvado! ¡Que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!». Si Jesús es el Ungido del Señor, el Hijo de David, el Rey de Jerusalén, el Elegido enviado por Dios (cf. Is 42,1), que se salve primero a sí mismo, que muestre su poder liberándose del suplicio que lo lleva a la muerte.
Pero Jesús permanece en la cruz: escucha y calla, se deja acusar de impotencia, no se defiende, no cede a comportamientos fruto de la enemistad. Hasta el final vive en la lógica del amor de Dios, un Dios que tiene un amor misericordioso incluso hacia sus enemigos; es más, simultáneamente al odio que recibe de ellos, sigue amándolos (cf. Rm 5,6-10).
La segunda tentación es expresada por el poder político y militar de los soldados paganos que lo matan. Se burlan de él dándole a beber vinagre, cuando tiene la garganta seca y ardiente, y desde su perspectiva política lo escarnecen así: «Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Un rey que no es capaz de salvarse a sí mismo, ¿cómo podrá salvar a los demás? Entonces, ¿qué rey es? ¿Cómo puede un rey tan impotente oponerse a César y amenazar su poder? No, ¡solo merece desprecio!
Sin embargo, Jesús es Rey, como proclama la inscripción colocada en la cruz, más arriba de su cabeza; inscripción que, en la intención de sus autores, pretende ser burlona, causa de compasión, y que, en cambio, dice una verdad muy diferente, para quien sabe verla... Jesús es verdaderamente el Ungido del Señor, el Mesías prometido por Dios a Israel, pero esta realeza es sorprendente, porque no se inspira en la de los reyes de este mundo, donde los gobernantes oprimen, mandan y se hacen aplaudir como autores del bien común (cf. Lc 22,25).
La realeza de Jesús, en cambio, es otra y se encuentra en el espacio del amor: quien ama reina, quien ama hasta el final (cf. Jn 13,1) es verdadero rey. Jesús acoge en silencio también esta segunda tentación, como si continuara repitiendo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» ...
La tercera tentación le viene de quien se solidariza con Él en el suplicio, en la tortura y en la muerte, uno de los «compañeros» de Jesús, uno de los dos bandidos condenados junto a Él. Jesús había comenzado su misterio poniéndose en la fila de los pecadores para ir a Juan el Bautista a pedir el bautismo (cf. Lc 3,21), durante toda su vida estuvo entre los pecadores (cf. Lc 15,1-2; 19,7) y ahora muere entre los pecadores. También aquí Jesús sigue siendo lo que siempre ha sido: «amigo de los pecadores» (Lc 7,34).
Uno de los dos crucificados con Él le dice: «¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!». Es un grito de desesperación: «¡Sálvanos también a nosotros porque, si eres el Mesías enviado por Dios, puedes hacerlo!». Pero Jesús guarda silencio, comprendiendo su protesta y su desafío. Es el otro condenado quien interviene observando: «¿No temes a Dios, tú que estás condenado a la misma pena? Nosotros, con razón, porque recibimos lo que merecemos por nuestras acciones; él, en cambio, no ha hecho nada malo».
Digamos la verdad: hemos convertido al primero en «el ladrón malo» y al segundo en «el ladrón bueno», pero en realidad ambos eran malhechores, asesinos según los otros Evangelios. Por lo tanto, ambos son malos, y si hay alguna diferencia, solo se encuentra en el hecho de que el segundo llega a hacer esta invocación confiada: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino», es decir, le pide a Jesús que lo salve no aquí, porque eso no es posible para Jesús, sino cuando venga a su Reino; es más, ni siquiera que lo salve, sino que lo recuerde, lo que ya sería mucho... ¿Puede Jesús negarse a salvar al primer ladrón que le pide: «Sálvanos también a nosotros»? En verdad, solo puede mostrar su poder salvándolos, pero no bajándolos de la cruz, sino no abandonándolos en la hora de la llegada de su Reino.
Salvar a otro no es preservarlo de la muerte, sino hacer de su muerte un paso, un éxodo hacia la vida eterna, hacia el Reino. Jesús no nos salva ahora como nosotros querríamos, sino que nos salva si nosotros, que nunca somos justos ni buenos, sabemos acoger el perdón que Dios nos ofrece, que Jesús nos ofrece. Uno de los malhechores ha comprendido que ser buenos y justos es conforme a la voluntad de Dios, pero que, si esto no ha sucedido en su vida, lo que cuenta al final es acoger su perdón, diciendo simplemente: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino».
En este pasaje evangélico resuena verdaderamente como una Buena Noticia, tanto para el malhechor como para cada uno de nosotros, la simple afirmación de Jesús en respuesta a una invocación de recuerdo: «Ya hoy, ya en tu muerte, y no al final de los tiempos, en la hora de la gloriosa manifestación del Señor, ya hoy entras en el paraíso, el lugar del árbol de la vida (cf. Gn 2,8-9), el lugar donde ya no habrá muerte, ni sufrimiento, ni pecado (cf. Ap 21,4)». La muerte se convierte en un paso a la vida, a la plenitud de la felicidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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