lunes, 17 de noviembre de 2025

Resetear - San Mateo 24, 37-44 -.

Resetear - San Mateo 24, 37-44 - 

El Primer Domingo de Adviento siempre resuena el anuncio de la gloriosa venida del Señor. Y este anuncio debe ser comprendido en su alcance global. 

Es fundamental la presentación del acontecimiento escatológico en el centro de esta lectura y de todo el tiempo de Adviento. El acontecimiento decisivo de la historia de la salvación, profetizado por los profetas y anunciado por el Evangelio como «la venida del Hijo del Hombre», se capta en su alcance judicial: juzga la inconsciencia y la ignorancia culpables con las que se anestesian. El anuncio escatológico no es un mensaje espiritualista, sino que tiene un fuerte impacto en la vida cotidiana de los creyentes. 

Al marcar el comienzo de un nuevo Año Litúrgico, el Primer Domingo de Adviento contiene una invitación a empezar de nuevo: se trata de retomar el camino de la fe asumiendo la vida cotidiana como lugar de vigilancia y discernimiento. 

En esta perspectiva de comienzo o recomienzo, es significativa la polaridad noche-día, oscuridad-luz, transmitiendo al lector un mensaje que pretende despertarlo y guiarlo hacia la conversión. 

Es la oscuridad de la generación de Noé, que no entiende nada, no discierne el tiempo y sus signos y, por lo tanto, no ve nada, se pierde en la ceguera y perece («no se dieron cuenta de nada hasta que vino el diluvio»: Mt 24,39); es la noche que pide al dueño de la casa que vigile para impedir que el ladrón le robe («si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, velaría»: Mt 24,43). 

La noche, con su valor simbólico que remite a las situaciones nocturnas que presenta la vida y a los sentimientos de miedo y angustia que suscita, se convierte en una invitación a la vigilancia, a la presencia en uno mismo, a la lucidez. Se trata, pues, de no ceder a la noche homologándose a ella, cerrando los ojos, refugiándose en la inconsciencia, sino de responder a ella y reaccionar positivamente, vigilando, manteniéndose alerta, con los ojos bien abiertos. En palabras de un poeta contemporáneo: «La noche abre mis ojos» - José Tolentino Mendonça -. 

Otro tema que atraviesa la lectura es el del tiempo, el paso de los días que pone a prueba al creyente. Encontramos el léxico cronológico: días, momento, tiempo, ahora, ahora mismo... La venida del Señor juzga la forma en que vivimos el tiempo. Las palabras de Jesús en el discurso escatológico denuncian la inconsciencia con la que podemos vivir el tiempo: corremos el riesgo de vivir de forma inconsciente, ignorando el bien precioso e inestimable que es el tiempo, como si no supiéramos que esta es la única vida que tenemos a nuestra disposición y que no tendremos una segunda oportunidad. A veces nos comportamos como si nuestra vida fuera a prolongarse indefinidamente, sin tener un final. 

También nosotros, como la generación de Noé, corremos el riesgo de absolutizar nuestras ocupaciones cotidianas y acabamos ahogándonos en ellas. Porque es en la superficialidad, no en la profundidad, donde uno se ahoga. También nosotros corremos el riesgo de no saber leer y descifrar los signos de los tiempos (cf. Mt 16,3) y, ante todo, ese signo que es el tiempo mismo. Signo de la paciencia y la misericordia de Dios, que espera nuestra conversión. Pero signo que tiene un término. 

A medida que pasan los días, surgen momentos críticos, decisivos, y sin duda el día de la muerte es el más crítico y decisivo de todos, el día que trastoca todo lo demás, como el diluvio. Es la hora de nuestra muerte. Un día cuya hora no conocemos, como dice el Evangelio del Día del Señor, pero del que estamos seguros, como asegura también el Evangelio sobre el Día del Señor. 

Aunque a menudo apartamos esta certeza engañándonos con la inmortalidad y desperdiciando así nuestros días en banalidades que hacemos pasar por ocupaciones importantes, y acabamos convirtiendo la vida en algo empalagoso y ajeno. 

En la Regla de San Benito, la advertencia de «tener cada día presente ante los ojos la perspectiva de la propia muerte» (IV,47) precede y, en cierto modo, fundamenta la advertencia de estar vigilantes en todo momento, literalmente, cada hora del día, «vigilar cada instante las acciones de la propia vida» con la certeza de que la mirada del Señor nos acompaña en todo lugar («tener la certeza de que en todo lugar la mirada de Dios está sobre nosotros»). 

Así, mientras que el anuncio escatológico alimenta la esperanza y empuja nuestra mirada hacia adelante, nos arraiga en el hoy y en la conciencia del valor inestimable del momento presente, fragmento en el que podemos vivir todo lo que da sentido a nuestra vida. Y aquí surge la vigilancia como atención para no perder el tiempo. 

Lo que no significa entregarse al demonio de la prisa, sino, como escribió Dietrich Bonhoeffer: «Siendo el tiempo el bien más precioso que se nos ha dado, porque es el menos recuperable, la idea del tiempo eventualmente perdido nos provoca una inquietud constante. Se perdería el tiempo en el que no hubiéramos vivido como hombres, no hubiéramos tenido experiencias, no hubiéramos aprendido, trabajado, disfrutado, sufrido. El tiempo perdido es el tiempo incompleto, el tiempo vacío». 

El impacto de la perspectiva escatológica en el presente emerge con fuerza dramática en la imagen de las dos personas dedicadas a una tarea de la más ordinaria cotidianidad, de las cuales se dice que una es tomada (es decir, salvada) y la otra dejada (Mt 24,40-41). 

La venida del Señor saca a la luz lo que antes podía permanecer oculto: nada distinguía exteriormente a los dos hombres que trabajaban en el campo y a las dos mujeres que molían en la muela. Sin embargo, la mirada penetrante del que viene, «el que tiene los ojos como llamas de fuego» (Ap 2,18), revela la verdad de los corazones. De hecho, «no hay nada oculto que no vaya a ser revelado, ni secreto que no vaya a ser conocido» (Mt 10,26). 

A la luz de todo esto, la dimensión de ignorancia que el texto evangélico refiere al momento de la venida del Señor se extiende y se convierte en ignorancia del otro: ¿Quién es el otro con el que trabajo, con el que vivo? ¿Lo conozco o solo veo una sombra, una imagen, una máscara? ¿Realmente encuentro al otro o solo lo cruzo? Y más profundamente: ¿me conozco a mí mismo? ¿O la máscara que ofrezco a los demás es ante todo la mentira que me digo a mí mismo? 

Por lo tanto, el anuncio de la venida del Señor no solo tiene un impacto en el hoy histórico, sino también en el corazón, en la mente, en lo más profundo de cada persona. Pone a prueba la verdad de nuestro corazón. Entre dos personas que exteriormente no parecen tener nada que las distinga, existe una profunda diferencia que se juega en la invisibilidad de la interioridad. Y esta interioridad, o mejor dicho, este trabajo interior, se llama vigilancia. 

La exhortación final de la perícopa evangélica (Mt 24,42-44) se centra precisamente en la vigilancia. Que no es ansiedad por controlar todo, signo de un delirio neurótico de omnipotencia, sino humilde conciencia de lo desconocido, de lo impensado, de lo imprevisible que habita la existencia y envuelve la acción de Dios en la historia y la gloriosa venida del Señor. De hecho, «no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor... en la hora que no pensáis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24,42.44). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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