¡Cuánto he deseado comer con vosotros! - San Lucas 22, 15 -
No se trata de dedicar un día a la caridad. Sino una hermosa ocasión para devolver la dignidad al gesto más sencillo y transformador que conocemos: compartir entre nosotros lo que nos nutre y que no es de nadie porque es de todos.
Sabemos que el Jubileo, tal y como lo expresa su raíz bíblica, no puede agotarse en el paso por una Puerta Santa. El Jubileo es el año de la restitución: de las deudas canceladas, de las tierras redistribuidas, de la libertad que vuelve a quienes la habían perdido. Es el año en el que se reconoce que lo que poseemos no es solo fruto de nuestro trabajo, sino también, con demasiada frecuencia, de lo que hemos sustraído, directa o indirectamente, de la vida de los demás.
El Jubileo es esperanza, sí, pero es esperanza que se hace justicia. Es el momento de reconocer que la pobreza no es natural, sino producida, y que la caridad sin justicia es un consuelo que perpetúa la injusticia.
Es una forma de plantearnos una pregunta esencial: ¿a quién echamos de menos cuando disfrutamos de los bienes? Ya sea la Eucaristía que une a quienes creen en Jesús, el pan que nos alimenta, la salud, la posibilidad de estudiar, la suerte de ser amados, prestemos atención a quienes no están.
El almuerzo es un signo fuerte y elocuente. Y en el almuerzo se prepara una mesa no «para» los pobres, sino «con» quienes viven una fragilidad y la convierten en verdad del mundo, dignidad de cada criatura, valor de la solidaridad.
La imagen es provocadora: un almuerzo. Pero ese es precisamente el punto. Jesús imaginaba el Reino de Dios como un banquete al que no se invita tanto a quienes se sienten destinados, sino a quienes son recogidos en las encrucijadas de las calles o en sus márgenes, a quienes no tienen nada que ofrecer a cambio, a quienes no lo esperan.
Un banquete
en el que se salta la lógica del mérito y la deuda, donde las migajas que caen debajo
de la mesa —las que en la historia de la sirofenicia ni siquiera Jesús ve al
principio— se convierten en el signo de una abundancia que pide traspasar los
límites.
En la mesa
somos lo que comemos, pero sobre todo compartimos lo que somos: historias, costumbres,
heridas, esperanzas. Y esto ya es una celebración. Celebración de la esperanza
de un mundo en el que nadie pase hambre, se sienta excluido, sea invisible,
sufra injusticias.
La pobreza, de hecho, no es una fatalidad que haya que
aceptar con resignación caritativa. Es también, y a menudo sobre todo, una
injusticia. Es el resultado de decisiones económicas, políticas y culturales
que producen marginación.
El Papa León
XIV en “Dilexi te” lo dice con claridad: la pobreza tiene que ver con la historia de Dios con nosotros,
porque el Dios de Jesucristo es aquel que se hace pobre y pide que se escuche
el grito de las vidas pobres y empobrecidas, por muchas razones diferentes.
«Al mismo tiempo, tal vez deberíamos
hablar más correctamente de los numerosos rostros de los pobres y de la
pobreza, ya que se trata de un fenómeno variado; de hecho, existen muchas
formas de pobreza: la de quienes carecen de medios de subsistencia material, la
pobreza de quienes están marginados socialmente y no tienen instrumentos para
dar voz a su dignidad y sus capacidades, la pobreza moral y espiritual, la
pobreza cultural, la de quienes se encuentran en una situación de debilidad o
fragilidad personal o social, la pobreza de quienes no tienen derechos, no
tienen espacio, no tienen libertad» (DT 9).
Las vidas pobres son lugares de verdad y no solo un cúmulo de necesidades a las que hay que
prestar atención y cuidados. “Dilexit te” lo dice claramente: hay que reconocer que la realidad se ve mejor desde los márgenes, y
que los pobres no son objetos que hay que
salvar, sino «sujetos de una inteligencia específica» que la Iglesia y toda la humanidad necesitan.
Por eso este Jubileo no es una pausa consoladora de la realidad. Es un gesto que interroga. Interroga nuestra capacidad de imaginar relaciones diferentes, donde las fronteras entre quien ayuda y quien es ayudado se vuelven más porosas, donde los pobres no son objeto de cuidado, sino sujetos de una Iglesia que se renueva.
«Solo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy. Día tras día, los pobres se convierten en sujetos de evangelización» (DT 100).
San Juan Crisóstomo decía que «si los fieles no encuentran a Cristo en los pobres que están a la puerta, tampoco podrán adorarlo en el altar». No se trata de retórica. Se trata de comprender que la fecundidad de la fe cristiana pasa por este «desequilibrio» hacia los últimos. Un desequilibrio que no es buenismo, sino fidelidad al Evangelio.
El signo del almuerzo
mantiene viva la esperanza allí donde parece no haber espacio. Porque la esperanza no es optimismo. No es la
certeza de que todo irá bien. La
esperanza es la capacidad de seguir
creyendo que otro mundo es posible, incluso cuando todo parece
desmentirlo. La esperanza es la obstinación de quienes siguen partiendo el pan
juntos, convencidos de que en ese gesto —pequeño, frágil, aparentemente inútil—
ya está el Reino de Dios.
No se trata de presumir. Tampoco de celebrarse a sí misma como Iglesia que cuida de los pobres. Se trata de dejarse interpelar, para renovar el deseo de ser «Iglesia pobre que camina junto a la fragilidad de cada uno».
Una Iglesia que no tiene miedo de sentarse a la misma mesa, de compartir el mismo pan, de reconocer que todos somos, en el fondo, mendigos de sentido y de amor.
Y tal vez, precisamente en este reconocimiento mutuo, se esconde la verdadera revolución. La que no hace ruido, pero cambia el corazón. Y con el corazón, el mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza
CMF

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