sábado, 25 de enero de 2025

Año de Gracia del Señor y de su Reino.

Año de Gracia del Señor y de su Reino 

El Evangelio de Lucas 1,1-4 y 4,14.21 yuxtapone dos pasajes distantes. El primero es el famoso prólogo de Lucas. Cuatro versículos en los que el evangelista indica el sentido de su escrito: garantizar la solidez de las palabras de fe, apoyándolas en la certeza ordenada y exacta de los acontecimientos de la vida de Jesús, obtenida de su investigación personal. Esta introducción, por tanto, obliga a considerar la observación y atención al hecho histórico concreto, de los acontecimientos narrados, de importancia decisiva para intuir la intención del autor, sobre la que se implanta el sentido inspirado del texto. 

El segundo pasaje, en cambio, está tomado del capítulo 4 de Lucas, y es precisamente el primero en el que se muestra a Jesús trabajando en Galilea, después de haber descrito su nacimiento y la fase de su formación y preparación para su ministerio. Y es precisamente la observación y la atención al hecho histórico concreto y a sus detalles lo que nos guía en nuestra escucha. 

Como todo buen judío, Jesús acudió a la sinagoga de Nazaret, su ciudad natal, para celebrar el Shabbat. Tras las oraciones iniciales y la lectura de un pasaje de la Torá, se lee un pasaje de los profetas. Lo más probable es que, en ese momento, Jesús se levante y pida que le dejen leer. Es habitual que alguien lo pida. Y es habitual que se le entregue el rollo, esta vez del profeta Isaías. 

Pero en este punto, según muchos biblistas, hace un primer gesto inesperado, de transgresión del ritual: no lee el pasaje del calendario semanal de la sinagoga, sino que se dirige deliberadamente a un pasaje muy concreto: Is, 61,1-2a. Bien conocido por los judíos, es uno de los pasajes favoritos, en el que se describe la venida del Mesías con efectos liberadores para todo el pueblo, gracias a la cual la pobreza (en todas sus formas) desaparecerá de Israel. Pero Jesús no lo lee íntegro, sino que se detiene ante el v. 2b, que reza: «día de venganza de nuestro Dios». 

Ya aquí podemos detenernos en dos caracteres interesantes. Primero, que la venida del Reino de Dios, por Jesús, es el fin de la venganza, de la exclusión, del estar contra alguien. ¡La revolución de las revoluciones! El Reino está al alcance de todos y nunca cierra sus puertas a quien quiera entrar en él, confiando en Cristo. Un paso adelante en la insistencia judía por definir su identidad como algo que les hace «diferentes» de los demás pueblos. El Pueblo de Dios, en el Cuerpo de Cristo, no se preocupa de ser diferente de los demás, sino de que todos se sientan atraídos por Cristo y en «casa» en la Iglesia.

Segundo. El primer efecto de la irrupción del Reino en el mundo no es religioso ni ritual, sino de justicia social. Para que no haya malentendidos, Lucas se afana en subrayar que el Reino de Dios cambia inmediatamente las relaciones sociales, económicas y jurídicas, hasta el punto de que acaba identificando la venida de Cristo con el Año del Jubileo judío, en el que las tierras confiscadas debían ser devueltas a sus dueños originales, los esclavos liberados y las deudas canceladas. Por tanto, una fe que se encierra en lo sagrado y se limita a los ritos religiosos traiciona profundamente el núcleo original del Evangelio y vacía la cruz de Cristo, porque es una fe no revolucionaria.  

Pero volvamos a la Sinagoga. En este punto la tensión ya es alta, porque Jesús se ha permitido no seguir los cánones habituales del ritual. Una vez entregado el rollo, el rito exige que alguien instruido en las Escrituras haga un comentario sobre lo que se ha leído. Pero todos se quedan mirándolo. Una fijeza que se sitúa entre la expectación del comentario y el resentimiento por la transgresión, entre el escándalo de su novedad y el juicio sobre ella, a punto de romperse. 

Y aquí Jesús sube la apuesta, haciendo una segunda transgresión, esta vez no del rito, sino del valor de su persona: «hoy se ha cumplido plenamente esta Escritura que habéis oído». ¿Y qué han oído? Que el Espíritu del Señor está sobre aquel que da cumplimiento a esta palabra. Para ellos está muy claro, pues, que Jesús se reconoce a sí mismo como Mesías. Tanto es así que esto desencadena la reacción de los presentes, hasta el punto de intentar darle muerte, sin conseguirlo. 

Pero el texto de hoy se detiene aquí y nos sugiere, por tanto, que nos centremos precisamente en la figura de Jesús. El Reino de Dios, con su poderosa exigencia de justicia social, no llega a través de una revolución popular, tal vez encabezada por el Mesías, como deseaban algunas facciones de los judíos. Al contrario, llega cultivando una relación con Cristo, «fijando los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Hb 12,2). Porque en Él «habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad» (Col 2,9). 

La fuerza revolucionaria de la justicia social que exige el Reino viene sólo del amor a Cristo, como Dios mismo pone en boca de Oseas: “me llamarás: ‘mi esposo’ y ya no me llamarás: ‘mi señor’. […] Te desposaré conmigo para siempre. Te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y misericordia. “Yo te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor” (Os 2,16-20). 

Esta relación de íntima confianza y de abandono amoroso permite a Cristo colmar de su plenitud al fiel, que será entonces empujado, como Jeremías, a no poder mantener en sí mismo el fuego del amor: “Había en mi pecho como un fuego, fuego ardiente, encerrado en mis huesos; "Traté de contenerlo, pero no pude” (Jer 20,9). 

¡De aquí viene la revolución social del Evangelio! Hoy… Poner los ojos atentos y fijos en Jesús… Año de Gracia… sin desquites ni venganzas…

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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