El misterio del “Espíritu Santo” en Simeón y Ana
En el Evangelio
de Lucas 2, 22-40 destaca, como pilar que lo sostiene todo, la oración de Simeón:
«Ahora,
Señor, deja ir en paz a tu siervo, según tu palabra». Oración conocida,
oración familiar, repetida a lo largo de los siglos al comienzo de la noche,
cuando las tinieblas dominan ya la tierra. Oración de encomienda, oración de
fe.
Todo en el
relato evangélico me habla de entrega, que es entrega confiada: María y José
entregan al Niño; Simeón se confía; Ana, desde hace tiempo fiel y entregada a
Dios, llega al puerto confiándose.
Confiarse
significa perder la pretensión de controlarlo todo; significa tener el valor de
no ejercer el control sobre uno mismo y sobre los demás. Confiarse significa
realmente fiarse: entregarse al Padre, que custodia y acompaña.
Hay
un arte de dejar ir que deberíamos aprender de nuevo. Vivimos en una
sociedad que insta a la acumulación, al control y a escapar de lo inesperado.
Estamos expuestos a mensajes constantes que estimulan nuestras preocupaciones y
alimentan nuestros miedos, para ofrecernos seguridades y zonas de seguridad,
como si, en realidad, la vida no fuera más grande que nuestros cálculos e
imprevisible. Porque una cosa es ser precavidos y otra muy distinta rodearnos
de defensas, de salidas de emergencia, de instrumentos de control sobre nuestra
vida y la de los que nos rodean.
En cambio,
Simeón nos recuerda que hay un arte de dejarse llevar, un arte que es
confiarnos al Padre; dejarnos llevar, comprendiendo que la pretensión de
control nos consume y asusta, erosiona espacios de libertad, nos condiciona
quitándonos el gusto por la sorpresa. Porque, en el fondo lo sabemos, nada
puede hacernos inmunes al cansancio y al dolor.
Así
que, realmente, tenemos que redescubrir el arte de dejar ir, el arte de no
poseer, el arte de devolver. Es el arte de saber soltar cuando algo o alguien
se nos escapa. Es el arte de darnos libertad a nosotros mismos y a los demás.
Ésta es la
enseñanza de Simeón: ver lo que has estado esperando toda tu vida y dejarlo ir
inmediatamente. Volver al punto de partida, volver a la confianza originaria y
espontánea: ésta es, quizás, la santidad de Simeón.
Pero
el mismo relato evangélico de Lucas 2, 22-40 nos dice que el «Espíritu Santo»
habla, existe. Y para los cristianos es (debería ser) concretamente Dios, hoy,
«en lugar de» el Padre y el Hijo: al primero nunca lo hemos «visto», el segundo
vivió unos años.
El Espíritu
Santo es Dios, vivo, hoy, ¡efectivamente! Sin embargo, sigue pareciendo un
objeto misterioso, más aún, embarazoso, que a veces tenemos que esconder entre
los cubiertos de casa para que no destaque demasiado. O buscamos su definición
en conceptos teológicos difíciles e inevitablemente insuficientes.
Tanto es así que
una frase de una película parece más eficaz para hacernos entender algo de Él. Quizá,
entonces, no haya que definirlo, sino escucharlo, reconocerlo... Simeón, dice
el Evangelio, es quien sabe escucharlo, reconocerlo. Esto es algo para muy
pocos y me fascina. Creo que es una clave para entender tantas cosas de este
tiempo. Y este hombre, hablando de Jesús, dice a María y a José que “está
aquí... como signo de contradicción... para que se revelen los pensamientos de
muchos corazones”.
Eso es -digo yo-
uno de los signos del Reino de Dios, de la verdadera presencia de Dios en el
mundo, ¡que se revelen las verdaderas intenciones de los corazones! ¿No es eso
aterrador? ¿Sobre todo en un mundo de relaciones, incluso eclesiales -porque
son humanas-, a menudo regidas por la disimulación, por la manipulación,
incluso “en busca del bien mayor”, vendidas, a veces además, como pretendida sabiduría
adulta o sabiduría espiritual?
Lucas nos habla de
Ana. Lo primero que dice es que es profetisa. Luego sigue una biografía concisa
pero oportuna, muy, muy rara en los Evangelios, por la que sabemos que Ana es
muy anciana (¡tiene exactamente 84 años!), procede de una familia prominente de
Israel y es viuda desde hace muchos años. En resumen, la fuente de Lucas, el
testigo ocular, debía conocerla muy bien o saber mucho. Luego, añade Lucas, “nunca
salía del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones”.
Sí, Lucas dice
de ella que es profetisa. Ella ve y dice “antes” de lo que va a
suceder. Como Simeón, es una (de las pocas personas) que sabe escuchar al
Espíritu en la vida cotidiana. Además, es una profetisa «muda», una paradoja.
Lucas escribe
que dijo algo en esa coyuntura, pero no informa de ninguna palabra de Ana.
Seguramente hay una cuestión de género en la jerarquía de voces y en la cultura
de la época, pero ese no es mi punto.
¿Cómo se puede
ser profeta mudo? Con una mirada que capta los detalles y la escucha de la
presencia del Espíritu. Y acciones que se suceden. Que, como tantas veces vemos,
acaban siendo algo «infravaloradas». Ana es profetisa callada y maestra
espiritual silente.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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