domingo, 26 de enero de 2025

El tiempo de hacernos y ser adultos.

El tiempo de hacernos y ser adultos 

Cada vez que el calendario nos invita a actualizar el año, sentimos, aunque sea simbólicamente, el fluir ininterrumpido del tiempo. Es un gran misterio, el del tiempo, que entrelaza sus dimensiones (pasado, presente, futuro) y que, queriéndolo o no, nos lleva consigo en su camino. 

«El presente es, de hecho, el punto en el que el tiempo toca la eternidad», escribió C. S. Lewis en sus espléndidas “Cartas del diablo a su sobrino”, recordándonos, al amanecer de este nuevo año, que para los que tienen fe cada momento es un hilo tendido hacia la eternidad. Pero esto es también una invitación a ser responsables ante el tiempo que vivimos, a experimentar la “buena vida” que, en las condiciones en que nos encontramos, estamos llamados a construir. Se trata, pues, también de un ejercicio de agradecimiento que estamos llamados a hacer el primer día del año, no distinto del que solemos hacer en el crepúsculo del anterior. "Lo que importa es la vida, sólo la vida, su incesante y eterno descubrimiento, y no el descubrimiento mismo": esto es lo que Dostoievski hizo decir a Hipólito en “El idiota”, en un elogio del vivir y de la búsqueda, el movimiento incesante del alma humana, más que El resultado de la búsqueda. 

Si el tiempo es un marco entre el presente y lo eterno, donde cuenta el tejido, también será útil detenerse en el “qué” tejer: y eso es lo que, de alguna manera, nos invita a hacer la celebración de hoy, lo que nos lleva reflexionar sobre María como Madre de Jesús, como aquella que no sólo dio a luz al Hijo, sino que supo hacer de este acontecimiento un motivo de crecimiento, un motivo de maduración continua: María «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Custodiar y meditar: dos verbos que indican cómo el tiempo se convierte también en oportunidad para hacernos adultos, es decir, personas autónomas, responsables, equilibradas, capaces de discernimiento y de acción; personas capaces de ser fecundas en la vida, generadoras de bien y, al mismo tiempo, tan firmes como para dejar espacio a otros, permitiéndoles, a su vez, convertirse en adultos. Y de nuevo, personas que están indudablemente heridas, pero que no están dispuestas a sucumbir al dolor o, peor aún, a convertirse en una fuente de daño para otros. No es casualidad que ‘adulto’ derive del latín ‘adolesco’, que a su vez deriva de ‘alo’, que significa alimentar, nutrir y, por tanto, hacer crecer: un adulto es alguien que crece y hace crecer. Quien, custodiando y profundizando, observando y confiando, sabe hacer del ser adulto una meta a alcanzar continuamente. 

Hay una página de Natalia Ginzburg, extraída de un cuento en su obra “Las pequeñas virtudes” que podría ser un viático y un deseo para el nuevo año, ya que la autora escribe, en este respecto de convertirse en adulta después de haber experimentado el dolor (en su caso, el confinamiento, la persecución y la muerte de su marido Leone debido a las torturas a manos de las SS): 

Nunca hemos sentido con tanta fuerza el amor que nos ata al polvo de las calles, a los gritos agudos de los pájaros, a ese ritmo fatigoso de la respiración en nosotros: pero lo sentimos más fuerte que ese ritmo fatigoso, lo sentimos en nosotros tan apagado, tan lejano, como si ya no fuera nuestro: nunca hemos amado tanto a nuestros hijos, su peso en nuestros brazos, la caricia de sus cabellos en nuestras mejillas, incluso ya no sentimos miedo ni siquiera por nuestros hijos: le decimos a Dios que los proteja, si quiere. Le decimos que haga lo que quiera. 

Saber dar espacio a los demás -incluso a Dios- es también signo de libertad, saber amar sin miedo, como María, que está asombrada por lo que sucede alrededor del Niño, pero que pronto tendrá que experimentar la huida hacia Egipto. 

Somos adultos por ese breve momento que un día nos tocó, cuando miramos como por última vez todas las cosas de la tierra, y renunciamos a poseerlas, las devolvimos a la voluntad de Dios: y de pronto las cosas de la tierra se nos aparecieron en el lugar que les corresponde bajo el cielo, y también los seres humanos, y nosotros mismos suspendidos mirando desde el único lugar que nos corresponde: seres humanos, cosas y recuerdos, todo se nos apareció en el lugar que le corresponde bajo el cielo. En ese breve instante encontramos un equilibrio a nuestra oscilante vida: y nos parece que siempre podremos volver a encontrar ese momento secreto, para buscar allí las palabras para nuestro oficio, nuestras palabras para nuestro prójimo; para mirar a nuestro prójimo con una mirada siempre justa y libre, no la mirada temerosa o despreciativa de quien siempre se pregunta, en presencia de su prójimo, si será su amo o su siervo. Toda nuestra vida sólo hemos sabido ser amo o siervo: pero en ese momento secreto nuestro, en ese momento de pleno equilibrio, hemos sabido que no hay verdadero amo ni verdadera servidumbre en la tierra. 

Vivir como adultos, en libertad, justicia, respeto y la mayor paz posible, construyendo buenas relaciones y, para quien tiene fe, haciéndonos disponibles a la confianza. Esto – recuerda Natalia Ginzburg – significa vivir el tiempo como adultos. 

Las relaciones humanas deben redescubrirse y reinventarse cada día. Debemos recordar siempre que todo tipo de encuentro con el prójimo es una acción humana y por tanto es siempre bueno o malo, verdadero o mentiroso, caridad o pecado. 

Que sea un año de relaciones humanas renovadas, de encuentros en el bien, en la verdad, en la caridad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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