Apacienta mis corderos
Bienaventurado el Obispo
que hace de la pobreza y del compartir
su forma de vida,
porque con su testimonio construye el Reino de los
Cielos.
Bienaventurado el Obispo
que no teme enjugar su rostro con lágrimas,
para que en ellas se reflejen los sufrimientos del pueblo,
los trabajos de los sacerdotes,
encontrando en el abrazo con los que sufren el
consuelo de Dios.
Bienaventurado el Obispo
que considera su ministerio un servicio y no un poder,
haciendo de la mansedumbre su fuerza,
dando a todos el derecho de ciudadanía en su corazón,
para habitar la tierra prometida a los
mansos.
Bienaventurado el Obispo
que no se encierra en los palacios del gobierno,
que no se convierte en un burócrata más atento
a las estadísticas que a los rostros,
a los procedimientos que a las historias,
buscando luchar junto al hombre por el sueño de justicia de Dios,
porque el
Señor, encontrado en el silencio de la oración cotidiana, será su alimento.
Bienaventurado el Obispo
que tiene corazón para la miseria del mundo,
que no teme ensuciarse las manos con el fango del alma humana
para encontrar en ella el oro de Dios,
que no se escandaliza del pecado y de la fragilidad de los demás
porque es consciente de su propia miseria,
porque la mirada del Crucificado resucitado será para él
un sello de perdón
infinito.
Bienaventurado el Obispo
que se aleja de la doblez del corazón,
que evita toda dinámica ambigua,
que sueña el bien incluso en medio del mal,
porque podrá alegrarse del rostro de Dios,
encontrando su reflejo en
cada charco de la ciudad de los hombres.
Bienaventurado el Obispo
que trabaja por la paz,
que acompaña caminos de reconciliación,
que siembra en el corazón del presbiterio la semilla de la comunión,
que acompaña a una sociedad dividida en el camino de la reconciliación,
que toma de la mano a todo hombre y mujer de buena voluntad para construir la fraternidad:
Dios lo reconocerá como hijo suyo.
Bienaventurado el Obispo que por el Evangelio
no teme ir contracorriente,
poniendo su rostro «duro» como el de Cristo en camino hacia Jerusalén,
sin dejarse frenar por incomprensiones y obstáculos,
porque sabe que el Reino de Dios avanza en la contradicción del mundo.
En su momento, y durante una Asamblea de los Obispos italianos, el Papa Francisco entregó a cada Prelado una tarjeta en la que están indicadas las 8 bienaventuranzas del Obispo. La imagen del Buen Pastor aparecía en el frontispicio del obsequio y daba una idea de lo que debía ser el carnet de identidad de un Obispo, pero también de todos los Pastores.
En varias veces en sus discursos a los obispos, el Papa Francisco ha recordado que el Obispo no es un director de empresa, no vive en una oficina, sino que vive entre la gente en las calles del mundo.
Según el Papa Francisco, las lágrimas no son expresión de debilidad, sino que representan el mejor antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de los hermanos.
Ese grito me enseña a hacer mío el dolor ajeno y esto me hace compartir el sufrimiento y el malestar que viven muchos.
Con palabras es fácil proclamar este compromiso, en realidad cada Pastor se encuentra a menudo luchando contra la presencia de los primeros lugares y a veces una excesiva sumisión/servidumbre, de los que le rodean y de los que encuentra que le hacen sentirse poderoso y privilegiado.
La tarea del Obispo es servir más que dominar, según el mandamiento de Jesús: “El que es mayor entre vosotros debe ser el más pequeño, y el que gobierna debe ser el que sirve”.
En su homilía de la misa en Santa Marta del 12 de noviembre de 2018, el Papa Francisco definía al Obispo como “Administrador de Dios”, no de bienes, de poderes o de grupos… “Por eso el Pastor debe ser irreprensible como el mismo Dios pidió a Abraham: ‘camina delante de mí y sé irreprensible’”.
La misericordia, la dulzura unida a la firmeza paterna, son cualidades del Pastor que, unidas a una buena dosis de humildad y discreción, llevan al Obispo a ser capaz de mirar las situaciones también con un poco de humor.
La oración y el testimonio son los faros de un Obispo.
Si estos pilares se debilitan, porque el Pastor no ora, u ora poco y se olvida de anunciar el Evangelio para ocuparse de otras cosas, la Iglesia también se debilita, sufre y el Pueblo de Dios sufre.
Vivir como hermanos, sentirse hermanos en la diversidad no debe ser sólo un ejercicio litúrgico y formal.
Frente a las sombras de un mundo cada vez más cerrado y dividido, donde el flagelo de la indiferencia ha exacerbado estos factores, el Espíritu llama a los Pastores a ser audaces en la construcción de caminos reales y auténticos de fraternidad, para que "todos sean uno".
El Obispo no debe “suavizar” el Evangelio por miedo a ir contra la corriente. No busca refugio en el mundo y sus gratificaciones.
Sólo volviendo al Evangelio podremos desechar todo miedo y ser libres como siempre lo fue Jesús.
Libre de toda esclavitud, y sobre todo de toda tentación mundana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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