jueves, 30 de enero de 2025

Caminos de humanización: nosotros y los otros.

Caminos de humanización: nosotros y los otros 

Todos estamos convencidos de que la humanización se juega en la relación entre el yo, el nosotros y los otros, pero hay que decir que a menudo recurrimos demasiado apresuradamente a estas dos categorías –“nosotros” y “los otros”– para contrastarlas. 

También apelamos a ellos de buena fe, para comprender los problemas, resolver situaciones intrincadas, justificar actitudes y malentendidos. Pero si prestamos un poco más de atención, nos damos cuenta de que es difícil definir los límites entre estas dos entidades y, más aún, establecer con certeza quién pertenece a una o a la otra, en qué medida y durante cuánto tiempo. 

Cuando yuxtaponemos ambos términos, emprendemos en realidad un camino susceptible de infinitas variaciones: podemos, de hecho, cruzar un puente tendido entre dos mundos, o chocar contra un muro que los separa, o encontrarnos en un camino que los conecta. También podemos descubrir la oportunidad de un entrelazamiento fructífero de la conexión irreprimible que nos habita a nosotros y a ellos. 

Sí, porque cada uno de nosotros –y también los demás– existimos como seres-en-relación: con aquellos que nos precedieron, con aquellos que están o han estado a nuestro lado, con nuestros “prójimos”, con aquellos que nos han tenido o han estado a nuestro lado, con el pensamiento, la vida y las acciones de las personas a la que nunca se ha conocido personalmente e incluso de aquellas que nunca conocerá pero que contribuyen con su existencia, sus alegrías y sus sufrimientos a ese maravilloso cuerpo colectivo que es la humanidad. 

Es una conciencia, la de la íntima conexión entre cada uno de nosotros y los demás, que debe despertarse en nuestra época en la que hemos llegado a plantear con razón la hipótesis de la "muerte del prójimo", la desaparición de aquel que, literalmente, está "más cerca". De hecho, si somos impulsados ​​diariamente a una solidaridad genérica con aquellos que están lejos, al mismo tiempo somos empujados a no ver a aquellos que están a nuestro lado y que esperan, incluso antes de un gesto de comunión, el simple reconocimiento de su existencia. 

Nos comunicamos a distancia, interactuamos en tiempo real, nos sentimos conectados a una red global, pero apartamos la mirada del otro que está a nuestro lado, por miedo a que el diferente deje de ser un extraño para nosotros y comience a perturbar la falsa seguridad que reina entre nosotros -los “similares”-. 

Michel de Certeau, teólogo y antropólogo, viajero incansable por distintos países, culturas y pueblos, consideraba que el primer camino fundamental de humanización consistía en tener "el gusto por el otro" y definía al cristiano como alguien que intenta "hacer espacio para el otro". Para él, el 'otro' es "lo irreductible y aquello sin lo cual vivir ya no es vivir". 

En este sentido podemos definir la relación entre nosotros y los demás como una relación dinámica en la que entra en juego también la dimensión temporal. Es decir, hoy soy lo que otros han sido antes que yo y, a mi vez, otros pueden llegar a ser lo que yo soy o fui en un momento determinado de mi experiencia humana… 

Sí, en la dialéctica entre nosotros y los otros se juega el difícil equilibrio, nunca plenamente alcanzado, entre identidad y convivencia, entre subjetividad y comunidad. 

¿Cómo podemos no sólo preservar sino sobre todo reconocer y cultivar nuestra propia identidad sin ponerla en una relación dinámica con el estar al lado, cerca de alguien diferente? 

¿Y cómo podemos coexistir en un enfrentamiento civil entre personas, etnias, religiones, espiritualidades, éticas, culturas,…, diferentes sin tener una conciencia clara de nuestra propia identidad y de cómo ésta se ha formado precisamente a través de sucesivas, ininterrumpidas mezclas con alteridades que desde lejos se vuelven cercanos, de extraños que se vuelven familiares? 

¿Es posible, en una palabra, experimentar que en última instancia el otro somos nosotros o, para decirlo con palabras de Ricoeur, comprendernos “como otro”? 

En continuidad con lo que acabo de decir, como una última apertura de horizontes quisiera esbozar una especie de deontología del diálogo con el otro, respondiendo a una pregunta sencilla: ¿cómo recorrer los caminos del diálogo, de la comunicación con el otro? 

a.- Reconocer la alteridad. 

Ante todo, debemos reconocer al otro en su singularidad específica, reconocer su dignidad de ser humano, el valor único e irrepetible de su vida, su libertad, su diferencia. 

En teoría este reconocimiento es fácil, pero en la realidad, precisamente porque la diferencia suscita miedo, es necesario tener en cuenta la existencia de sentimientos hostiles que es necesario superar: de hecho, hay dentro de nosotros una actitud que repudia todo lo que es culturalmente lejano a nosotros, la moral, la religión, la estética, las costumbres… 

Debemos pues practicar el querer recibir de los demás, considerando que nuestras propias formas de ser y pensar no son las únicas que existen, sino que podemos aceptar aprendizajes relativizando nuestras propias conductas. 

Hay un relativismo cultural que consiste en aprender de la cultura de los demás sin compararla con la propia: esta actitud es necesaria en una relación de alteridad en la que hay que correr el riesgo de exponer la propia identidad a lo que todavía no se es… No hay que olvidar lo identidad cultural propia, sin culparse a sí mismo, pero tampoco excluir lo que es más. 

b.- Escuchar. 

A partir de esta actitud previa, se hace posible la escucha: una actitud difícil, pero esencial, la de escuchar una presencia, una llamada que exige una respuesta de cada uno de nosotros y, por tanto, impulsa nuestra responsabilidad. 

Escuchar –nunca se repetirá lo suficiente– no es un momento pasivo de comunicación, sino un acto creativo que establece una confianza entre los interlocutores del diálogo. 

Escuchar es un sí radical a la existencia del otro como tal: en la escucha, las respectivas diferencias pierden su carácter absoluto y lo que son límites para el encuentro pueden convertirse en recursos para el encuentro mismo. 

c.- Simpatía y empatía. 

Al escuchar a los demás, debemos renunciar a los prejuicios que nos habitan. 

No tiene sentido negarlo, estamos habitados por prejuicios conectados con las tipificaciones presentes en los juicios populares comunes, heredados del pasado y consecuencias de la memoria colectiva. Se trata pues de modificar la imagen que tenemos de nosotros mismos y de los demás, y de reflexionar sobre los condicionamientos culturales, psicológicos y religiosos a los que estamos sujetos. 

Y cuando el juicio se suspende, lo esencial se prepara para mirar al otro con “sym-pátheia”, es decir, con una observación participante que acepta también no comprender plenamente al otro y, sin embargo, intenta sentir-con él. 

La simpatía determina también la “empatía”, que no es el impulso del corazón que nos empuja hacia el otro, sino la capacidad de ponernos en su lugar, de comprenderlo desde dentro; empatía que es una manifestación de la “humanitas” del huésped y del anfitrión, una humanidad compartida. 

d.- Intercomprensión. 

Aquí estamos en el diálogo, una experiencia de intercomprensión. 

Es el diálogo el que nos permite pasar no sólo a través de la expresión de las identidades y de las diferencias sino también a través de un compartir los valores del otro, no para hacerlos nuestros sino para comprenderlos. 

El diálogo no significa anular las diferencias y aceptar las convergencias, sino hacer que las diferencias convivan al mismo nivel que las convergencias: el diálogo no tiene como objetivo el consenso, sino el progreso mutuo, el avanzar juntos. Así, en el diálogo se produce la ‘contaminación’ de fronteras, se producen cruces hacia territorios desconocidos, se abren caminos inexplorados. 

 e.- Responsabilidad. 

Este recorrido lleva a asumir la responsabilidad del otro: encontrarse verdaderamente con el otro significa ponerse a su lado como responsable de él sin esperar reciprocidad. Lo que el otro pueda hacer hacia mí le concierne, pero la responsabilidad hacia él compromete radicalmente mi persona. Dostoievski tuvo el coraje de escribir: "Cada uno de nosotros es responsable de todo y de todos ante todos, y yo soy más responsable que los demás". He aquí el verdadero camino de la humanización, esa “responsabilidad” hacia el otro –nos enseñó Lévinas– que es “la estructura esencial, primaria y fundamental de la subjetividad”. 

Así es como la historia del encuentro con el otro se convierte en un camino de humanización, un viaje hacia un horizonte común, hacia una esperanza compartida, hacia una tierra más habitable. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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