De los ojos al corazón
Seguramente conocemos el dicho: “Los ojos son la ventana del alma”. ¿Quién de nosotros no ha experimentado que, cuando hay un entendimiento profundo con otra persona, nos entendemos incluso sólo con una mirada, sin necesidad de palabras? Una madre puede saber por la expresión de los ojos de su hijo si está triste o feliz, si está molesto o le está ocultando algo...
Los ojos son verdaderamente el espejo del alma. A través de ellos puedes leer lo que hay en el corazón de una persona. «El rostro alegre –dice la Escritura– (y, por tanto, los ojos alegres) son signo de un corazón bueno» (Eclo 13,26). El ojo no sólo es uno de los cinco sentidos que permite que la luz, los colores, la realidad entren al hombre, sino que también es el órgano, tanto físico como espiritual, de donde irradia la luz o emana la oscuridad que nos da vida en nuestro interior.
Jesús es la Luz del mundo (Jn 8,12) y el cristiano es en este mundo como una lámpara que, a través del Bautismo, recibe la luz de Cristo y debe alimentarse continuamente de esta fuente para poder iluminar a todos los que encuentra en su camino, para que todos lleguen al conocimiento de Dios y puedan dirigirse a Él llamándolo: Padre.
“La lámpara de tu cuerpo es el ojo” (Lc 11,34). Lo que la lámpara es para la casa, el ojo es para el cuerpo: la ventana por donde entra la luz. El ojo del discípulo no es como el de quien «ve y no ve» (Lc 8,10), sino como el de aquellos ojos que Jesús llama «bienaventurados» porque le ven» (Mt 13,16). Él es de hecho esa Luz que ilumina el corazón. El ojo está conectado con el corazón: a través de lo que ve transmite cosas bellas, agradables y deseables, recurriendo a la búsqueda de lo que le atrae. Es la puerta por donde el corazón recibe y da.
“Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si es malo, también tu cuerpo está en tinieblas” (Lucas 11:34). Sencillo es ese ojo que no conoce duplicidad, en el que se puede leer lo que hay en el corazón y en la mente. El mal de ojo expresa un corazón malo, refractario a la luz, que se esconde y se atrinchera en complicaciones e hipocresías para no reconocerse como tal y no convertirse. El ojo simple reconoce tanto el Amor de Dios como su propio pecado. Esta es la conversión que hace brillar su cuerpo y cambia su vida. El mal de ojo, por el contrario, prefiriendo la oscuridad a la luz, permanece en su propia ceguera.
El ojo solo no ve: para ser él mismo, necesita luz. Así pues, el hombre, para ser él mismo, necesita de Dios: “Si, pues, todo tu cuerpo está lleno de luz, y no tienes parte alguna en tinieblas, todo estará luminoso, como cuando una lámpara te alumbra” (Lucas 11, 36).
La oración y la vigilancia nos conducen a la conversión continua. Esto disuelve gradualmente la oscuridad dentro de nosotros y todo nuestro cuerpo se vuelve luminoso, a imagen del de Cristo. La vida cristiana, nacida a la luz mediante el Bautismo, es un crecimiento en luminosidad. Es una vida que revela el rostro del Padre, configurándose a Él a través de la misericordia que nos hace hijos suyos. En este camino el ojo se vuelve cada vez más claro y el corazón cada vez más puro, hasta que toda oscuridad se disuelve. Entonces estaremos completamente inmersos en el fuego del Amor de Dios y capaces de iluminar.
La vida depende de la mirada. Y de la mirada depende la vida. Nuestra vida depende de la manera en que miramos a las personas, las cosas, la historia, a nosotros mismos. Jesús nos invita a tener una mirada luminosa y nos da la gracia de hacerlo.
¿Nuestros ojos son serenos y transparentes, como los de un niño, o son oscuros y tristes? ¿Expresan un corazón puro y pacífico o nuestras laceraciones internas se reflejan en nuestros ojos? ¿Los demás reciben con agrado nuestra mirada o nuestros ojos asustan a quienes nos miran? ¿Podemos leer en él lo que pensamos y lo que hay en nuestro corazón? ¿Son amigables o poco acogedores? ¿Muestran amor o algo más…?
En este punto me gustaría hacerte una pregunta más: ¿te has preguntado alguna vez cómo son los ojos de Jesús? ¡Yo sí! No veo la hora de contemplarlos en persona y perderme, o mejor dicho, reencontrarme, en definitiva sumergirme en ellos. Por supuesto no me refiero a su color, eso no importa, sino a su brillo, transparencia, pureza.
¿Seremos capaces de sostener la profundidad de su mirada? “No hay cosa creada oculta a su vista, sino que todas las cosas están desnudas y expuestas a sus ojos, y a él tenemos que dar cuenta” (Heb 4,13). Preparémonos para la reunión más importante de nuestras vidas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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