¿Hacia dónde ir Iglesia de Navarra?
Aquellos eran otros tiempos. Hoy son otros tiempos. Y es previsible… sospechar que lo mismo ocurrirá mañana… Serán otros tiempos. Lo que significa también que nuestros tiempos son totalmente nuevos respecto al pasado. Lo sabemos muy bien y esto nos lleva a preguntarnos hacia dónde vamos, qué tipo de Iglesia está naciendo ante nuestros ojos. ¿Cómo vivimos una Iglesia que ya no ordena tantos presbíteros sino sólo a cuenta gotas?
No es un hecho secundario porque la Iglesia había apostado mucho por la figura del sacerdote: era la parroquia «tridentina» toda centrada en su «pastor» y reunida en torno a su campanario. Esa Iglesia sigue existiendo un poco, pero todos tenemos la sensación de que está llegando rápidamente a su fin. No sólo está llegando a su fin, sino que está luchando por aceptarlo. Algunos incluso se resisten a ello. La actitud fundamental de muchos creyentes, y especialmente de muchos presbíteros, no es preguntarse a dónde se va, sino de dónde se parte.
Una Iglesia en salida debería preocuparse más de mirar hacia delante que hacia atrás, de inventar el futuro más que de conservar el pasado. Y en mi reflexión trato de buscar y encontrar algún consuelo. El único que ahora puedo formular es que, al menos en los tiempos cercanos a nosotros, casi siempre es así. Al menos algunas grandes reformas y acontecimientos han «venido de arriba». Si el Papa Juan XXIII hubiera preguntado a las bases de la Iglesia, pero también si hubiera preguntado a la Curia de Roma si celebrar o no el Concilio, lo más probable es que éste no se hubiera celebrado. Al fin y al cabo, éste es el precio que hay que pagar por la centralización de la Iglesia, que es un fenómeno reciente.
Y pienso también en el hecho de que, sobre todo en la Iglesia Local en la que yo vivo ahora, es difícil encontrar individuos, grupos, personas de cultura, teólogos... que impulsen grandes reformas. Mientras tanto, estas fuerzas vivas han desaparecido o han disminuido y entonces, incluso donde y cuando están, permanecen aisladas, sin fuerza. Hoy, la fuerza de las ideas es débil. «Todos los profetas armados vencen y los desarmados fracasan», dice Maquiavelo. Muy cierto. Hoy, los profetas son pocos, y esos pocos no tienen armas. E incluso si, a veces, raramente las tienen, resultan ser armas impropias.
Pienso, en particular, en mi Iglesia. Los hombres de cultura, los agentes eclesiales, el seminario sobre todo, utilizamos nuestras pocas fuerzas de las que disponemos más para salvarse a nosotros mismos que para cambiar la Iglesia. Y aunque se quisiera cambiar la Iglesia, no se conseguiría porque seguramente el Obispo y la mayoría -no todos, se espera, pero sí la mayoría- de los colaboradores piensan que ya es una gran hazaña salvar lo que hay en lugar de inventar lo que no hay.
Y así uno se resigna. Hay que resignarse. Y así el antiguo lamento del Salmo 74 vuelve a cobrar actualidad: «Ya no hay profetas, y entre nosotros nadie sabe hasta cuándo...».
La crisis pesa porque se produce en esta Iglesia a la que se aludía como una diócesis en la que la figura tradicional del presbítero resistía hasta mejor que en otros lugares. La crisis del presente parece aún más grave si se compara con la floreciente situación de años pasados... cuando se diseñó y realizó el edificio de su seminario. El golpe es más fuerte si se cae desde arriba.
Pero no es sólo una cuestión de números. Es probable, de hecho, especular que es precisamente la prosperidad de ayer la raíz de la crisis de hoy. En efecto. Cuando se habla del cristianismo tradicional de la diócesis, se habla del «cristianismo tridentino». Se llama así porque ese cristianismo hunde sus lejanas raíces en la reforma de la Iglesia promovida por el Concilio de Trento, en el siglo XVI, como respuesta al cisma protestante.
Ese cristianismo dio origen a una comunidad cristiana pequeña y homogénea, rica en ritos y tradiciones. Y, en el centro, «su» presbítero. El cura era la figura central de esa comunidad y ésta no podía concebirse sin «su» cura. Todos nosotros, especialmente los que nos vamos haciendo ya mayores en edad, hemos vivido ese tipo de comunidad y hemos sentido y, debemos admitirlo, saboreado su calor.
Sólo que esa comunidad (casi) ya no existe. La comunidad local se ha secularizado, su vida es independiente de la parroquia, han llegado nuevos ciudadanos de otras religiones. Y el presbítero ya no está en el centro. Podría estar en el centro de ese pequeño grupo, ahora minoritario en todas partes, de los que «van a la iglesia». Podría serlo, pero el espíritu de la sociedad que le rodea también ha modelado la cultura de la comunidad cristiana. Que exige no ser el protectorado de un solo presbítero al mando, sino una comunidad respetada y valorada en su diversidad.
No sólo eso, sino que la propia Iglesia ha incorporado en gran medida esa cultura, la ha puesto en relación con el Evangelio y ha madurado la convicción de que la Iglesia es en sí misma una comunidad, con funciones diferentes y diversificadas. Ha redescubierto el valor de los laicos y de las mujeres.
El presbítero, en este punto, si está en el centro, lo está sobre todo porque está al servicio de todos. Incluso para la parroquia, no se trata de una época de cambio, sino de un cambio de época, por utilizar el famoso juego de palabras del Papa Francisco.
Así, la fisonomía de la Iglesia se está revolucionando. El presbítero, que fue la figura principal de la Iglesia de antaño, siente agudamente el crujido del cambio. Lo siente más que nadie porque más que nadie representaba a aquella Iglesia y la nueva Iglesia le pide sobre todo que cambie.
Esto es cierto, tal vez, para toda la Iglesia. Pero es particularmente cierto para esta Iglesia Local a la que pertenezco. Aquí triunfó el cura. En consecuencia, el cura es quien paga el precio más alto del cambio precisamente porque en el pasado reciente era la figura de referencia. La prosperidad de ayer es la causa de la crisis de hoy, especialmente para él.
Y no es una cuestión de números. O, al menos, no es sólo una cuestión de números. Ciertamente, los problemas complejos no pueden resolverse con soluciones sencillas. Y, sobre todo, los problemas que afectan directa o indirectamente a toda la Iglesia cuestionan a toda la Iglesia en qué dirección ir.
Llegados a este punto, ¿hacia dónde ir Iglesia de Navarra?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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