La compleja homilía
Me dicen algunos amigos que «la homilía no dice nada». Es un lamento que se les oye repetir a menudo. El problema de este lamento es más importante de lo que parece. La homilía no dice nada, pero es la propia misa la que no dice nada. De hecho, existe una especie de identificación de hecho entre la misa y la homilía. No total, por supuesto: todo el mundo sabe que la homilía no es la misa. Pero una «buena homilía» acaba «salvando» incluso una misa mediocre. Habría mucho que decir al respecto. Pero, claro, el público moderno, acostumbrado a una invasión diaria de palabras, juzga la liturgia principalmente por las palabras.
El rito, el que viene antes y después de la homilía, aunque no sea perfecto, uno lo acepta porque, al fin y al cabo, es 'la misa': el rito es el rito, y está dado. Es lo que es. El presbítero no puede hacer mucho (sobre esto también hay mucho que decir, y ya se ha dicho mucho: no es indiferente cómo se digan las palabras fijas del rito, y sobre todo no es indiferente cómo se hagan los gestos que el rito prevé...).
Pero la homilía es el acto litúrgico más evidente y más expuesto de las palabras. Y, por eso sobre todo, es un problema. Pero, como ocurre con todos los demás problemas que afectan a la Iglesia, no se habla de él, o se habla poco. Al contrario: se tiene la sensación de que cuanto más grave es el problema, menos se habla de él.
La homilía es el momento en que la liturgia se abre a la vida, es el acontecimiento de conexión: cuál es la relación entre la Palabra que se ha escuchado -el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, el Evangelio-, entre esa Palabra y nuestra vida personal, familiar, laboral, política, económica... Mientras celebramos, pensamos en cómo debemos vivir. La homilía es una palabra necesaria, pretenciosa, arriesgada sobre la vida a la luz del Evangelio.
Necesaria porque la liturgia no puede permanecer encerrada entre los muros tranquilizadores de la iglesia, pero arriesgada porque es un acontecimiento en equilibrio. De hecho, corre el riesgo de quedarse sólo en palabra, prisionera de sí misma. Por el contrario, debe convertirse en palabra sobre la Palabra, pero al mismo tiempo darnos el impulso para convertirnos en vida, Palabra vivida.
Se puede decir la misma verdad señalando que la homilía es difícil porque es el elemento más evangélico de la liturgia. En efecto, el Evangelio no es una palabra vacía, sino una palabra plena, que cuenta el sentido de la vida del hombre narrando la vida maravillosa, dichos y hechos, de Jesús de Nazaret, el Verbo que se hace carne. La homilía es una prolongación del Evangelio. Pero el Evangelio, por eso mismo, es difícil. Y la homilía es tan difícil como el Evangelio.
En este punto hay bastante que decir -seguramente hasta mucho- sobre lo que ponen los curas, que es algo que contribuye en gran medida a distorsionar la homilía. Algunos presbíteros no se preparan, dicen cosas aproximadas, a menudo más cosas de cosecha propia que cosas del Evangelio, moralizan mucho y no dan la maravillosa sensación de novedad evangélica. Es una palabra sin asombro.
Y, un problema último y en pocas palabras, sucede que los curas no «oyen» y, no oyendo, no hacen oír. Es una palabra que no nace de la escucha. En ese momento, todo el mundo se da cuenta de que la homilía es un fenómeno humano y, como todo fenómeno humano, denuncia pesadamente sus propias fragilidades, tanto más evidentes cuanto que es una palabra humana que pretende anunciar una Palabra muy alta y exigente.
Siempre es muy complejo, ¿difícil?, bajar el cielo a la tierra. O, lo que no es muy distinto, dar cuenta de una narración que cuenta cómo el cielo ya descendió a la tierra, hace mucho tiempo, en un hombre de nuestra humanidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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