miércoles, 29 de enero de 2025

La conversión de San Pablo… la conversión de la Iglesia.

La conversión de San Pablo… la conversión de la Iglesia 

Hay una intuición que resuena fuertemente en mi mente y aún más en mi corazón. La 'carta de triunfo' de nuestra vida es la conversión. Conversión: una palabra que desde hace varios años muchos tienen miedo de pronunciar, quizás porque a menudo se ha confundido con proselitismo, o con abandono de una religión por otra, o quizás porque se ha entendido como una negación, un desautorización necesariamente de la todo el pasado de una vida. En cualquier caso, ésta es la realidad: la conversión de Pablo y la de la Iglesia. ¿Por qué? 

Porque estoy convencido de que en el fundamento de la vida de una Iglesia comprometida en la construcción del Reino de Dios, en el fundamento de la vida de cada creyente, de cada una de las renovaciones,…, hay siempre un gran punto de inflexión, una profunda transformación: hay una conversión provocada por una clara iluminación del Espíritu de Dios y por la acción de Cristo que atrae hacia sí. 

En la vida del apóstol de los gentiles, Pablo de Tarso, se ve de manera maravillosa cuán cierto es esto. Y San Pablo nos inspira y sigue diciendo hoy a la Iglesia del siglo XXI: ¿Queréis ser apóstoles de Cristo? ¿Quieres renacer como apóstoles para tener un entusiasmo completamente nuevo? Si es así, déjense captar por Él, dejaos convertir, es decir, ser transformados por Cristo. 

Así describía alguien la conversión: como una aprehensión de Cristo, como una iluminación del Espíritu, que luego se convierte en proceso de crecimiento; a través de él el revestirse de Cristo se vuelve cada vez más intenso y tiende a su plenitud. Si la iluminación, el comienzo de la conversión, puede ser instantáneo, el 'crecimiento en la conversión' lleva tiempo. 

En su libro titulado 'Pablo y la experiencia religiosa cristiana', Anselm Grun dice: “Cuando Pablo ya no veía nada, entonces vio a Dios... se abrió al Dios verdadero, al Padre de Jesucristo... tuvo la experiencia decisiva de su vida… la de Jesucristo crucificado y resucitado… experimentó la muerte y resurrección de Jesús como una inversión de todo criterio humano… experimentó la iniciación a una vida nueva… la experiencia de ser enviado a una misión… la experiencia mística...” ¿No es ésta la conversión? 

Tantas veces he pensado que la conversión provocada en San Pablo por su "hora camino de Damasco" fue una transfiguración. San Pablo se presenta como el gran testigo de Cristo que captó luminosamente la continuidad transfigurada entre la Primera y la Nueva Alianza y, al mismo tiempo, la novedad de esta última, a través de la "ruptura" significada por la cruz de Cristo Jesús crucificado y resucitado. Porque yo creo que hemos de comprender la conversión como una realidad completamente nueva. 

El Papa Benedicto XVI describió así la conversión de Pablo: “Jesús entró en la vida de Pablo y lo transformó de perseguidor a apóstol. Ese encuentro marcó el comienzo de su misión: Pablo no podía seguir viviendo como antes; ahora se sentía investido por el Señor con la tarea de anunciar su Evangelio como apóstol”. 

El hecho de que San Pablo siguiera siendo judío, lo damos, por así decirlo, por sentado. La Gracia no destruye el bien que encuentra en la persona, sino que construye sobre la realidad que encuentra, purificándola y haciéndola crecer. Sobre ella construye entonces una realidad que se presenta completamente nueva y gratuita, como lo fue el encuentro de San Pablo con Cristo Jesús. 

La celebración litúrgica de la Conversión de San Pablo nos hace entrar en comunión con este grande creyente, apóstol, misionero, teólogo de la fe. Pero también con toda la Iglesia en el momento presente, en ésta -su hora- en la que sigue empeñada en continuar, ¿o será emprender?, un proceso de crecimiento renovado. En el camino de Damasco, como lo fue, por ejemplo, el de Emaús, también los creyentes en el mismo y único Jesús debemos tener una experiencia profunda de Cristo y dejarnos conquistar por su amor y transformarnos verdaderamente por Él. 

Cristo quiere convertirse viva y actual, con los tres aspectos constitutivos de esta experiencia: 

– la convicción de que Cristo no es sólo una gran figura del pasado, como lo es para muchos. Cristo está vivo. Esta es nuestra gran bendición proclamada con tanta fuerza por Pablo: 1 Cor 15, 12-22; 

– la certeza de que la presencia de Cristo no es pasiva. Cristo actúa para nuestra salvación y para la salvación del mundo: Rom 8,31-39; 

– la hospitalidad, es decir, acoger a Cristo y su acción salvadora a nivel mental, cordial,…, entrañable y visceral: Fil 2, 5-11. 

Una Iglesia transfigurada por el Espíritu, enseñoreada por el Reino, convertida a Cristo es una Iglesia: 

humilde. Una humildad que se traduce en obediencia a Cristo Jesús en la conciencia de que es Él quien da la vida, es Él quien nos sostiene, sólo en Él encontramos la salvación. Lo único que podemos hacer por nuestra salvación y la de los demás es dejarnos amar por Él y colaborar con Él, poniendo toda nuestra confianza en la potencia del Espíritu. 

contemplativa. La contemplación de Cristo, poniendo solamente en Él los ojos (cf. Hbr 12, 1-2), para revestirse de su humanidad divina o de su divinidad humana. 

centrípeta. El paso de la perspectiva de la autorreferencialidad del divo protagonista a la perspectiva 'abierta' que nos hace considerar a Cristo y su Reino en primer lugar. La Iglesia es solamente instrumento y mediación viva de salvación en manos de Cristo Jesús con los demás y para los demás. 

Una Iglesia, pues, que pase de la actitud de quien "trabaja para Dios" - que presenta el riesgo de amar más la viña del Señor que al Señor de la viña - a la de quien "hace la obra de Dios" - que implica discernimiento - y luego al de quien tiene este gran deseo: dejar que "Dios obre en ella y a través de ella". Esta es la actitud que hace que la Iglesia se haga contemplativa en acción y que hace de su misión un compartir con los demás, con todos, lo que Dios le da a conocer y entender en la contemplación. 

Y aconteció que mientras viajaba y se disponía a llegar a Damasco, de repente una luz del cielo lo rodeó, y al caer en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”» (Hechos 9, 3-4). 

Hay un encuentro en la vida de San Pablo que constituye un punto de no retorno. Se refiere continuamente a este momento en sus cartas, como si su existencia fuera una interiorización continua y creciente de la experiencia vivida (Gal 1, 15-17; Flp 3, 7-13). 

¿Pero qué sucedió en aquel camino? San Pablo experimentó la cercanía de Dios, encontró al Mesías tan esperado, el Emmanuel anunciado por los profetas. Y lo encontró como el Hijo crucificado y resucitado, el Hijo dado para la salvación del mundo. Desde aquel momento San Pablo vivió para Él: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida que vivo en la carne la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). El amor manifestado en la cruz se convierte en motor de su existencia: "...el amor de Cristo nos impulsa" (2 Cor 5, 14). 

En la carta a los Romanos (8, 35-37), leemos palabras que debió repetirse miles de veces: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Quizás la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Pero en todas estas cosas somos más que vencedores en virtud de Aquel que nos amó”. La persecución y el sufrimiento son bienvenidos como participación en la pasión de Cristo (1Tes 2, 8; 2Cor 4, 10), como inmersión en su muerte (Rom 6, 4-6), para que pueda salir a la luz una nueva criatura. Una Iglesia que tiene solamente un yo: el yo de Jesucristo. 

En ese Jesucristo San Pablo pudo experimentar incluso el encarcelamiento y la muerte como una oportunidad para crecer en la "plena madurez de Cristo" (Ef 4, 13), y aprender a compartir "los mismos sentimientos que estaban en Cristo Jesús" (Flp 2, 5): el anonimato, la encarnación, la humildad, la obediencia, la pasión, el servicio…, el hacerse "todo para todos, para salvar a alguien a cualquier precio" (1 Cor 9, 22). 

Del encuentro gratuito con Jesucristo nace la misión. La pasión ardiente por el anuncio, los celos maternos hacia las Iglesias que fundó, los continuos viajes, los peligros afrontados... todo brota del amor sobreabundante que experimenta en la relación con Cristo. Él parte de esta relación y quiere llevar a las comunidades que fundó a esta relación. 

San Lucas lo entendió bien. En el libro de los Hechos, la actividad de San Pablo se describe como "testimonio" (cfr. 18,5; 20.21.24; 23,11) y "servicio" (cfr. 20,19; 26, 16). Agarrado y poseído por Cristo, es puesto como signo del poder de Dios ante las naciones (cf. 13, 47). San Pablo es "el siervo del Dios Altísimo" (Hch 16,17), un Dios que lo ha vencido (Flp 3, 12), transformando su yo en el yo corazón de Cristo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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