La metamorfosis en el camino de Damasco
¿Qué significa releer a San Pablo hoy? En primer lugar, debemos repensar la figura de Jesús no tanto como figura histórica o personaje literario, sino como acontecimiento. Si hay, de hecho, un tema crucial es el siguiente: no se puede comprender la palabra de Jesús sino a partir de su impacto en quien la escucha. Por eso Pablo asimila a Jesús a un acontecimiento. Pero ¿qué es un acontecimiento? Es algo que altera las leyes habituales del mundo, es un corte en su orden, una fractura, un trauma. Más precisamente, para Pablo el “acontecimiento de Jesús” fue ante todo un encuentro.
Este encuentro precede al pensamiento, precede a la traducción militante del mensaje cristiano, precede a la vida misma de Pablo porque la constituye como nueva. La leyenda cuenta este acontecimiento como la caída del caballo de Saulo, feroz perseguidor de los cristianos, y la pérdida de la vista. Ceguera del Ego, destitución de su prestigio, caída de bruces. Brusca transición de Saulo – que en su etimología significa “el más grande” – a Pablo – que en su etimología significa “el más pequeño”: todo un giro dramático.
Pero sólo a partir del encuentro con el acontecimiento de Cristo Saulo llega a ser Pablo. De manera más general, sólo a partir de este encuentro el cristiano se convierte en cristiano. El creer surge, por tanto, de una experiencia de metamorfosis. Primero viene el encuentro, luego la fe, no al revés. Esta es la subversión cristiana de la relación entre el hombre y Dios: no del hombre a Dios, sino de Dios al hombre. Pablo lo afirma en la Carta a los Filipenses, evocando la kenosis de Dios: Jesús es el resultado del vaciamiento (abatimiento, debilitamiento) de Dios, de su hacerse hombre. La Palabra, como dice el prólogo del Evangelio de Juan, se hizo carne. Sin embargo, para Pablo la tarea del hombre sigue siendo la de vivir en nombre de la Ley, en el cumplimiento de la Torá.
Antes de conocer a Cristo, antes de su conversión, Saulo era un ejecutor irreprochable de la Ley. Judío, hijo de judíos, su Dios es el Dios de la Antigua Alianza que habló por medio de los profetas, por eso, como él mismo describe en la primera Carta a los Gálatas, «fui mucho más celoso de las tradiciones de mis antepasados». Entonces se produce el acontecimiento del encuentro que cambia irreversiblemente el rumbo de la propia vida y con ella el sentido mismo de la Ley. Está en juego una experiencia mística que gira en torno a un llamado.
La conversión realizada por la llamada se diferencia tanto de la cuestión griega del “conocimiento” como de la cuestión judía de los “signos”. El universo simbólico del conocimiento y el universo imaginario de los signos quedan desarticulados por la centralidad que Pablo atribuye a la dimensión real del encuentro, del acontecimiento-Cristo. Es una metamorfosis, la adquisición de una nueva forma de vida. La palabra clave que abre la conversión es esperanza: la esperanza de que la muerte no es la última palabra sobre la vida, la esperanza que se encarna en la resurrección de Cristo, en dar muerte a la muerte. Pero esta esperanza nunca toma la forma de tranquilidad o refugio. Esta será, en cambio, la lectura freudiana de la religión como huida de la realidad, regresión infantil a la vida, rechazo de su dureza. En la esperanza, como argumenta Pablo, ocurre lo opuesto.
La fe no es refugio sino tribulación, no es seguridad sino angustia, no es asentamiento sino éxodo. Esto es lo que también subrayó Heidegger en su lectura de Pablo: «para la vida cristiana», escribe, «no hay seguridad».
Éste es el valor que Pablo en la Carta a los Romanos reconoce en el testimonio de Abraham. La esperanza que él encarna es “la esperanza contra toda esperanza”, “la esperanza que no ve”, porque si viera lo que espera, escribe Pablo, ¿cómo podría esperarlo? La experiencia paulina de conversión implica no sólo una transformación del sujeto, sino también del sentido del tiempo. El acontecimiento del Mesías cambia su orden: el pasado ha muerto, la era del pecado y de la muerte ha expirado para siempre. El futuro se abre como el día de la resurrección y la vida eterna.
Ésta es la profunda diferencia entre la concepción judía del tiempo y la cristiana: en la cristología paulina el ahora – el “gran Hoy” – es el Kairos revelado por el acontecimiento de Cristo. «La hora llega y es ahora», dice el Evangelio de Juan: la salvación del Reino no es mañana, sino ahora, sucede hoy y no en un futuro siempre futuro. Nadie más que Pablo tuvo la idea del Mesías como acontecimiento, encuentro, contingencia que se revela “ahora”, en la vida individual y colectiva.
Esto es lo que Kierkegaard señaló como la tarea de todo cristiano: ser contemporáneo de Cristo. Por esta razón, el cristianismo y el gnosticismo aparecen radicalmente heterogéneos. Si el hijo de Dios se hizo carne es porque la carne que hizo honra al mundo, es “carne sagrada”, nos recuerda tan sagrada como lo es el mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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