miércoles, 29 de enero de 2025

Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Yo soy el camino, la verdad y la vida 

Un hombre fuera de sí, un falsificador, un estafador, un demonio encargado de otros demonios, un delirante, un narcisista, un falso profeta, un hombre exaltado, un borracho y un glotón, un frecuentador de prostitutas y ladrones, un malhechor, un impostor. Éste es el retrato de Jesús que podemos sacar a partir del juicio de sus enemigos: escribas, doctores de la Ley, sacerdotes del Templo. Los hombres religiosos no saben, en efecto, lo que significa pasar toda la vida en el amor, no saben lo que significa desear y amar la vida. 

Su rencor los envenena, su impotencia los intoxica, su tristeza los marchita. No tienen posibilidad de pensar el acontecimiento de lo imposible que irrumpe y subvierte el orden ya establecido de la existencia, reconstituyéndolo como algo nuevo. Su hipocresía cínica no les permite tener fe en el milagro del deseo. Más bien, los involucra en un trabajo permanente de difamación y demolición de aquellos que, en cambio, encarnan lo imposible que se vuelve posible. 

"¿Qué hay en un nombre?" se preguntó Stephen Dedalus, uno de los dos protagonistas del “Ulises” de James Joyce. En el nombre de “Jesús” está el secreto que lo distingue. En el idioma hebreo, Yeshua en realidad significa el Dios que salva. Su palabra tiene el poder de un imán irresistible, transporta, conmueve, provoca deseo, se asemeja a un fuego siempre encendido, salva mostrando que la verdad no está ya escrita en la Ley, sino que espera hacerse verdadera cada vez en la dimensión encarnación del testimonio. Son las acciones que realiza Jesús las que hacen posible la salvación en esta tierra. 

Sin este testimonio de atención a los que están en el sufrimiento y la tristeza, en la pobreza y el abandono, en la tribulación y la desesperación, pero también a los que se encuentran en la hipocresía y la avaricia, en la conservación obtusa de los propios bienes y en el rechazo del amor, el destino que lleva en su nombre, Dios salva, no se habría cumplido. 

Por eso, su primer y decisivo paso consiste en dar un nuevo sentido a la relación entre la Ley y la vida. Si, de hecho, la Ley tiende a erradicar el deseo de la vida, éste se seca, se vacía, se endurece, queda sin corazón, se convierte en una norma represiva que ya no actúa al servicio de la vida, sino al servicio de la muerte. Al establecer una nueva alianza entre la vida del deseo y la Ley, Jesús no niega la Ley de Moisés, sino que la hereda plenamente, o, como escribe Mateo, la conduce a su pleno «cumplimiento» (Mt 5,17). Jesús es judío, su predicación sería incomprensible si no se consideraran sus raíces judías y su profundo conocimiento de la Torá. Es el movimiento que involucra a todo heredero digno de ese nombre. 

La herencia no es una adquisición pasiva de ingresos, sino un salto hacia lo desconocido, un movimiento hacia adelante, una recuperación, un salto hacia el futuro. La Ley, para ser heredada en su sustancia, debe ser reconquistada. Éste es el rasgo más característico de la enseñanza de Jesús: ninguna anulación de la deuda simbólica, ningún rechazo de su origen, ningún rechazo de la Ley. No en vano el mandamiento más decisivo del Nuevo Testamento, el del «amor al prójimo», está escrito ya en la Ley de Moisés (Lv 19,34). De hecho, es precisamente a partir de la centralidad de este principio que Jesús relee la Biblia: amor al prójimo, al extranjero, porque «también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto» (Ex 23,9; Lv 19,34). 

Pero ¿qué significa cumplir la Ley si la Ley Mosaica ya era en sí misma exhaustiva de la verdad de la Ley? La reconquista de la herencia de esta Ley se realiza en Jesús a través de la afirmación sin precedentes del exceso de la Ley del Deseo. La Ley no puede limitarse a prohibir el deseo porque el verdadero rostro de la Ley coincide precisamente con el del deseo. Esto es lo que Jesús se compromete hasta el final de sus días: testimoniar que la Ley no es adversa al deseo, no es su antagonista despiadado, no es su severo censor, porque la Ley es, en realidad, el nombre más adecuado y propio del deseo, es el nombre más apropiado para la vida vivida, para la vida rebosante de vida.

Por eso, el deseo elevado a la dignidad de la Ley encuentra su máxima expresión en la radicalización operada por Jesús del amor al prójimo que rompe toda representación narcisista-especulativa del amor para convertirse —en su culmen más desconcertante—, "el amor al enemigo". 

Al formular la tesis de que la enseñanza de Jesús introduce la idea de que el deseo es Ley, estoy en realidad evocando un gran tema: el cumplimiento cristiano de la Ley consiste en liberar la vida de la Ley, no oponiendo ya la Ley a la vida, sino inscribiendo la Ley en el corazón mismo de la vida. La Ley es redescubierta como expresión de una vocación que puede dar nueva forma a la vida convirtiendo la fuerza de la pulsión en el orden ético del deseo. Si bien toda religión de la Ley es enemiga del deseo —religión viene de “religio”, que significa encerrar, cercar el poder afirmativo (dynamis) del deseo—, la palabra de Jesús libera al deseo de toda preocupación de seguridad. 

En este sentido, el acontecimiento de la resurrección asume el valor de la fuerza indestructible de la Ley del amor y del perdón que restablece la vida a vida, liberándola para siempre de la maldición de la muerte. Cada vez que esta nueva Ley interrumpe el ejercicio flagelatorio de la Ley, hay, de hecho, resurrección: la muerte no puede ser la última palabra sobre el sentido de la vida, como la Ley del castigo y del sacrificio no puede ser la última palabra sobre el sentido de la Ley.

 P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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