martes, 7 de enero de 2025

La jerarquía de las verdades en el horizonte de la sinodalidad.

La jerarquía de las verdades en el horizonte de la sinodalidad 

A las puertas de una nueva etapa del Sínodo de la Sinodalidad me ha parecido necesario detenerme en el principio de la "jerarquía de las verdades". Un principio que nació en el contexto ecuménico, al servicio de la causa de la unidad entre las Iglesias. Su consagración oficial aparece en el documento conciliar sobre el ecumenismo: «Al comparar doctrinas, recordad que hay un orden o "jerarquía" en las verdades de la doctrina católica, siendo diferente su conexión con el fundamento de la fe cristiana» (Unitatis redintegratio 11). Este principio tiene una enorme importancia para el ecumenismo y constituye una de las declaraciones más significativas del Concilio Vaticano II. También se presta a importantes reflexiones y aplicaciones de carácter teológico. Sería interesante considerarlo en el contexto de la reflexión y de la práctica de la sinodalidad. Y señalo algunas ideas que nos ayuden a situar el alcance y algunas posibles aplicaciones de este principio. 

Y creo que hay hacerlo porque en el mensaje de salvación hay una jerarquía de verdades, que la Iglesia siempre ha reconocido, formulando símbolos o resúmenes de la verdad de fe. Esto no significa que algunas verdades pertenezcan menos a la fe que otras, sino que algunas verdades se basan en otras que son más importantes y provienen de ellas iluminadas. Y pienso que la Iglesia en el siglo XXI debe tener en cuenta, en todos sus niveles, esta jerarquía en las verdades de la fe. Hay quien considera que este principio eclesial es uno de los más innovadores y revolucionarios no solamente en el ámbito del ecumenismo sino de todo el Concilio Vaticano II. 

Decimos que el mensaje cristiano tiene un carácter orgánico y jerárquico, y constituye una síntesis coherente y vital de la fe. Se organiza en torno al misterio de la Santísima Trinidad, en una perspectiva cristocéntrica, ya que es la fuente de todos los demás misterios de la fe, es la luz que los ilumina. A partir de aquí, la armonía polifónica o sinfónica del mensaje en su conjunto requiere una "jerarquía de verdades", ya que la conexión de cada una de ellas con el fundamento de la fe es diferente. 

La necesidad de organicidad y de redescubrimiento de lo esencial del mensaje cristiano también está ligada al paso de una concepción de la propuesta de la fe como enseñanza de la "doctrina" a una propuesta de anuncio de la Palabra de Dios en función de hacer surgir la experiencia de la fe, acompañarla, sostenerla, desarrollarla, etc. 

La insistencia en el cristocentrismo, en la propuesta de la fe, responde en última instancia a la necesidad de recomponer orgánicamente y redescubrir el núcleo esencial del mensaje cristiano, procurando que las verdades" cristianas no aparezcan como eslabones de una cadena, sino como rayos de una rueda que apuntan a un centro viviente: Cristo. Quizá la afirmación es lapidaria pero prefiero formularla así: el mensaje de la Iglesia es Jesucristo. 

En esencia, el principio de la jerarquía de las verdades declara el carácter orgánicamente estructurado del mensaje cristiano en torno al misterio fundamental de Cristo y de la revelación trinitaria, que ocupa su centro. Y todos los elementos pertenecientes a la revelación reciben su importancia y significado en razón y en tanto en cuanto el vínculo vital con este centro. Existe, por tanto, una "jerarquía" entre las verdades cristianas, no en el sentido de que algunas puedan omitirse o descuidarse, sino porque no todas tienen la misma importancia y significado en el conjunto del Evangelio. En el mensaje que la Iglesia anuncia, hay ciertamente elementos secundarios con respecto al contenido esencial, a la sustancia viva. 

El principio de la jerarquía de las verdades parece liberador y providencial para el objetivo de tratar de garantizar al menos estas necesidades de la presentación del mensaje cristiano: organicidad, esencialidad, integridad y gradualidad. 

Organicidad: el contenido de la fe cristiana constituye un todo vivo, orgánico, es decir, estructurado y jerarquizado, y como tal debe aparecer. La naturaleza orgánica de la fe afirma que las verdades reveladas no aparecen una al lado de la otra en una lista estática de proposiciones, sino que están organizadas y orientadas hacia un centro o fundamento: la persona y el misterio de Jesucristo, nuestra salvación. En este sentido el principio de jerarquía de las verdades nos permite actuar con discernimiento y hacer las distinciones necesarias para una presentación significativa y convincente del mensaje. Y esto constituye también un servicio indispensable a la evangelización: la experiencia enseña que cuando todas las creencias se ponen al mismo nivel, en realidad se promueven la confusión y la incomprensión. 

Esencialidad: también en el siglo XXI existe una fuerte necesidad de redescubrir lo esencial, el núcleo vital de la fe, tanto para responder a la crisis de identidad y a la búsqueda de sentido que muchos cristianos viven hoy, como para una presentación relevante y significativa de la originalidad del mensaje cristiano en toda su belleza. Y aquí también el criterio de la jerarquía de las verdades ofrece una valiosa ayuda. No sólo eso: el respeto de la esencialidad resulta hoy más urgente que nunca frente a la importante tarea de la inculturación de la fe y del diálogo interreligioso, donde el contexto cultural y religioso exige un esfuerzo valiente para expresar la fe en términos culturalmente convincentes y en diálogo con la pluralidad de religiones y visiones del mundo. 

Integridad: el mensaje de fe debe ciertamente transmitirse íntegro, no mutilado, no distorsionado, sino de manera proporcional y adaptado a las necesidades concretas de los destinatarios. Reunir integridad y adaptación a las materias ha sido siempre un punto candente y difícil en el ejercicio concreto de la propuesta de la fe. Ahora bien, el principio de la jerarquía de las verdades ofrece una salida importante, porque permite garantizar una integridad "intensiva", que no necesariamente coincide con la integridad "extensiva" de quienes quisieran enseñar todos los elementos de la verdad de la fe en detalle, y nos permite también garantizar esa fe implícita que es suficiente para un crecimiento cristiano ordenado y orientado hacia la fe explícita. 

Gradualidad: seguir una pedagogía de la gradualidad es una necesidad bien conocida de respeto y atención a las capacidades y condiciones de las personas. No es infidelidad a la plenitud ni falta de autenticidad al mensaje revelado presentar los contenidos de la fe de manera gradual, atentos a las posibilidades reales de los sujetos, y respetuosos del camino de maduración religiosa de las personas concretas. En este contexto problemático, el recurso al principio de la jerarquía de las verdades es valioso, ya que permite equilibrar pedagógicamente el contenido del mensaje, sin dejar de respetar los elementos verdaderamente esenciales e indispensables de la fe. 

¿Y qué consecuencias más concretas tiene esta jerarquía de verdades en el horizonte de la sinodalidad? 

En aras de la brevedad, quisiera mencionar de modo breve y solamente cuatro consecuencias. 

 1.- Yo creo que es una necesidad cada vez más sentida la de redescubrir y reformular el centro vital de la fe, su esencial, lo que le da a la experiencia cristiana de la fe definitivamente identidad y significado. Y seguramente ello se traduce concretamente en diversas expresiones particulares, como por ejemplo: la formación de nuevas "fórmulas cortas" o "símbolos" de fe, la elaboración de comentarios o explicaciones de símbolos tradicionales ("credo", "símbolo apostólico"),… A menudo se recurre también a determinadas categorías unificadoras para dar organicidad y unidad al mensaje presentado: el Reino de Dios, la Alianza, el Amor, etc. Todas estas formas de presentación concentrada del contenido del mensaje cristiano son, en última instancia, aplicaciones diversificadas del principio de la jerarquía de las verdades. 

2.- Otra forma de proceder consistirá quizá en prestar atención, más que a la anunciación material de todos los contenidos cristianos, a la presencia de las dimensiones fundamentales del mensaje cristiano, es decir a aquellos aspectos o líneas temáticas transversales que deben estar presente en cada momento de la presentación de la fe cristiana: dimensiones trinitaria, cristológica, antropológica, histórico-salvífica, eclesiológica, sacramental, moral, escatológica. Éste es también un modo eficaz de garantizar la jerarquía de las verdades en la presentación del mensaje cristiano. 

3.- Otro aspecto importante en la aplicación del principio de jerarquía de las verdades se refiere a la jerarquía de las fuentes, que son diferentes, pero no todas de la misma importancia. Es necesario distinguir entre «fuente» y «fuentes», entre «Tradición» y «tradiciones». En el centro están la Sagrada Escritura y la Tradición, fuentes primordiales de la Palabra de Dios. En este contexto, un lugar completamente privilegiado corresponde a la Biblia y, dentro de ella, a los Evangelios, que son el corazón de todas las Escrituras, ya que son el principal testimonio relativo a la vida y a la doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador. 

Se puede decir que la Iglesia ya ha ido adoptando con cierta amplitud el principio de la centralidad de la Sagrada Escritura, al menos en el sentido de que la referencia bíblica domina cada día más su desarrollo. Si miramos, por ejemplo, el panorama de la catequesis de adultos, quizás podamos decir que el "catecismo" más utilizado allí es sin duda la propia Biblia. Por otro lado, sin embargo, también debemos reconocer que la Sagrada Escritura aún no tiene el lugar y el tratamiento privilegiado que merece, ni siempre se utiliza adecuadamente, protegida de lecturas fundamentalistas, parciales o explotadoras. 

Si se puede decir que a veces se puede pasar por alto el recurso a la Tradición, es decir, a los dos mil años de vida de la Iglesia, no es menos cierto que otras veces se da excesivamente importancia a "tradiciones" histórica y culturalmente condicionadas y de importancia secundaria, como ciertas formulaciones teológicas, catecismos, formas de piedad popular, expresiones magisteriales, etc. Incluso en estos casos, debería respetarse mejor el criterio esclarecedor de la jerarquía de las verdades. 

4.- El principio de la jerarquía de verdades también requiere aplicaciones particulares dentro de los principales temas o dimensiones del mensaje cristiano. Cada sector o tema de la fe admite distinciones, grandes "jerarquías" internas entre lo más importante y muchos más aspectos o verdades marginales de la fe. Una presentación inteligente del mensaje cristiano intenta tener esto en cuenta, para una presentación más eficaz y significativa de su contenido. Por poner algunos: 

• En la presentación del tema eclesiológico es importante, con miras a la renovación conciliar, dar primacía a los aspectos más carismáticos y sacramentales, frente a los aspectos más institucionales y jurídicos. 

• En la exposición del cuerpo de los sacramentos, en lugar de la tradicional enumeración de los siete, es bueno resaltar la primacía que corresponde al Bautismo y a la Eucaristía, a la que se refieren todos los demás sacramentos. 

• El tema mariológico parece hoy particularmente delicado, también por sus repercusiones ecuménicas. El criterio debiera ser seguir el camino del documento conciliar Lumen gentium, insertando el tema mariano en el contexto del misterio de la Iglesia y garantizando la debida jerarquía de las fuentes también dentro de la doctrina mariológica. 

• Incluso en el contexto de la moral cristiana, se plantea el problema de la correcta jerarquización, tanto para evitar aplanarla como un árido código de preceptos y normas, como para subrayar acertadamente la primacía del amor como núcleo vital de la "ley de Cristo" para la conducta cristiana. 

• Todo un proceso de revisión y retorno a lo esencial se ha llevado a cabo en la doctrina escatológica, donde durante mucho tiempo se han vehiculado muchas afirmaciones infundadas sobre el más allá. Seguramente es de desear un criterio de austeridad y énfasis en lo esencial, en referencia al misterio de Cristo y a la historia de la salvación, que contrasta notoriamente ciertos estilos imaginativos y pietistas. 

Si es cierto que la Palabra de Dios debe aparecer como una apertura a los propios problemas, una respuesta a las propias preguntas, una ampliación de los propios valores y al mismo tiempo la satisfacción de las propias aspiraciones más profundas del ser humano, en un palabra, como sentido de la propia existencia y sentido de la propia vida, no es menos cierto entonces que los problemas, expectativas y necesidades de las personas constituyen también un criterio determinante para establecer el grado de significación e importancia, en una circunstancia concreta, de las diferentes verdades y elementos constitutivos del mensaje cristiano. 

Desde esta perspectiva, la sensibilidad cristiana puede hacernos ver que, a pesar del respeto riguroso del núcleo esencial de la fe, no todas las verdades cristianas tienen la misma relevancia y significado, por ejemplo, para unos que para otros, en unas circunstancias o tiempos que en otros, etc. Y también las diferentes situaciones de los lugares y de los pueblos pueden y deben sugerir prioridades temáticas particulares. Al anunciar la misma verdad de la redención de Cristo, por ejemplo, será posible subrayar más unos aspectos o dimensiones que otros. Por poner un ejemplo, algunas cuestiones morales de primordial importancia en Europa probablemente no tengan, ni tienen porqué tener, la misma importancia en Asia en otros continentes. 

Todas estas son consideraciones que nos dan una idea del enorme potencial de la dimensión de la jerarquía de verdades en un horizonte eclesial que quiere ser cada vez más sinodal. Y si se mira el reto desde una perspectiva evangelizadora y misionera, frente a los formidables desafíos que enfrenta hoy el anuncio del Evangelio en las diferentes regiones del mundo, es fácil comprender las preciosas posibilidades que este principio puede ofrecer, si se evalúa correctamente y se repiensa ​​en las circunstancias particulares de cada pueblo y al servicio de la eficacia de la misión evangelizadora de la Iglesia en el presente siglo del que ya casi ha transcurrido el primer cuarto. 

Hacia una conclusión siempre abierta 

La jerarquía de las verdades en el horizonte de la sinodalidad invita a la Iglesia del siglo XXI a: 

1) Aceptar la alteridad y la diversidad de los demás. Estamos demasiado tentados, tanto en nombre de lo que creemos que son verdades reveladas como en nombre de un catolicismo universal (¿uniforme?) a obligar a otros a aceptar categorías y pre-juicios que hemos construido a través de nuestra actividad de conocimiento y pensamiento. Si es cierto que a través del diálogo auténtico es posible descubrir junto al otro rasgos comunes, incluso muy profundos y relevantes, el punto de partida de un verdadero encuentro sólo puede ser la aceptación incondicional tanto del misterio del otro como de una verdad polifónica o sinfónica. Y esto incluye también la aceptación cordial de la complejidad y de la diversidad, y de su riqueza: no todo es igualmente importante, necesario, esencial, fundamental, primordial,… La uniformidad es una categoría muy peligrosa, especialmente cuando nos encontramos con mundos culturales distanciados por diferentes historias, categorías,…, que a veces duran períodos de tiempo muy largos, siglos o incluso milenios. 

2) Dejar que los otros se definan. Parece trivial, pero no lo es en absoluto. El gran punto de inflexión provocado por el encuentro y el diálogo sinodales de hacer silencio para callar y dejar que la otra persona proponga su propia narrativa. Es la primacía de la escucha, posible sólo si guardamos silencio, si silenciamos las voces interiores, nuestras representaciones de la verdad que, en realidad, nos impiden acercarnos y encontrarla tal como es realmente, y que a menudo nos ponen en diálogo más con nuestra imagen de la verdad que con la verdad misma. 

3) Definirnos a nosotros mismos. En la misma lógica que el punto anterior, nos toca presentarnos, y aquí también estamos lejos de ser algo obvio. Un compromiso serio para exponer aquello en lo que creemos implica un viaje de profundización de nuestra tradición, a través del estudio, el conocimiento y la reflexión. A menudo es aquí donde llegan las sorpresas más esclarecedoras. Quizá también caigamos en la cuenta, son sorpresa, de nuestros tradicionalismos no tradicionales, es decir, de aquellas creencias y verdades, a menudo muy arraigadas, sobre nuestra tradición y nuestras tradiciones, que en realidad no resisten en absoluto un estudio exhaustivo de la historia porque son construcciones ideológicas mucho más recientes e infundadas de lo que imaginamos. 

4) Reconocer a priori la igualdad entre las partes en el encuentro y el diálogo. Esta es quizás la cuestión más difícil y sin duda es necesario aclararla, pero también es la más vital. El otro es lo que es por su historia y su cultura, que a priori no puedo juzgar inferiores o incorrectas, aunque aparente o concretamente entren en conflicto, en pocas o muchas cosas, con las mías. Al fin y al cabo, se trata de ser verdaderamente inteligentes, es decir, de saber leer la lógica de las historias de los demás y conocer la propia: las respuestas diferentes sólo significan diferencias reales cuando surgen de las mismas preguntas, pero en la inmensa mayoría de los casos son diferentes porque las preguntas que se hacían sobre los mismos problemas eran diferentes. Escuchando en profundidad la definición que el otro da de sí mismo (y definiéndonos a nosotros mismos con estudio y competencia) es posible descubrir itinerarios de pensamiento compuestos por diferentes preguntas y respuestas, para luego volver a nuestros itinerarios personales con posibles nuevas preguntas aprendidas de 'algo más' para abordar la realidad (y responder emprendiendo personalmente un itinerario de reflexión a modo de vuelta de Jerusalén a Emaús y de Emaús a Jerusalén): la digresión o desviación hacia mundos distintos al nuestro que se nos revela con mayor plenitud la verdad y nos devuelve a nuestra vida enriquecidos con nuevas perspectivas y posibilidades. 

5) No temer el desvelamiento de la verdad y la transformación que ponen en marcha el encuentro y el diálogo. Si se han dado todos los pasos anteriores, nos encontramos ahora en el umbral de un proceso de cambio real y profundo, ante el cual es posible y normal sentir miedo. Cambiar significa dejar morir una parte de nosotros mismos, de nuestras ideas, para dejar espacio a algo nuevo cuyos contornos no pueden establecerse a priori. Es como una especia de kénosis, es decir, de un vaciamiento por amor, que es el camino cristiano hacia la resurrección de todo. Todo nuestro conocimiento creyente puede y debe ser cuestionado por el pensamiento creyente, que por su naturaleza es dialógico, y es verdadero diálogo si acoge la alteridad radical del otro y de la otra orilla para construir nuevas síntesis de las cuales el yo, por sí solo, nunca podrá ser el dueño de la única lectura e interpretación... La identidad, de hecho, siempre se compone de un diálogo entre lo que fuimos entonces, ya somos ahora y las preguntas que nos plantea la realidad exterior, el otro, todo otro. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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