La Pascua vence a la nada: la lección secular de la resurrección
En la tradición cristiana, la Pascua celebra la resurrección de Jesucristo. La experiencia de la muerte en la cruz es redimida por la de la vida que vuelve a la vida después de su final, dando muerte definitiva a la muerte.
¿Qué lección secular podemos sacar de esta historia? La Pascua cristiana presupone, ante todo, la experiencia del abandono absoluto: la noche de Getsemaní y el tormento de la crucifixión preceden a la llegada de la resurrección. Ésta es una primera gran lección: la experiencia de la caída y de la derrota –de la que la muerte es la figura más definitiva y escabrosa– no se puede eludir, aunque no es la última palabra posible sobre la vida. Esta es la interpretación que Walter Benjamin hace del Ángel de la Historia: el movimiento inexorable del tiempo histórico que deja tras de sí escombros y destrucción no puede dejar de tener en cuenta la necesidad de dar una oportunidad de redención y de esperanza a los derrotados y a todos aquellos que han sido víctimas de la injusticia. Por eso la mirada del Angelus Novus permanece vuelta hacia atrás: el progreso irreversible de la historia no puede olvidar a los últimos, a los excluidos, a los condenados de la tierra.
Si tomamos literalmente el relato evangélico de la resurrección, encontramos en el centro del misterio pascual el descubrimiento del sepulcro vacío. Para Michel de Certeau es la figura más fundamental del cristianismo: la ausencia del cuerpo de Cristo describe una forma radical de presencia, una especie de imán que genera deseo, palabra, escritura, vida… El vacío del sepulcro nos obliga a buscar a Jesús entre los vivos y no entre los muertos. Ésta es otra lección fundamental de la Pascua cristiana: en cada muerte hay siempre un resto indestructible, eternamente vivo. Siempre algo de los que ya no están queda con nosotros. Un gran filósofo dejó una nota a sus seres queridos de despedida que decía: “llévame contigo”. Él no pedía ser extrañado ni llorado como un muerto entre los muertos, sino ser llevado como vivo por aquellos que aún están vivos. Ésta es una lección esencial que se combina con otra igualmente decisiva: ¿cómo podemos permanecer fieles al acontecimiento que cambió nuestras vidas? Para sus discípulos, Jesús fue precisamente este acontecimiento. Su muerte plantea la cuestión de su legado. A cada uno de nosotros nos pasa: ¿he sido fiel al encuentro que cambió mi vida? ¿El encuentro con un amor, con un maestro, con un ideal, con una vocación? ¿He vivido con coherencia ese encuentro, con la decisión necesaria, asumiendo plenamente el riesgo? ¿O he traicionado, le he dado la espalda, repudiado ese acontecimiento?
Nuestro tiempo ya no cree en el carácter inaudito del encuentro. Más que un episodio sobrenatural –la resurrección de un muerto–, la resurrección es un acontecimiento que rompe nuestra representación ordinaria de la vida y de la muerte. ¿Es posible que algo permanezca indestructible, algo que ni siquiera el poder de la muerte pueda destruir? ¿Es posible que un vacío –el del sepulcro en el relato cristiano– se convierta en el motor de un deseo, de una vida nueva?
En la imagen que Walter Benjamin presenta del ángel de la historia, los innumerables muertos que han caído en la injusticia y el olvido aún esperan redención. Sus restos siguen ardiendo como brasas que nunca se apagan. Sucede con todos nuestros innumerables muertos, aquellos que hemos amado y perdido. La resurrección de Jesús muestra el carácter indestructible de lo que queda.
Es un gran tema bíblico que une la Torá y los Evangelios: sólo en lo que queda –en la piedra desechada– debemos ver la posibilidad de un nuevo comienzo. Las apariciones de Jesús después de su muerte delante de sus discípulos, abatidos por la pérdida de su maestro, tienen el poder de reactivar su deseo y fortalecer su fe. Estas apariciones no deben leerse como sugerencias psicológicas o fenómenos sobrenaturales, porque son el regreso de alguien que ha dejado esta vida, pero continúa permaneciendo con nosotros. Podemos leerlas como un llamado a permanecer fieles a lo que fue para nosotros el acontecimiento del encuentro. Este es un llamado que debe ser respondido para no dejarle a la muerte la última palabra. Por eso Pablo de Tarso pudo afirmar que «si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación y vana es nuestra fe» (1 Cor 15,13-14). Es sólo la lealtad al acontecimiento lo que lo mantiene vivo. Cada encuentro digno de ese nombre es el nombre de algo que no deja nunca de resurgir, de salir a la luz, de arder, de estar siempre con nosotros.
La resurrección cristiana no es entonces la proyección de un deseo ilusorio de inmortalidad que remita a una felicidad después de la muerte, sino un acontecimiento que exige fidelidad. Nuestro tiempo, que ha decapitado la experiencia de la trascendencia y del misterio, no puede pensar en la resurrección sino como una historia consoladora con final feliz. Nuestro tiempo ya no deja espacio para el acontecimiento irrepetible del encuentro que puede hacer nueva la vida. El acontecimiento de la resurrección nos invita, en cambio, a pensar que todavía es posible decir, como recordaba Gabriel Marcel, a alguien a quien amamos profundamente: «¡No morirás!». Es la lección más profunda de la Pascua cristiana: contra la evidencia implacable de la nada, el Resucitado nos recuerda que algo puede permanecer, que no todo lo que ha sido está destinado a convertirse en nada.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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