¿Qué valor tiene la vida humana?
Cuando le preguntaron a Diógenes de Sínope, un antiguo filósofo griego de la escuela cínica, de dónde venía, respondió: «Soy ciudadano de todo el mundo». De hecho, según el historiador griego Diógenes Laercio, Diógenes de Sínope fue la primera persona conocida que utilizó el término cosmopolita. En la segunda mitad del siglo V a.C., menos de un siglo antes de que el filósofo se autodenominara ciudadano del mundo, los sofistas, en respuesta a la decadencia de la polis griega y la artificialidad del derecho, defendieron la primacía de la igualdad de la naturaleza biológica de la humanidad sobre las diferencias políticas, culturales y de valores que caracterizan a los seres humanos. Platón, en La República, llegó a afirmar que «el hombre pertenece por naturaleza al mismo tronco, a la misma familia, al mismo estado», superando la simple igualdad naturalista-biológica de los seres humanos defendida por el sofista Antifonte. Aunque la afirmación de Diógenes de Sínope pueda considerarse extrema -más aún entonces que en nuestros días- y las posiciones de los sofistas reductoras respecto a la importancia del contexto político y cultural en la formación de la persona, el igual valor de la vida de todo ser humano, como perteneciente a la misma especie, y el consiguiente reconocimiento del igual respeto a la vida de todo ser humano, siguen siendo ineludibles.
Unos dos milenios después de Diógenes de Sínope, en 1795, el que hoy se considera uno de los más influyentes defensores del pensamiento cosmopolita, Immanuel Kant, llegó a sostener que «las relaciones comunes, más o menos estrechas, de los pueblos entre sí han progresado tanto que la ofensa hecha al derecho en un lugar de la tierra se resiente por igual en todos». Además, Kant hizo hincapié en la interacción obligatoria entre los seres humanos como habitantes de un mismo planeta, un lugar finito y acotado que se ven obligados a compartir. Evidentemente, las relaciones entre los distintos habitantes del planeta se intensificaban y se iba imponiendo la idea de que la violación de un derecho perpetrada contra un determinado individuo en una determinada región del planeta podía resentirse por igual en toda la Tierra.
Teniendo en cuenta el nivel actual de interconexión global y la velocidad a la que se transmite la información, la afirmación de Kant es hoy más cierta que nunca, especialmente en lo que se refiere a las noticias de sucesos que perjudican lo que puede considerarse el derecho humano por excelencia, es decir, el derecho a la vida.
Ser ciudadano del mundo es, por tanto, la condición a la que tiende la evolución de la habitación humana en este planeta. Se comparta o no el espíritu cosmopolita, es imposible negar que nuestro planeta se está convirtiendo cada vez más, utilizando la expresión de Marshall, en una «aldea global». Una aldea inmensa en cuanto a la cantidad de personas que la habitan, pero al mismo tiempo diminuta en cuanto a la velocidad con que sus habitantes se enteran de las informaciones más importantes que afectan a toda la aldea. Sin embargo, la interferencia de diversos factores que interactúan filtra esta información e influye en nuestra percepción de la gravedad de las noticias de las que nos enteramos. Incluso cuando esta información se refiere al peor de los acontecimientos, es decir, la muerte de numerosos seres humanos, nuestra interpretación de la noticia, y la medida de su relevancia, siempre se verán influidas por elementos de distinta naturaleza.
En efecto, aunque reconocemos, en teoría, que la vida de todo ser humano tiene un valor igual e inestimable, es natural que percibamos la muerte de un familiar como mucho más grave que la de un ser humano, incluso niño o joven, al que no conocemos. Sin embargo, podríamos estar de acuerdo en que la muerte de un niño desconocido para nosotros es un asunto más grave que la muerte de una persona mayor.
Dejando de lado por un momento la tristeza general y obvia que despierta en el ser humano un acontecimiento negativo como la muerte, podemos ver que, como en los casos que acabo de mencionar, la conexión y/o la edad son factores discriminantes que influyen en nuestra percepción del valor de la vida de una persona concreta. Obviamente, el primero pertenece a una esfera más emocional, personal y, por tanto, contingente, mientras que el segundo puede concebirse como un factor universal y más racional a la hora de determinar el valor de la vida. En efecto, ¿qué responderíamos si tuviéramos que elegir a quién salvar entre un joven desconocido o un familiar anciano? Independientemente de la elección que cada uno de nosotros hiciera en realidad, podemos ver que sería nuestra emocionalidad la que nos llevaría a elegir la segunda opción, mientras que una evaluación más racional de esta disyuntiva nos empujaría hacia la primera.
Los factores, ya sean más emocionales o más racionales, que influyen en nuestra percepción y medición del valor de la vida son muchos y actúan de forma diferente en cada uno de nosotros. Por ello, más que aventurarnos en una investigación teórica, podría resultar más interesante y oportuno analizar los distintos factores que nos han llevado a valorar más la vida de unas personas que la de otras.
El impacto que la guerra entre el gobierno de Israel y el grupo terrorista de Hamas puede ayudarnos a comprender la desconexión entre la realidad de los hechos y nuestra percepción del valor de la vida humana basada en diversos factores políticos, culturales, sociales, económicos y mediáticos. La realidad de los hechos es que se ha violado y se está violando indiscriminadamente el derecho a la vida de miles de seres humanos. Sin embargo, ha habido y hay discriminación en la atención que los principales medios de comunicación del mundo occidental prestan a la masacre, ¿genocidio?, con la consiguiente influencia en nuestra percepción de la gravedad de los hechos. No es menos verdad que algunos acontecimientos han tenido una resonancia mediática y política muy fuerte y han quedados grabados en la memoria colectiva occidental mientras que, en medio del encubrimiento, negacionismo, silencio…, otros acontecimientos permanecen como atentados ocultos en los medios de comunicación.
Aunque las herramientas actuales nos permitirían tener pleno conocimiento de estos hechos y de su alcance, y nos darían la oportunidad de conmemorar por igual la muerte de seres humanos inocentes, los filtros mediáticos y culturales condicionan nuestra visión de estos acontecimientos. De hecho, estos filtros nos conducen a una «sensibilidad intermitente» sesgada y engañosa, que también influye en nuestra valoración de los autores de estos atentados contra la vida humana, todos los cuales deberían ser condenados por igual, al menos desde un punto de vista ético.
Nuestro conocimiento y percepción de estas tragedias demuestra también que la proximidad cultural influye más que la proximidad espacial entre nosotros y el lugar donde ocurrieron estos hechos. Aunque la relevancia de la proximidad cultural es un factor obvio, menos obvio es hasta qué punto este factor nos lleva a una discriminación injusta, y quizás inconsciente, en nuestra percepción del valor de la vida humana. En la percepción colectiva de la sociedad occidental, la violación del derecho a la vida parece ser más grave si se produce en un lugar del planeta y no en otro, lo que da lugar a justificaciones discriminatorias de las acciones de los responsables de estos horrendos atentados contra la vida humana.
La seguridad habitual que caracteriza a la sociedad occidental valora más la vida de sus miembros que la de las personas que viven en países donde la muerte está a la orden del día. Quizá por eso hasta tenemos en la memoria los atentados de Bruselas del 22 de marzo de 2016, en los que murieron 35 personas, pero probablemente pocos recuerdan el atentado de Bagdad del 3 de julio de 2016, en el que murieron unas 324 personas. La realidad es que se trató de dos horribles atentados cometidos por la misma organización terrorista, el Estado Islámico, pero la percepción que tenemos es que el primer atentado fue más grave que el segundo porque tuvo lugar en una parte del planeta donde la gente no está «acostumbrada a morir» de esta manera, como sí lo está en países donde la vida es mucho menos segura.
Aunque uno no se sienta ciudadano del mundo, no es posible negar esta profunda discriminación a la hora de evaluar la importancia de la vida humana. La cuestión central es esta percepción alterada del valor de la vida humana, de la que a menudo no somos conscientes, y que me he permitido recordar y señalar con la esperanza de incitar a cuestionarnos los factores que subyacen a esta discriminación. La toma de conciencia de las lentes mediáticas y culturales a través de las cuales leemos determinadas informaciones conduce a una evaluación más objetiva y racional de las mismas, lo que puede permitirnos reconocer el igual valor de la vida de cada individuo y, en consecuencia, la inviolabilidad de este derecho para todo ser humano.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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