Se perdona porque se ama
¿Cuántas veces nos hemos encontrado diciendo esta frase: “doy gracias a Dios que no soy así” o “por suerte no soy como él”? Esta frase puede resumir muy bien la oración del fariseo que resuena en cada uno de nosotros.
Tratemos de hacer resonar los pensamientos que muchas veces acompañan nuestra vida de manera poco diplomática: “qué hago mal, yo no mato, pago impuestos, tengo un trabajo honesto, mantengo a mi familia y tengo educación. Mis hijos bueno, tengo una casa…” una lista que podríamos extender interminablemente. En definitiva, cada vez que estos múltiples pensamientos rugen en la mente y se instalan en el corazón humano, se reducen a una única sentencia implacable que se redime denigrando a los demás y emitiendo un juicio sin posibilidad de apelación: no somos como esa gente.
Pues bien, mirémonos al espejo con la franqueza que el momento requiere y, al recordar, veremos dentro de nosotros el rostro del fariseo transfigurado. Precisamente ese rostro, tan desagradable para nosotros, que emerge del templo de nuestra vida, lleno de su soberbia certeza que sacrifica al “otro” al servicio de su pureza y perfección. Lo veremos caminar por las calles de nuestra sociedad y tomar vida en las muchas instituciones que gobiernan el mundo y a veces incluso la propia Iglesia. También los cristianos, llamados por la gracia a ser templo santo de Dios y llamados a vivir en comunión fraterna en el mundo, nos hacemos eco de estas dos figuras, que viven simultáneamente en el alma humana.
“Nuestro” fariseo está allí, frente a Dios como un igual, porque se siente en igualdad de condiciones con Él, nadie puede tocarlo ni arañarlo, ni siquiera Dios, porque es un hombre de una sola pieza. A estas alturas ya ha aprendido y comprendido, por lo que puede sentirse digno de estar en la presencia de Dios, o incluso de "desairarlo"... Rodeado por el bastión de sus certezas, el fariseo se ha encerrado en la perfección de la ejecución de las leyes, tan firme en sus principios y en sus creencias que ni siquiera siente la necesidad de dialogar con Dios, de enfrentarse a quien es la Ley. Habla consigo mismo, se queda en sus pensamientos sin darse cuenta del completo alejamiento de su Señor, para quien cree y dice vivir.
Así, la ley de Moisés ya no es una herramienta para llegar a Dios. El medio y el fin se superponen, dando lugar a un único e inevitable resultado: la conversión al legalismo.
El legalismo se convierte en el protagonista principal, invadiendo todos los pensamientos y acciones del hombre hasta el punto de dejar a Dios como un telón de fondo silencioso de un ego desmesurado. Todavía creemos que estamos siguiendo a Dios, pero no nos damos cuenta de que estamos siguiendo a nuestro propio ego o sacrificándolo en el altar de la ley, transformándolos a ambos en ídolos perfectos para ser adorados y celebrados de manera adecuada.
Así, su Dios se transforma en un juez despiadado que sabe poner una separación perfecta y santa entre lo que él define como impuro e indigno: partes de un mundo que hay que evitar, de las que hay que mantenerse alejados. Si miramos fuera de nosotros mismos, el legalismo separa y selecciona hasta el punto de considerar la vida del otro indigna, una “vida indigna de ser vivida”, o una vida ya agotada e incapaz de seguir el camino de la salvación. Cuando la ley toma el lugar de Dios, se convierte en un juez sin piedad que selecciona, juzga y condena sin posibilidad, clavado y desbloqueado en el espacio de lo “no justo” y del “pecado”.
¿Pero hay en el mundo un hombre tan perfecto y justo ante la ley…? Detengámonos y pensemos un momento. ¿Se entiende así la perfección de este mundo? ¿O la multiplicidad que caracteriza al hombre y a la naturaleza se basa en ese límite de imperfección que tantas veces tratamos de ocultar o manipular? Tal vez si miramos hacia el fondo de “nuestro templo”, seguramente encontremos al publicano en un rincón, como encontramos a muchos publicanos en las encrucijadas de nuestras calles y de nuestra sociedad. Esas vidas indignas… (¿indignas?) que existen y viven en la oscuridad del prejuicio y el olvido.
Un recaudador de impuestos, un pecador público, comúnmente despreciado por su colaboración activa con el Imperio Romano y por su corrupción. Su vida está postrada por el pecado y no vive en una ilusión perfeccionista. Ese lugar no es para él, no puede habitar en la casa de Dios, sabe que no es digno de ella. Así, silencioso, retraído y temeroso, pide e invoca la salvación de Dios, pide su misericordia, pide ser acogido en su condición. Esa oración, “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador”, abre el espacio para Dios, abre ese espacio de gracia en el que Dios se pone nuevamente como protagonista.
A veces es precisamente en lo que consideramos el desperdicio de nuestra vida, el desperdicio de la sociedad, el desperdicio de la Iglesia,…, lo que hay que eliminar porque no está bien, porque no funciona bien, porque no se corresponde con esos parámetros y leyes que nos hemos impuesto sobre nosotros mismos, tanto personalmente como por parte de la Iglesia, de la sociedad, de…, a veces ese desperdicio… es causa y motivo de salvación.
No siendo justo, el pecador busca lo que lo hace tal y por eso pide al Justo por excelencia, Aquel que «ha hecho todo bien» (Mc 7, 37b), la ternura de su perdón y la gracia de su misericordia.
Sí, decimos, con razón, que Zaqueo se convirtió a Jesús. Pero no es menos cierto, y quizá la causa de aquella conversión, es que en primer lugar fue Jesús el que se convirtió a Zaqueo. Una enseñanza evangélica a la Iglesia para que se convierta a los débiles y pequeños.
Porque la primera conversión es la de Jesús hacia Zaqueo: es Jesús quien se interesa por él, quien quiere ir a visitarlo. Zaqueo, al principio, simplemente siente mucha curiosidad. Es después del movimiento de Jesús que Zaqueo se mueve verdaderamente, pasando del asombro al alivio.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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