viernes, 14 de febrero de 2025

60 años después del Concilio Vaticano II. Iglesia, la memoria del pasado y el desafío del futuro.

60 años después del Concilio Vaticano II. Iglesia, la memoria del pasado y el desafío del futuro 

Quiero aprovechar este espacio para reflexionar con vosotros sobre el Concilio Vaticano II, aproximadamente sesenta años después de su finalización, y sobre los desafíos que representa para el futuro de la Iglesia. Un Concilio que muchos católicos, quizá demasiados (jerarquía incluida), han dejado de lado demasiado rápidamente, para no volver a entrar en el juego. Y vivir durante no pocos años postconciliares como una “triste elaboración de luto”. 

Y, sin embargo, el Concilio Vaticano II fue un acontecimiento único, extraordinario. Una de las mayores revoluciones en la historia de la Iglesia. Fue una “primavera del Espíritu”, un soplo de esperanza para una institución que había permanecido inmóvil durante siglos, cerrada como en una fortaleza. Un acontecimiento, el del Concilio, que no sólo cambió el rostro de la Iglesia, sino que dio esperanza al mundo. Y eso no fue ajeno al progreso de la humanidad. Fue el primer ejemplo de verdadera "globalización". Por primera vez en la historia de la Iglesia, todos los obispos de todos los rincones del mundo se reunieron en Roma. Eran más de dos mil. Esta experiencia permitió a los obispos conocerse y compartir sus respectivos problemas, pero también la riqueza de sus respectivas tradiciones y culturas. Un testimonio de la catolicidad de la Iglesia. Pero también un testimonio de fraternidad. En el Concilio estuvieron presentes también representantes de las Iglesias ortodoxa y protestante, ya no llamados “cismáticos” y “herejes”, sino “hermanos”. Y lo mismo ocurrió con los judíos, después de años de acusaciones y antisemitismo. 

El Concilio, también hoy, no deja ni puede dejar indiferente a nadie. Tanto entre los que intentan relanzarlo; tanto entre aquellos que, en cambio, la impugnaron y siguen sin implementarla, mirando con nostalgia al pasado. Es significativo que quienes hoy cuestionan la enseñanza del Papa Francisco son los mismos que cuestionaron y no implementaron el Vaticano II. 

El Papa Francisco, entre los últimos pontífices, es el que no participó en el Concilio, ni como obispo ni como consultor, pero es el que lo está relanzando con mayor fuerza y ​​con su espíritu más genuino e innovador. Como lo podemos entender de dos expresiones a las que se refiere continuamente: “la Iglesia en salida” y “el Pueblo de Dios”. La “revolución” y renovación de la Iglesia del Papa Francisco tienen sus raíces en el Concilio Vaticano II. 

El mismo estilo de pobreza y sobriedad, que aplica a sí mismo, y que quisiera extender a toda la Iglesia, nos recuerda el famoso Pacto de las Catacumbas, firmado por unos cuarenta Padres conciliares, pocos días antes de la clausura del Concilio. En ese Pacto, firmado después de una celebración en las catacumbas de Domitila en Roma, se comprometieron a vivir en la pobreza, a renunciar a todos los símbolos de poder y privilegio y a poner a los pobres en el centro de su ministerio pastoral. Pidieron al Papa Pablo VI que hiciera suyo el Pacto y lo extendiera a todos los pastores, pero no se llegó a nada. El Papa Pablo VI tuvo que hacer un difícil ejercicio de equilibrio: los tradicionalistas lo consideraban excesivamente progresista. A los progresistas les hubiera gustado que fuera menos tradicionalista. Esta tensión perduró en los años posteriores al Concilio. 

El Concilio ha trazado un rumbo muy preciso, pese a la nostalgia recurrente y a los intentos de revertir su trayectoria. La “barca de Pedro” está en mar abierto, sacudida por las olas, que hoy son el secularismo, la indiferencia religiosa y el relativismo ético, pero la dirección está marcada. No hay vuelta atrás. A pesar del resurgimiento de una mentalidad clerical, difícil de digerir, que no favorece la plena asimilación de las enseñanzas del Concilio. Como por ejemplo, sobre los laicos y el secularismo. 

Si acaso, hoy en día, para la barca de Pedro hace falta una nueva generación de barqueros, que tengan más coraje. Y que sean más profetas que diplomáticos. El peligro del clericalismo es uno de los temas sobre los que tanto insiste el Papa Francisco, quien lo considera “un mal de la Iglesia”. Hay muchas citas sobre este tema. Reportaré sólo una, la realizada en Santiago de Chile (enero de 2018), hablando a los obispos. “El clericalismo es una caricatura de la vocación recibida. La falta de conciencia de que la misión pertenece a toda la Iglesia y no al sacerdote o al obispo, limita el horizonte. Y, lo que es peor, limita todas las iniciativas que el Espíritu puede suscitar entre nosotros. Seamos claros: los laicos no son nuestros sirvientes ni nuestros empleados. No deben repetir como loros lo que decimos”. 

Una de las consecuencias de una mala formación que más me preocupa es el clericalismo. No hay duda de que es una de las más graves perversiones. Es una perversión porque pervierte la naturaleza de la Iglesia, el Pueblo de Dios. El Papa Francisco ha señalado que el clericalismo es la “raíz” de muchos problemas. Detrás de los casos de abusos, así como de otras inmadureces y neurosis, hay clericalismo. 

Una Iglesia que se abre al mundo 

Hay al menos dos temas fundamentales del Concilio que fueron una “revolución copernicana” en la Iglesia. Me refiero a la apertura de la Iglesia al mundo y a la concepción de la Iglesia como Pueblo santo de Dios. 

La Iglesia vive en la historia, que es única. No existe historia secular ni historia religiosa. El Concilio marcó la apertura de la Iglesia al mundo y a sus realidades, en diálogo con todos los hombres de buena voluntad. Una perspectiva nueva y revolucionaria. Ya no es la humanidad la que está al servicio de la Iglesia, sino la Iglesia la que se pone al servicio de la humanidad. La Iglesia no sólo tiene mucho que dar al mundo, sino también mucho que recibir de él. Muchos elementos de verdad se encuentran también fuera de ella, entre las religiones no cristianas e incluso entre los no creyentes. 

Pero, sobre todo, es una Iglesia que camina en la historia, junto a la humanidad, especialmente a la más sufriente, como leemos en las primeras palabras de la Gaudium et Spes: «Los gozos y las esperanzas, los dolores y las angustias de los hombres de este tiempo, especialmente de los pobres y de todos los que sufren, son también los gozos y las esperanzas, los dolores y las angustias de los discípulos de Cristo, y no hay nada auténticamente humano que no encuentre eco en sus corazones». 

Una Iglesia Pueblo santo de Dios 

De manera similar, la otra revolución copernicana fue el concepto de la Iglesia como “Pueblo de Dios”. Ya no una Iglesia como “sociedad perfecta”, que se identificaba sólo con la jerarquía, sino una nueva concepción de la Iglesia como “misterio” y “sacramento”. La Iglesia como “pueblo de Dios” pone a la comunidad en el centro. Tiene forma circular y ya no piramidal como antes, que tenía en lo alto la jerarquía que desde arriba hacía descender a los fieles todo lo que tenían que hacer, decir y pensar. 

La Iglesia, Pueblo de Dios, redescubre, sobre todo, el papel de los laicos en la Iglesia y en la sociedad. Los laicos dejan de ser meros ejecutores de la voluntad de la jerarquía. El Concilio reconoce su vocación y dignidad, en virtud de su bautismo común, la llamada a la misión y a la santidad. Todos son iguales en la Iglesia, Pueblo de Dios, como bautizados y participantes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, aun con roles y deberes diferentes. 

Además –y este es el otro gran cambio– ya no es el pueblo al servicio de la jerarquía, sino que es la jerarquía la que se pone al servicio del Pueblo de Dios. En el centro y no encima, o, para decirlo con palabras del Papa Francisco, “el pastor debe tener olor a oveja”. No está ni encima ni debajo del rebaño, sino en medio, como la que sirve. 

El papel de los laicos en la Iglesia 

Todavía queda mucho camino por recorrer en el papel de los laicos en la Iglesia, respecto a las indicaciones conciliares. No se ha producido ese “salto cualitativo” en la plena corresponsabilidad dentro de la Iglesia, tan esperado por el Concilio. En muchos aspectos, tal vez hemos retrocedido. Todavía no hay plena confianza entre clérigos y laicos. Aunque ha habido pasos adelante, sobre todo a nivel de movimientos y asociaciones, todavía persiste un clima de desconfianza hacia los laicos. En particular hacia las mujeres, consideradas más como «portadoras de agua» que por su «genio femenino», expresión utilizada por el Papa Juan Pablo II en su Carta a las mujeres. 

Los laicos no tienen voz ni voto en las decisiones importantes que afectan a la comunidad eclesial. En mi opinión, todavía prevalecen los conceptos de “colaboradores”, “seguidores”, “suplentes”, “delegados”... Si no incluso los “menores en la fe” o los “cristianos de segunda clase”, con quienes existe una relación paternalista. 

La Iglesia, incluso hoy, es una Iglesia “clerocéntrica”. Todos los sujetos están subordinados al ministerio ordenado. El mundo laico y de la laicidad no es respetado en su libertad y autonomía. Desafortunadamente o afortunadamente, la actual escasez de clérigos está acelerando la reflexión sobre el papel de los laicos en la Iglesia. Es una "emergencia funcional". Estamos haciendo ahora, por necesidad, lo que debíamos haber hecho, durante años, por elección y por convicción. Pero el esfuerzo en la implementación aún es grande. Y no siempre se comprende la necesidad y urgencia de esto. Estamos lejos del concepto sobre los laicos considerados como “vanguardia” de una “Iglesia en salida”. 

Yo creo que se puede decir que hoy en la Iglesia no se ha activado ese pulmón laical, “gran reserva de energía espiritual” con la que la Iglesia está dotada, junto a la “magisterial”. No hay duda de que hoy en día los laicos son más escuchados que en el pasado, especialmente en las Iglesias locales, y sim embargo la atención aún es débil. Por ejemplo: en la creación o institución del Consejo de Laicos recomendado por el Concilio (Apostolicam actuositatem 26). Las asambleas, conferencias, organismos,…, eclesiales son ante todo lugares de escucha, es decir, más de relación que de debate. Las asambleas, consejos, organismos… ven reunidos fundamentalmente a ministros ordenados con una presencia siempre más limitada de laicos… En las diversas Iglesias locales, los laicos son a menudo ignorados. En general, se prefiere a los laicos obsequiosos y obedientes a los reflexivos y críticos. Quizás sea por todas estas situaciones que el Papa Francisco, en la carta enviada al cardenal Ouellet en marzo de 2016, escribió, con un dejo de ironía: “Desde hace tiempo se dice que en la Iglesia es la hora de los laicos, pero parece que el reloj se ha detenido”. 

¿Un Tercer Concilio Vaticano? 

Si para Francisco el reloj del tiempo de los laicos se ha detenido, en su tiempo el cardenal Martini declaró que "la Iglesia católica tiene un retraso de doscientos años". Aquella entrevista que Martini, tres semanas antes de morir es una especie de “legado espiritual”; casi un testamento que causó mucho debate, despertando cierta controversia dentro de la Iglesia. ¿Estaba realmente la Iglesia tan atrasada, como decía Martini? 

Algunos han querido ver en esas palabras una petición de un nuevo Concilio, un Vaticano III. En mi opinión, esa expresión contenía amargura por una obra que quedó inconclusa. El Vaticano II, después de la ola de entusiasmo de los primeros años después del Concilio, avanzó muy lentamente, en medio de mil obstáculos, nostalgias del pasado e incluso traiciones al espíritu conciliar. Muchas preguntas quedaron abiertas, sin respuesta. Además, la Iglesia ha perdido el optimismo, la frescura y el impulso que la caracterizaron durante los años del Concilio. Ha perdido el ritmo de la historia. Además de mucha credibilidad. Y no sólo por los escándalos de pederastia en la Iglesia. De las palabras del cardenal Martini surgió una Iglesia cansada y envejecida. Agobiados por un aparato burocrático e hipertrófico, por ritos e incluso por vestimentas pomposas. Una Iglesia que lucha por reavivar esa brasa de amor que ardía bajo un manto de cenizas. Y es incapaz de renovarse y ser guía para las nuevas generaciones, con hombres “libres y responsables”, y más al servicio de los demás”. 

Para superar este “cansancio” de la Iglesia, Martini había indicado tres caminos a recorrer, tras el Vaticano II: el de la Palabra de Dios, el de la conversión y el de los sacramentos. Asimismo, había señalado algunas cuestiones que urgía aclarar. Entre ellas: la posición de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, la participación de los laicos en algunas responsabilidades ministeriales, la sexualidad, la disciplina del matrimonio, la práctica penitencial, las relaciones con las Iglesias hermanas de la Ortodoxia. Y, más en general, la necesidad de reavivar la esperanza ecuménica, la relación entre democracia y valores, entre leyes civiles y leyes morales. 

Martini pidió también un espíritu de mayor colegialidad y sinodalidad dentro de la Iglesia, como había solicitado el Concilio. Y pensaba en un instrumento colegial, universal y autorizado, que se reuniría durante un tiempo oportuno, para afrontar libremente cuestiones candentes en el pleno ejercicio de la colegialidad episcopal. Con vistas al bien común de la Iglesia y de toda la humanidad. 

La sinodalidad: una dimensión constitutiva de la Iglesia 

Lo he mencionado, pero el Papa Francisco ha dedicado mucho tiempo al tema de la sinodalidad. La sinodalidad no es una simple manera de ser Iglesia, sino una dimensión constitutiva de la Iglesia. 

Como lo afirmó claramente Francisco en su discurso con ocasión del 50º aniversario del Sínodo de los Obispos (17 de octubre de 2015). La Iglesia es “constitutivamente sinodal”. Tanto el carácter misionero como el sinodal pertenecen a la naturaleza de la Iglesia. Y las dos dimensiones están relacionadas entre sí. La dimensión sinodal es vinculante para la misión de la Iglesia, porque ésta no puede realizarse sino en términos de “caminar juntos”, con todo lo que esta expresión implica. «Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha», afirma el Papa Francisco, «con la conciencia de que escuchar es más que oír. Es una escucha mutua en la que todos tienen algo que aprender. Pueblo fiel, Colegio Episcopal, Obispo de Roma: unos a la escucha de los otros; y todos escuchan al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17), para saber lo que dice a las Iglesias (Ap 2,7). 

Por tanto, no hay Iglesia sinodal sin la implicación de toda la Iglesia y de los sujetos que actúan en ella. Esto es lo que el Papa Francisco ha tratado de aplicar, con una amplia consulta a todo el Pueblo de Dios, en los Sínodos celebrados hasta ahora. Y esto es, sobre todo, lo que dejó claro en la Constitución Apostólica Episcopalis communio, donde afirma claramente que escuchar al Pueblo santo de Dios no es opcional. De lo contrario, faltaría el primer momento del proceso sinodal, que es la escucha de lo que el Espíritu dice a la Iglesia en el momento de la profecía. 

Los desafíos del mundo moderno 

Los desafíos que la Iglesia está llamada a afrontar no son pocos ni sencillos. Requieren pensamiento, reflexión y discernimiento. Pero también audacia y creatividad para repensar objetivos, estructuras, estilos de vida y métodos de evangelización. 

Se pueden considerar los múltiples aspectos de la crisis actual como «signos de los tiempos» que estamos llamados a captar e interpretar. El Papa Francisco nos invita a no dejarnos llevar por el “pesimismo estéril”. “Los males de este mundo –y los de la Iglesia– no deben ser excusas para reducir nuestro compromiso y nuestro fervor. Considérelo como un desafío para crecer” (Evangeli gaudium 84). Hoy estamos llamados a anunciar y testimoniar el Evangelio en una sociedad en rápida evolución. Mientras tanto, ya no estamos en la era del cristianismo y la sociedad ya no es cristiana. 

Un “signo de los tiempos” que, actualmente, los católicos y los creyentes somos una minoría en España y en Occidente. Es una realidad que debemos reconocer y aceptar. No pocos clérigos lo rechazan, y cuando lo dices te lo impiden decir. Viven como si todavía estuviéramos en aquellos países, donde el domingo por la mañana sonaban las campanas y la gente acudía en masa a misa. Hoy en día prevalece la indiferencia y la irrelevancia del fenómeno religioso. No se trata de un rechazo de lo sagrado ni de lo trascendente, no se trata de un rechazo agresivo: hoy en día quedan muy pocos ateos confesos. Es más bien una forma de apatía religiosa. Que Dios exista o no… es lo mismo. 

De cara a describir la indiferencia religiosa se puede hablar de “apatía” y de “ateísmo”. Una de sus consecuencias seguramente es el relativismo moral tan a menudo referido por el Papa Benedicto XVI. Cada uno crea su propia moral. Para su propio uso y consumo. El concepto de verdad es como una telaraña: cada araña la teje a partir de sí misma. Y la araña cercana hace otra. Cada uno tiene su propio marco de referencia. La sociedad en la que vivimos hoy es una sociedad postcristiana, una “modernidad líquida” (Baumann), sin objetivo ni puntos de referencia. Para decirlo metafóricamente, tomado del Diario de Kierkegaard, “el barco está en manos del cocinero. Y lo que transmite el megáfono del comandante ya no es la ruta, sino lo que comeremos mañana”. 

La fe en España y las nuevas generaciones 

Igualmente crudo, pero al mismo tiempo fundado y realista, son los análisis que se hacen del cristianismo y de la fe en España. 

La Primera Comunión marca el abandono de la Iglesia por parte de muchos niños/adolescentes. No digamos que sea el sacramento que confirma una cierta, inicial, madurez cristiana, sino que se ha transformado en el sacramento que certifica el abandono de la Iglesia. La Primera Comunión es el “sacramento del abandono”. 

Los niños/adolescentes abandonan la Iglesia, pero sin dar un portazo ni alzar la voz. Pero también sin un mínimo sentimiento de culpa. La fe cristiana, a estas alturas, es algo que es bueno para los niños y mientras sigan siendo niños antes de la Primera Comunión. Como mucho, puede decir algo a las personas mayores que se enfrentan al problema del final de la vida. Pero ya no es algo para jóvenes, ni siquiera para adultos. Muchos han renunciado a este fenómeno, renunciándose a sí mismos. Como si no hubiera nada que hacer. Y se echa la culpa a los tiempos en que vivimos, al individualismo y egoísmo de la sociedad, a la llegada del mundo digital, que ha revolucionado las formas de vivir y de pensar. Nuestro tiempo, parece, está cada vez menos disponible para la Palabra del Señor y para su Evangelio. La sensibilidad cultural actual ya no encuentra en la fe cristiana una fuente de inspiración. De hecho, cada vez con mayor frecuencia se sitúa en directo contraste con él. 

Pequeñas actualizaciones o ajustes no son suficientes para reaccionar. Porque al final dejan las cosas como estaban antes. Lo que estamos viviendo no es sólo una época de cambios, sino un verdadero cambio de época. Por tanto, ya no basta una “pastoral del cambio”, sino que se requiere un profundo “cambio de pastoral”, en clave misionera y sinodal, como pide el Papa Francisco. 

Se siguen generando nuevas culturas en estas enormes geografías humanas –nos recuerda Francisco en Evangelii gaudium 73–, donde el cristianismo ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones para la vida, a menudo en contraste con el Evangelio de Jesús”. 

Entre los desafíos que debe afrontar la evangelización están aquellos vinculados a una economía de exclusión (“una economía que mata”, como dice el Papa Francisco); los vinculados a la idolatría del dinero y a la injusta distribución de los bienes terrenales, que genera violencia; aquellos vinculados a nuevas formas de espiritualidad; o al fenómeno masivo de las migraciones debido a las guerras, el hambre, la persecución y el cambio climático: un fenómeno estructural, no una simple emergencia. 

Frente a todo esto, la cultura actual ha aprendido a prescindir del Evangelio. Los jóvenes, sobre todo, tienen dificultades para encontrar en las estructuras eclesiales respuestas a sus preocupaciones, necesidades, problemas y heridas. Todo el aparato moral de la Iglesia es difícil de entender y no es ampliamente compartido. Los jóvenes nacidos después del año 2000, los llamados millennials, son la primera generación incrédula. El Evangelio ya no es el punto de referencia para las decisiones importantes de su vida. 

Pero no son sólo los millennials los que han abandonado la Iglesia. A propósito de la difícil relación entre la mujer y la Iglesia, se puede hablar de la fuga de las mujeres. La presencia de la mujer ha sido siempre un punto fuerte en la Iglesia para la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, tanto como madres como catequistas, con una presencia más asidua y masiva en los diversos ministerios eclesiales. Hoy en día, los que tienen entre veinte y cuarenta años van cada vez menos a Misa, eligen menos el matrimonio religioso y muy pocos eligen la vida religiosa, como lo demuestra la gravísima crisis de vocaciones, sobre todo en los institutos y congregaciones femeninas. Tesis y datos confirmados, hasta el momento, por varias investigaciones. 

Incluso los jóvenes que asisten a las Jornadas Mundiales de la Juventud se dicen creyentes, pero lo practican sólo ocasionalmente. Crecieron en un ambiente postcristiano, donde nacer y convertirse en cristiano ya no es automático como lo era en el pasado. Admiran al Papa Francisco, están entusiasmados con él, se sienten cercanos a él. Se aprecia su lenguaje claro e inmediato, así como su dedicación a los pobres y a los últimos de las periferias existenciales, o su compromiso por la paz, el encuentro con otras religiones y también con los no creyentes. Pero al mismo tiempo saben poco acerca de Jesús y no van a Misa. Tienen dificultades para comprender el lenguaje de la Iglesia. El abuso sexual y la pedofilia por parte del clero los han alejado aún más. 

Todavía tienen necesidad de espiritualidad, pero quieren una relación directa con Dios, sin la mediación de la Iglesia. La suya es una espiritualidad personalizada, que sin embargo ya no se refiere a Jesús y al Evangelio. Viven en el umbral de la religión. Y buscan respuestas en las religiones y espiritualidades orientales. Una sed de espiritualidad que la Iglesia no puede interceptar. No se sienten escuchados en la Iglesia. No son protagonistas, sino simplemente objetos de la atención y del cuidado pastoral de la Iglesia. Lo dijeron en el Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes. 

¿Por dónde empezar de nuevo? En la era digital y de las diferentes sensibilidades culturales, la verdadera revolución es un retorno práctico y concreto a la centralidad del Evangelio y a un testimonio cristiano coherente y creíble, para una Iglesia en salida, misionera y sinodal. 

Hoy en día no basta con ser los cristianos del campanario, los que defienden el pasado, las tradiciones y la identidad cristiana. Hoy estamos llamados a ser “cristianos del Evangelio”, que nos caracterizamos por una vida modelada según la de Jesús, que nos invita a ser misericordiosos, acogedores, solidarios, con particular atención a los últimos y a todas las periferias existenciales de la humanidad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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