sábado, 15 de febrero de 2025

El cambio como costumbre.

El cambio como costumbre 

«Se puede decir que hoy no vivimos una época de cambio sino más bien un cambio de época. Las situaciones que vivimos hoy en día pueden presentar nuevos desafíos que a veces nos resulta difícil aceptar. Nuestro tiempo nos exige vivir los problemas como desafíos y no como obstáculos: el Señor está activo y actúa en el mundo» (Papa Francisco en Florencia, 10 de noviembre de 2015). 

La declaración del Papa Francisco no es un juego de palabras, sino que expresa cuán incisivas y profundas son las transformaciones que estamos viviendo en la sociedad y en la Iglesia. 

Estamos inmersos en una larga época de cambios, algunos de ellos muy grandes y radicales, iniciada a mediados del siglo pasado y relanzada con el Concilio Vaticano II y su recepción. 

Sin embargo, a diferencia de los años 1960, ya no provoca expectativas utópicas, sino más bien inseguridad y ansiedad sobre el futuro. Hay falta de perspectivas para el futuro. En una situación de crisis y de cambio como ésta, lo que se necesita sobre todo es una visión. 

Atónitos por los muchos cambios realizados, sorprendidos por el esfuerzo de imprimir a través de ellos un nuevo relanzamiento en nuestras comunidades cristianas, sentimos la necesidad de iniciar finalmente ese cambio que realice esa transformación, esa conversión de nuestra experiencia eclesial que las muchas reformas y las muchas obras abiertas en estas décadas no han logrado operar. 

El cambio es uno de los aspectos más ordinarios o normales de la vida humana, desde la mañana hasta la noche iniciamos un cambio o reaccionamos a un cambio. Las familias, las sociedades, las naciones están en constante movimiento de cambio, y lo mismo podemos decir de la comunidad internacional e incluso de las fuerzas de la naturaleza. Pero aunque el cambio está constantemente presente en nuestras vidas, en realidad no estamos muy acostumbrados a él. Algunos de estos cambios nos provocan inseguridad y un cierto malestar, nos gustaría que algunos cambios no se produjeran. 

Sin embargo, hay cambios que consideramos bendiciones. El cambio es una experiencia de transición de una condición de vida a otra. Toda transición presenta riesgos, así como oportunidades de crecimiento: el nacimiento, el primer día de escuela, convertirse en adolescente, ir a la universidad, buscar trabajo, casarse, convertirse en sacerdote o monja, jubilarse, envejecer o enfermarse. Son experiencias que cambian la vida y que definen la vida humana. 

Hay diferentes tipos de cambio, así como hay diferentes causas o contextos de cambio: algunos cambios son inesperados, como la muerte de un ser querido o la pérdida de un trabajo, la llegada de un ladrón en la noche o un terremoto, una guerra que causa destrucción. 

Algunos cambios son elegidos, planeados deliberadamente, otros cambios son consecuencia de decisiones y acciones tanto nuestras como de otras personas. Pero, independientemente del tipo de cambio que tengamos por delante, el cambio exige una respuesta. 

El cambio en todos los niveles de la vida humana se produce tan rápidamente que no podemos responder a él, ni como individuos ni como comunidades. 

El Papa Francisco ha destacado algunos de los cambios que ha traído consigo este giro en la historia. 

La humanidad está viviendo actualmente un punto de inflexión histórico que podemos apreciar en los avances que se están produciendo en diversos campos. Se deben elogiar los éxitos que contribuyen al bienestar de las personas, por ejemplo en los ámbitos de la salud, la educación y la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo viven en la precariedad diaria, con consecuencias nefastas. 

Algunas patologías están aumentando. El miedo y la desesperación se están apoderando de los corazones de muchas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir a menudo se desvanece, el irrespeto y la violencia aumentan, la desigualdad se hace cada vez más evidente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, vivir con poca dignidad. Este cambio epocal ha sido provocado por los enormes saltos que, en calidad, cantidad, velocidad y acumulación, se están dando en el progreso científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus rápidas aplicaciones en diferentes áreas de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y de la información, fuente de nuevas formas de poder, muchas veces anónimas (EG 52). 

Lo que estamos viviendo no es simplemente una era de cambio, sino un cambio de era. Estamos, pues, en uno de esos momentos en los que los cambios ya no son lineales, sino epocales. Constituyen elecciones que transforman rápidamente el modo de vivir, de relacionarse, de comunicarse y elaborar pensamientos, de relacionarse entre generaciones humanas y de comprender y vivir la fe y la ciencia. A menudo sucede que experimentamos un cambio simplemente al ponernos un vestido nuevo, y luego en realidad permanecemos como éramos antes. Recuerdo la enigmática expresión que se puede leer en una famosa novela italiana: “Si queremos que todo permanezca como está, todo debe cambiar” (“El Gatopardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa). La actitud sana es más bien la de dejarse interpelar por los desafíos del tiempo presente y afrontarlos con las virtudes del discernimiento. El cambio, en este caso, asumiría un aspecto completamente diverso: de un elemento periférico, de un contexto o de un pretexto, de un paisaje exterior… se volvería cada vez más, y más, cristiano” (Papa Francisco, discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2019). 

La mayoría de los cambios son ambivalentes ya que pueden tener elementos tanto positivos como negativos. Por ejemplo, la creación de bienestar y productividad, pero también la creciente desigualdad, así como la exclusión y la corrupción, el llamado constante a trabajar por el bien común y también el rechazo de la ética, el llamado a la seguridad global pero también la creciente agresión y violencia. 

También asistimos a cambios de carácter cultural, social, político y religioso que aparecen como ataques a la libertad religiosa: fundamentalismo, individualismo, secularismo, indiferencia, relativismo, desilusión, retorno del totalitarismo, imperialismo cultural, etc. 

Propongo tres imágenes para ilustrar una Iglesia que afronta el cambio o renovación querida por Jesús. 

Primera imagen, la puerta de una casa. La puerta une el exterior con el interior, pero al mismo tiempo es el punto de distinción entre el exterior y el interior. La Iglesia renovada toma en serio su puerta, es una puerta a través de la puerta, la gracia de la fe cristiana, el culto y el servicio se extiende por todo el mundo. Pero a través de la puerta, el misterio de la presencia del Espíritu en el mundo es introducido en la Iglesia, especialmente por los fieles. 

Segunda imagen, la mesa puesta. Comer no se trata sólo de comida, sino de reunirse en una comunidad, en una familia. La mesa está completa cuando hay alimentos y hay historias humanas que alimentan la amistad y la solidaridad. Una Iglesia renovada se puede comparar a una gran mesa en la que caben todos: una mesa en la que se deben compartir los bienes y los recursos de la tierra especialmente con los pobres, una mesa en la que pueden sentarse con dignidad quienes no tienen qué comer ni con quién comer. Alrededor de la mesa, la Iglesia ha cambiado, se renueva por el espíritu de acogida mutua, de participación, de interdependencia y de corresponsabilidad. 

La imagen final: construyendo una nueva vida. «Quedarse anclados en formas sociológicas o culturales de otro tiempo y lugar, como si fueran lo mismo que el evangelio eterno, podría ser una opción que debilita en lugar de renovar a la Iglesia, con el Evangelio y el Espíritu Santo como guías. «Dejemos con valentía de lado ideas y proyectos que a menudo confundimos con el Evangelio y abrámonos a las sorpresas, a la poesía y a las historias que Dios tiene reservadas para la Iglesia» (EG 22). 

Necesitamos imaginar un cambio que pueda pasar de una simple transformación organizacional a una espiritualidad; desde la reforma de las zonas (pastorales) hasta la conversión de los agentes (pastorales) que viven y dan testimonio de su fe en esas zonas. Sólo los discípulos que se hacen misioneros pueden ayudar al Pueblo de Dios y a las instituciones que lo sirven a vivir de manera madura el cambio de época que estamos experimentando. 

Necesitamos profundidad de visión e interpretación si realmente queremos ser capaces de captar el cambio trascendental que estamos viviendo en toda su magnitud, sin ocultarlo tras las proyecciones de nuestros miedos o nuestros sueños. 

Esto significa tener el coraje de dar un primer paso, de poner en la agenda un primer ejercicio: superar la parálisis. Necesitamos aprender a cambiar, necesitamos ejercicios y momentos de entrenamiento común (¿escuelas de discernimiento?). Necesitamos aprender a hacer nuestra nuevamente la actitud cristiana de vigilia: la capacidad de centrar la mirada en lo nuevo que avanza, en los rasgos del Reino que esta novedad trae consigo, en las oportunidades que esta novedad crea para nuestra misión irrenunciable de anunciar la salvación, de testimoniar y participar en el proceso de santificación y transfiguración de la historia querido por Dios en Jesucristo, real y operante en su Espíritu. 

Es necesario entonces un segundo paso: aprender a cambiar como Iglesia. Nunca solos. Debemos recordarnos continuamente la regla de que dentro del cristianismo no estamos ni actuamos solos. Desde esta perspectiva, será necesario luchar para contrarrestar la tendencia inercial de toda estructura institucional a perpetuarse como lo que es. Tendremos que trabajar para afirmar la primacía de la misión sobre el simple mantenimiento de las estructuras. 

Discernir y caminar juntos: la sinodalidad 

Para poder experimentar una capacidad similar de adhesión a la realidad en un momento de transformación tan fuerte, el Papa Francisco recomienda adoptar la herramienta del discernimiento. En Evangelii gaudium lo recomienda nueve veces, especificándolo según el contexto como discernimiento pastoral o evangélico. Sugiriéndolo sin embargo como la herramienta más adecuada para ayudar a un cuerpo eclesial en más de un caso desorientado por la amplitud de las transformaciones vividas y solicitadas. 

El discernimiento no significa una simple reorganización funcional (según la lógica democrática o burocrática) de los procesos de construcción de opciones y de su implementación. El discernimiento cristiano es mucho más: es la experiencia de un pueblo que en la oración se siente unido por el Espíritu y es capaz de sentir la presencia de Dios que lo guía en la historia (EG 119: el Papa Francisco llama a esta experiencia “el instinto de la fe”). 

El Pueblo de Dios experimenta así su identidad, dinámica, propia de quien está en camino en la historia y percibe continuamente, de modo completamente natural (a menudo pre-crítico), la mano de Dios que lo acompaña y lo guía. Se trata pues de una experiencia antropológica que, antes de traducirse en procedimientos y estructuras organizativas, nutre los sentidos y reestructura las herramientas a través de las cuales leo el sentido de la historia y de sus acontecimientos individuales. 

Es un discernimiento que lleva a todos los miembros del Pueblo de Dios, juntos aunque con métodos diferentes, a percibir las prioridades y las direcciones de las acciones y de los gestos que están llamados a realizar, precisamente para seguir siendo ese pueblo que Dios va conduciendo en la historia, viviendo así ese testimonio sin el cual ninguna reforma podrá relanzar un cuerpo cansado en búsqueda de motivación (se puede ver por ejemplo EG 198: la opción preferencial por los pobres es la elección que nos permite permanecer conectados al Espíritu que guía al Pueblo de Dios en la historia, evitando el aislamiento fruto de la lógica del mundo [el triste consumismo de EG 2], que tendría como resultado hacernos ciegos y sordos, no capaces ya de captar la presencia de Dios y su guía). 

Entendido así, el concepto de discernimiento puede ayudarnos en esta reflexión. Nos permite intuir el camino a través del cual podemos encontrar una posible respuesta a las expectativas que ha encendido en muchos de nosotros el compartir la afirmación del Papa Francisco. 

Nos permite afrontar el desafío que tenemos por delante – el cambio de época – dándole un nombre y elaborando una lectura del mismo que parte de la fe que vivimos (y no simplemente fruto de la recogida de datos elaborados desde perspectivas científicas a menudo abstractas y no en línea con nuestro punto de vista específico). 

Nos pide verificar de qué modo el discernimiento se convierte en actitud y estilo, es decir, en una dimensión capaz de unirnos, realizando aquella experiencia de pueblo de Dios sin la cual el discernimiento no puede realizarse. 

Finalmente, nos lleva a contemplar con la mirada de Dios mismo el movimiento histórico que estamos viviendo, a captar con admiración su acción que continúa, también en este tiempo, y a sintonizar con ella nuestros movimientos. 

Sólo al final de semejante recorrido podremos volver a las numerosas reformas y obras que están esperando, precisamente gracias a ese discernimiento popular, intuir los caminos para poder acompañar ese movimiento de cambio de la forma ecclesiae (una forma siempre dinámica y cambiante, para permanecer pegada al camino de la historia dentro de la cual vive) que tanto nos atormenta y preocupa en este momento. 

El proceso de transformación en curso, al ser de carácter cultural, es ciertamente duradero. Por tanto, no pide a los individuos, y mucho menos a nuestras instituciones, soluciones repentinas o decisiones que se tomen en poco tiempo. Lo que pide, en cambio, es serenidad de visión junto con una confianza antropológica instintiva. Podremos seguir siendo cristianos, vivir nuestra fe incluso dentro de las grandes transformaciones que estaremos llamados a hacer nuestras en tiempos no tan lejanos. 

En este escenario se sitúa la valorización del discernimiento, entendido no simplemente como herramienta jurídico-administrativa sino como herramienta teológica, como rasgo cristiano de vida en estos cambios epocales. No es casualidad que el Papa Francisco asocie el discernimiento a otra herramienta, la de la sinodalidad. 

Es esta sinodalidad la que debe nutrir y estructurar el discernimiento entendido como el estilo que los cristianos asumimos en este cambio de época. Esta es una forma que el Pueblo de Dios está llamado a hacer suya para volver a la agregación, contrarrestando las pulsiones dispersivas y los impulsos de fragmentación que la situación descrita en el párrafo anterior genera como una toxina en toda comunidad cristiana. Necesitamos trabajar para volver a ser un sujeto cohesionado, que experimente juntos esos procesos de escucha, interpretación e imaginación, que son los únicos que pueden sustentar la operación de la reencarnación, de la reescritura del cristianismo dentro de la historia. 

La sinodalidad y el discernimiento así entendidos no son, por tanto, simples procesos cognitivos y decisionales, sino formas reales de Iglesia, o lugares en los que experimentar ese enraizamiento en la realidad sin el cual el cambio en curso nos empuja hacia el aislamiento y la artificialidad. 

Vivir es cambiar 

Aquí en la tierra, vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones. Vivimos en un mundo que cambia rápidamente: aquellos que se quedan atrás a menudo se pierden. El cambio no sólo es importante para estar al día con los tiempos, sino que también es fundamental para nuestras vidas. 

Todo cambio viene acompañado de signos ante los cuales estamos llamados a ejercitar una capacidad creativa de interpretación, sin recurrir a las soluciones habituales y probadas. 

El cambio de época exige, de hecho, un cambio de mentalidad eclesial: de lo contrario corremos el riesgo de hablar a una época diversa de la nuestra y, por tanto, a personas que ya están muertas y no vivas. ¡La Iglesia no es un museo! 

De hecho, el cambio constituye la naturaleza no sólo de las personas, de la historia y de las relaciones, sino también del modo de acoger el Evangelio y traducirlo en gestos y sentimientos. 

La vida está llena de oportunidades. Es una aventura emocionante, pero también una lucha. La vida también puede ser una eterna primavera, si miramos a nuestro alrededor con nuevos ojos y nuevas visiones. Nadie considera que valga la pena vivir a menos que haya algo por lo que valga la pena vivir. La vida debe tener sueños y metas. 

Debemos soñar y creer en nosotros mismos. Todo lo que necesitamos es dedicar nuestro tiempo y energía para lograr nuestro sueño. Nadie puede seguir nuestro sueño. Muchos de nosotros no queremos trabajar en nuestros sueños por miedo al fracaso. En cambio, necesitamos invertir nuestras mentes en hacer realidad nuestro sueño, el sueño de hacer algo nuevo y creativo, cada día, para hacer la vida más interesante y significativa. 

Cada día debemos preguntarnos: ¿Qué le da sentido a mi vida? ¿Nueva vida y nueva esperanza? Si no lo hemos descubierto, entonces no podremos vivir plenamente. Una pasión ardiente por el significado de nuestra vida es el combustible más poderoso para nuestros sueños. 

El cambio es parte de la vida de la naturaleza. Todo en la tierra cambia para bien o para mal. Todo debe sufrir un cambio en la dirección correcta. El cambio trae novedad. Debemos atrevernos a cambiar, incluso cuando el cambio sea difícil y arriesgado. Necesitamos cambiar la forma en que trabajamos. 

Es momento de pensar en cambios en nuestro ámbito laboral para evitar esas rutinas que se han mantenido durante siglos. Para tener éxito en cualquier cosa, la confianza importa mucho. Actualizar nuestros conocimientos abre la posibilidad de ofrecer mucha información nueva y mayores oportunidades para nuevas formas de pensar. Esto requiere creatividad, compasión y experiencia. 

Para aportar algo nuevo a cualquier campo necesitamos construir un nuevo equipo que crea en el cambio, en el cambio hacia algo nuevo y mejor. Cuando hemos cultivado un profundo sentido de confianza en nuestras capacidades, nada podrá impedirnos seguir adelante, haciendo siempre algo nuevo. 

Todos podemos ser personas entusiastas, enérgicas y valientes que se atreven a tomar medidas audaces para marcar una diferencia en nuestras vidas y en las vidas de las personas con las que trabajamos, dándoles esperanza. Estamos llamados a ser audaces y tener una visión clara. 

Habilidades para habitar el cambio 

Necesitamos que las personas reconozcan los cambios tempranamente y ajusten sus mapas mentales a medida que la situación cambia. No se trata sólo de hacer las cosas de forma diferente a como se hacían en el pasado, sino que implica un cambio profundo en la propia forma de ser y la capacidad de provocar una transformación similar en la forma de ser de los demás. 

Generar interés por lo que aún no se conoce, estimular el sentido de asombro y de descubrimiento, potenciar el sentido de curiosidad, ser consciente de las propias emociones es crucial para desarrollar en uno mismo y en los colaboradores un pensamiento creativo capaz de generar cambio e innovación. 

Hablar de cambio significa estar en sintonía con el espíritu de los tiempos. Cambiar significa crecer. Significa ver cada meta alcanzada como un punto de partida para nuevos retos a afrontar y ganar. 

Ya no parece aceptable no estar "del lado del cambio". Tampoco podemos refugiarnos en la actitud de quienes parecen decir: “No estoy preparado para el cambio” o “No entiendo realmente qué tipo de cambio es necesario”. Se da por sentado que uno debe ser un "partidario" del cambio, abrazando su dirección y participando activamente en él. 

Ahora bien, las figuras eclesiales más decisivas para que todo esto se logre son los dirigentes. Con este término se entiende tanto a los pastores en sentido estricto, es decir, obispos y ministros ordenados, como a otras figuras eclesiales que tienen responsabilidad hacia los demás creyentes, como catequistas, animadores, etc. Por esta razón, en nuestras reflexiones no podemos dejar de referirnos al tema del liderazgo. 

Por otro lado, la velocidad y complejidad de los cambios obliga a muchos líderes, en todos los niveles, a vivir con un sentimiento constante de inadecuación. Se trata de la brecha de complejidad, es decir, la diferencia entre el nivel esperado de complejidad ambiental y la percepción de la propia capacidad para gestionarlo. 

No tenemos elección. No podemos refugiarnos en comportamientos y patrones pasados. Navegamos en una tormenta y tenemos que permanecer en ella. Y la dificultad tiene dos caras: por un lado, hay que ser capaz de identificar el cambio, descifrar situaciones y atribuir significados a lo que ocurre. Por otra parte, necesitamos saber dar una respuesta adecuada a todo esto. 

Se trata de capitalizar la complejidad y convertirse en células activas de cambio y transformación, perfeccionando habilidades de coraje y mentalidad abierta. 

Para aprovechar la complejidad hay que tener presentes tres objetivos: 

1.         1. promover la innovación radical y dirigir la organización (parroquia, comunidad, congregación) más allá de los estilos de gestión clásicos y probados;

2.         2. aprender a co-crear, co-diseñar, co-idear, etc;

3.         3.- iniciar la simplificación de procesos, buscando una mayor eficiencia de los procesos. 

También hay que tener presentes cuatro conceptos principales: 

1.     aceptar la ambigüedad aprendiendo a tomar riesgos reflexivos;

2.         1.- convertir la complejidad en ventaja;

3.         2.- debatir y cambiar modelos: probar innovaciones radicales, desarrollando una mentalidad de desafío continuo; romper con las propias formas habituales de pensar;

4.         3.- ir más allá de los estilos clásicos de gestión; tener la capacidad de superar los patrones trampa de la experiencia. Se trata del concepto de “no-experiencia”, una condición a menudo importante, porque permite ver sin preconceptos ni condicionamientos e identificar la solución que podría haber estado a la vista de todos, pero que no fue captada precisamente porque estaba enmascarada por la rutina.

Innovar significa salir de la propia zona de confort para experimentar y conlleva un malestar inicial, que sin embargo se supera en cuanto se definen nuevos puntos de referencia y la mejora se hace claramente perceptible. 

Los cambios pastorales exigen el coraje de “desmantelar” estilos y hábitos que se han consolidado a lo largo del tiempo. Y en la Iglesia la resistencia a la innovación siempre ha sido muy alta. Generalmente esto ha sucedido cuando hombres y mujeres han sido “sacudidos interiormente” por el Espíritu, repentina o gradualmente, y han sido empujados a modificar las categorías básicas con las que percibían y juzgaban la realidad y en consecuencia también sus propias acciones. 

El miedo a equivocarse también es un obstáculo para los procesos de innovación. Otros obstáculos a la innovación surgen de una percepción incorrecta del propio contexto de referencia o de la incapacidad de interpretar algunas de sus señales. Trabajar inmersos sólo en la vida cotidiana impide tener una visión clara y más amplia de lo que ocurre y las “campanas de alarma”, en lugar de llamar la atención, a menudo paralizan potencialidades que deberían ser expresadas y valoradas. 

En conclusión, el cambio es “la nueva normalidad” y todos estamos directamente involucrados en él. La velocidad y complejidad de este cambio a menudo nos obliga a vivir con un sentimiento perenne de incapacidad para identificar respuestas significativas. En esta situación de cambio constante es necesario desarrollar un nuevo “mindset” y sobre todo nuevas habilidades. 

Según el Papa Francisco, el mayor riesgo para los cristianos de hoy es mirar al pasado. Porque, para escapar de la oscuridad que cae, hay dos alternativas: o miras la noche tal como se presenta, o te encierras en fuertes baluartes. 

Llegados a este punto, podríamos recoger la frase del religioso dominico Adrien Candiard: «Nada es menos cristiano que seguir teniendo entre los brazos el cadáver del viejo cristianismo: dejemos que los muertos entierren a sus muertos y miremos al mundo a la cara». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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