domingo, 16 de febrero de 2025

Amor al enemigo… el salto de calidad.

Amor al enemigo… el salto de calidad 

Después de haber pronunciado los «ayes» dirigidos a los ricos y a los satisfechos (Lc 6,24-26), Jesús da un giro radical a su discurso dirigiéndose a la multitud y a los discípulos que lo escuchan y mostrándoles el «otro camino», que es también la «vía alta», sublime y difícil, de aquellos que están llamados a ser «misericordiosos como el Padre es misericordioso» (Lc 6,36). 

El fuerte adversativo colocado al comienzo -“Pero a vosotros que escucháis os digo”- (más fuerte del “pero os digo” del Sermón de la Montaña de Mateo) habla de la alternativa que el cristiano está llamado a narrar en su vida. Esta alternativa es el discipulado cristiano. En el corazón de esta alteridad-discipulado está el amor al enemigo: “Ama a tus enemigos” (Lc 6,27.35) es el mandamiento que recoge todo el pasaje de Lucas 6,27-35). 

Este amor es en sí mismo un adversario suave y muy poderoso contra el sentimiento y el pensamiento corrientes. El enemigo se especifica como aquel que odia, maldice, maltrata y expresa su enemistad con violencia física, con robos, con peticiones y exigencias... Obviamente, la enemistad encuentra infinitas otras maneras de expresarse, pero la indicación que surge de las palabras de Jesús es: responder haciendo la no violencia. No simplemente con una respuesta que no sea violenta, que evite así la repetición del acto violento sufrido, sino con una acción positiva de signo opuesto. 

De esta manera nos mostramos más fuertes que la violencia sufrida y pasamos de la reacción a la acción: ¿cómo se comportará ante el gesto positivo del ofendido quien odia y maltrata, quien calumnia y exige? ¿Cómo reaccionará ante aquellos que no lo reducen a su gesto violento, no lo consideran el odio personificado, sino que lo consideran una persona y, obedeciendo a la regla de oro -«haced con ellos lo que queráis que os hagan con vosotros»: Lc 6,31-, le hacen el bien? Al amar al enemigo le ofrezco la libertad de ser mejor persona, de liberarse de la violencia: le digo que puede amarse a sí mismo. 

Por supuesto, el mandato de amar al enemigo nos sumerge en la dimensión oxímoron de la fe cristiana. 

En primer lugar, haciendo del amor un objeto de mandamiento. ¿Es posible mandar en el amor? En la Biblia, el mandato que Dios da al hombre no es sólo una “orden”, sino también la revelación de una posibilidad. Antes de decir “debes”, el mandato dice “puedes”. Más bien, se basa en “tú puedes… luego debes”. Así pues, mientras pide confianza en aquel de quien viene el mandamiento, también pide confianza en sí mismo por parte de aquel que recibe el mandamiento. Este, el mandamiento, puede despertar al hombre a capacidades, posibilidades y recursos de los que no era consciente. En verdad, nunca lo imaginó: ¿y a quién se le ocurriría responder de manera benévola, caritativa y dulce a quien lo ofende, lo humilla, lo calumnia, le hace daño? 

Pero sobre todo el oxímoron está presente en la yuxtaposición del amor con la figura del enemigo. Aquí conviene precisar que el mandato no se sitúa en un plano afectivo, emocional, sentimental,…, no nos ordena sentir afecto por quien nos odia: se sitúa en un plano operativo, concreto, efectivo, mucho más que emotivo, e indica acciones concretas a implementar y comportamientos a asumir. 

El oxímoron cristiano se manifiesta en la locura de amar a alguien que no es amable: y lo in-amable por excelencia es el enemigo. Jesús amó al enemigo mientras era enemigo (cf. Jn 13,1ss) y Dios mostró su amor por nosotros porque, mientras éramos enemigos y pecadores, Cristo murió por nosotros (cf. Rm 5,6-11). Así, el amor movido por la fe en Jesús ama a los que no son amados. 

Eberhard Jüngel escribía de este modo: “El ágape, charitas, ama no sólo a aquellos que ya son deseables en sí mismos, sino sobre todo a aquellos que no son deseables en absoluto y que, por este amor, se vuelven deseables más que cualquier otra cosa. Sólo así el amor triunfa sobre la falta de amor. Es en esta victoria en la que creen los cristianos, cuando confiesan que Dios no es otra cosa que amor”. 

¿Cómo es posible amar al enemigo? En primer lugar, recordar que el enemigo es siempre un ser humano, por lo tanto un hermano. “El hombre, cualquier cosa que te haga, es un hermano” (Juan Crisóstomo). El enemigo que me hace daño es un hermano al que el mal ha alejado de mí y también de su humanidad. 

¿Quién es el enemigo, después de todo? El enemigo es mi amigo, mi vecino, el que está a mi lado. Jesús encontró en Judas, uno de los Doce, a aquel que se había convertido en su enemigo personal, y en Pedro, a quien había establecido como el primero entre los Doce, a aquel que lo había traicionado. 

Es posible amar al enemigo recordando que somos enemigos amados por Dios precisamente en nuestro ser enemigos («siendo enemigos»: cf. Rm 5,6-10). Es posible amar al enemigo apoyándonos en la fe en Cristo que en la cruz derribó la lógica de la enemistad (cf. Ef 2,14), respondió a los insultos y a la violencia invocando el perdón para sus verdugos (1Pt 2,23; Lc 23,34). En la cruz, cuando el desencadenamiento de la enemistad hacia Jesús llegó a su punto culminante, Jesús narró definitivamente el amor de Dios por nosotros. 

La universalidad del amor de Dios en Cristo debe ser entendida, por tanto, en profundidad más que en extensión: Dios, al amarnos, nos ama incluso en nuestro ser in-amable, hace reinar su amor incluso sobre lo que hay de in-amable en nosotros. Esta profundidad es la condición de la extensión universal del amor. Amar al prójimo, incluso antes que al enemigo, implica, nos recuerda Jesús, el amor a uno mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31). 

Para llevar a cabo este mandato es necesario superar el odio a sí mismo, que puede ser infinitamente más frecuente y arraigado entre los humanos que el amor a sí mismo. Necesitamos conocer, nombrar y acoger al enemigo interno. Necesitamos amar, es decir, dejar de odiar las partes de nosotros mismos que no nos gustaría ver en nosotros mismos y, sin embargo, viven dentro de nosotros. Debemos rendirnos a su presencia y, de hecho, darles la bienvenida. Decirles que sí. Perdonarlas para ser acogidas y permitirnos ser como somos. Nunca habrá amor hacia el enemigo sin esta aceptación del enemigo interior. Sin llegar a “amar” las partes de nosotros mismos que odiamos. 

¿Cómo podemos llegar a amar a nuestro enemigo? Requiere un trabajo muy detallado sobre uno mismo. Esta obra implica ante todo renunciar a la venganza, devolver mal por mal (cf. Rm 12,14-21). Por eso, debemos reconocer que estamos sufriendo una situación de enemistad y reconocer la ira que habita dentro de nosotros y que se manifiesta en discursos y pensamientos internos contra aquel que se ha hecho nuestro enemigo. La ira es también una revelación de nosotros mismos, no sólo una denuncia del otro. Escuchar nuestra ira nos ayuda a leernos a nosotros mismos y a captar nuestras zonas de mayor vulnerabilidad. Y puede llevarnos a domesticarla y convertirla en energía no destructiva, sino positiva y vital. Poder hablar con alguien sobre la dolorosa situación de enemistad que estamos viviendo es importante para tomar cierto poder sobre una situación que corre el riesgo de aplastarnos, de salirse de control. Y puede ayudar en el difícil camino hacia la comprensión del otro y su enemistad. Comprender no significa justificación, sino un cambio en nuestra visión de Él. 

Esta base de discernimiento, de lucha y de diálogo interno, de profundo trabajo y sufrimiento, constituye el fundamento del amor al enemigo. Y de la práctica concreta mediante la cual nos convencemos de realizar gestos de diálogo, de apertura y de “bien” para los demás. Desgraciadamente, la realidad presenta una cantidad de situaciones infinitamente más complejas y articuladas en las que, además de los dos, entra un tercero, u otros, o grupos humanos, y en las que se manifiestan actitudes de rechazo, de no transparencia, de engaño, de mentira, haciendo intrincado y casi imposible seguir un camino de comprensión. Ciertamente, para dar alguna forma de concreción y viabilidad práctica al dictado evangélico de amar al enemigo, debe existir una base de confianza. Pero la enemistad a menudo expresa la muerte misma de la confianza. Y luego, la subida a la cima del amor al enemigo se hace aún más difícil. Y sin embargo, mientras nos dejamos interpelar por el mandamiento de amar a nuestro enemigo, también debemos interrogarnos sobre la posibilidad de que nos convirtamos en enemigos de otros, entrando en espirales de odio y enemistad. 

En verdad, pues, el amor que el discípulo es capaz de tener hacia su enemigo es gracia, es un don de Dios, es el amor de Dios en él. No es casualidad que el texto evangélico afirme tres veces que ir más allá de las medidas humanas de reciprocidad y correspondencia es una gracia (cháris), más que un mérito. Por esa razón el texto original lucano no habla de qué mérito tenemos sino de qué gratitud se nos debe cuando hacemos hay recompensa en nuestra acción. En todo caso, la alteridad puede ser una oportunidad, ¿la oportunidad?, de comunión y no de enemistad: éste es el desafío que surge del mandamiento de amar al enemigo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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