El amor al enemigo… cualidad del amor cristiano
La proclamación de las Bienaventuranzas, tanto en el Evangelio de Lucas como en el de Mateo, es seguida por un discurso dirigido por Jesús a la multitud que había acudido a escucharlo cuando bajó del monte con los Doce (cf. Lc 6, 17).
En Lucas esta enseñanza es más breve y tiene un tono diferente. Ya no se registra el enfrentamiento, incluso polémico, con la tradición de los escribas de Israel, sino más bien la "diferencia cristiana" que los discípulos de Jesús deben saber vivir y respetar respecto al pueblo, a los paganos en medio de los cuales se encuentran las comunidades a las que se dirige el Evangelio.
“A vosotros los que escucháis, os digo…”. Éstas son las primeras palabras de Jesús, que introducen una pregunta, un mandato, una exigencia fundamental: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian». Naturalmente, estas palabras están relacionadas con la cuarta bienaventuranza dirigida a los discípulos perseguidos (cf. Lc 6,22-23), pero parecen dirigidas a todo aquel que quiera convertirse en discípulo de Jesús.
El amor a los enemigos no es, pues, sólo una invitación a una extensión extrema del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lv 19,18; Lc 10,27), sino que es una exigencia primaria, fundamental, que parece paradójica y escandalosa. Los primeros comentaristas del Evangelio juzgaron con razón este mandato de Jesús como una novedad respecto a toda la ética y sabiduría humana, y los mismos hijos de Israel atestiguaron siempre que con esta exigencia Jesús iba más allá de la Torá.
¿Es posible para nosotros los humanos amar a nuestro enemigo, a aquellos que nos hacen daño, a aquellos que nos odian y quieren matarnos? Aunque Dios, según el testimonio de las Escrituras de la antigua alianza, odia a sus enemigos, los malvados, se venga de ellos (cf. Dt 7,1-6; 25,19; Sal 5,5-6; 139,19-22; etc.) y pide a cuantos creen en él que odien a los pecadores y oren contra ellos, ¿puede acaso un discípulo de Jesús vivir un amor hacia quienes le hacen mal?
Damos demasiado por sentado que esto es posible, cuando deberíamos cuestionarnos seriamente y discernir que tal amor sólo puede ser “gracia”, un don del Señor Jesucristo a quienes lo siguen.
Incluso en nuestra vida cotidiana no es fácil relacionarnos con quienes nos critican y calumnian, con quienes nos hacen sufrir aun sin perseguirnos por causa de Jesús, con quienes nos atacan y nos hacen la vida difícil, fatigosa y triste. Cada uno de nosotros sabe qué lucha debe librar para no devolver el mal recibido y sabe cuán casi imposible es alimentar en nuestro corazón sentimientos de amor hacia quienes se muestran como enemigos, incluso si no nos vengamos de ellos.
Con este mandato, que Él mismo vivió hasta el final en la cruz, pidiendo a Dios perdón a sus asesinos (cf. Lc 23,34), Jesús pide lo que sólo es posible por gracia y, significativamente, es siempre Lucas quien testimonia que con este amor hacia los enemigos murió el primer testigo de Jesús, Esteban, quien pidió a Jesús su Señor que no culpara a sus perseguidores de la muerte violenta que recibió de ellos (cf. Lc 7,60).
Aquí Jesús rompe pues con la tradición e innova indicando el comportamiento del discípulo: aquí está la justicia que va más allá de la de los escribas y fariseos (cf. Mt 5,20), aquí está el esfuerzo del Evangelio, aquí –dirá Pablo– «la palabra de la cruz» (1 Cor 1,18).
Amar -verbo ‘agapáo’- al enemigo significa ir hacia el otro con generosidad aunque se nos oponga, significa querer el bien del otro aunque sea él quien nos haga daño, significa hacer el bien, cuidar del otro amándolo como a nosotros mismos. Y Jesús da ejemplos, indica también comportamientos externos a adoptar, expresados en segunda persona del singular: no resistir a quien te golpea o a quien te roba el manto; dar a quien te eche una mano, sea quien sea, conocido o desconocido, bueno o malo, y nunca sentir que debes recuperar algo que te han quitado. Esto no significa, sin embargo, asumir la pasividad, rendirse ante quien nos hace daño, y Jesús mismo nos dio ejemplo de ello cuando, golpeado en la mejilla por el guardia del sumo sacerdote, objetó: «Si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?». (Jn 18,23).
En este punto Jesús formula la “regla de oro”, que devuelve el discurso a la segunda persona del plural: “Como queráis que os hagan los hombres, haced también vosotros con ellos”.
Una regla formalizada de manera positiva, en la que la reciprocidad no se invoca como un derecho, ni mucho menos como una reivindicación, sino como un deber hacia el otro medido por el propio deseo: "hacer a los demás lo que quiero que me hagan a mí". Unos años antes del ministerio de Jesús, el rabino Hillel afirmó: “Lo que no quieres que te hagan a ti, no se lo hagas a tu prójimo”. Pero Jesús da a esta petición una forma positiva, pidiéndonos que hagamos todo el bien posible al prójimo, incluso al enemigo.
Sólo así, amando al otro sin reciprocidad, haciendo el bien sin calcular un beneficio y dando desinteresadamente sin esperar nada a cambio, se vive la “diferencia cristiana”.
En este comportamiento está la conformidad del discípulo con el Dios de Jesucristo, ese Dios que Jesús describe como amoroso, capaz de cuidar de los justos y de los pecadores, de los creyentes y de los ingratos. Si Dios no condiciona su amor a la reciprocidad, a recibir una respuesta, sino que da, ama, cuida a cada criatura, así debe comportarse también el cristiano en su camino hacia el Reino, entre la humanidad de la que forma parte.
Después de reiterar el mandamiento de amar a los enemigos, Jesús hace una promesa: habrá «una gran recompensa (misthós)» en el cielo, pero ya ahora en la tierra, aquí, los discípulos se convierten en hijos de Dios porque se cumple en ellos el principio «de tal Padre, tal Hijo».
Imitar a Dios hasta ser sus hijos: parece una locura, una posibilidad increíble, pero ésta es la promesa de Jesús, el Hijo de Dios que nos llama a ser hijos de Dios. Si en la Torá el Señor pedía a los hijos de Israel en alianza con él: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2), y esto significaba ser distintos, diferentes de la mundanidad, en Jesús esta advertencia se convierte en: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso».
En la tradición de las palabras de Jesús según Mateo resuena el mandato: «Sed perfectos (téleioi) como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Pero en Lucas lo que se pone de relieve es la misericordia de Dios. Además, ya según los profetas, la santidad de Dios era misericordia, se manifestaba en la misericordia (cf. Os 6,6; 11,8-9). La misericordia, el amor visceral y gratuito del Señor que es «compasivo y misericordioso» (Ex 34,6), debe convertirse también en el amor concreto y cotidiano del discípulo de Jesús hacia los demás, un amor ilustrado por dos frases negativas y dos positivas.
En primer lugar: “No juzguéis, y no seréis juzgados, “No condenéis y no seréis condenados”, porque nadie puede sustituir a Dios como juez de las acciones humanas y de sus responsables. Prestemos atención y entendamos: Jesús no nos pide no discernir las acciones, los hechos y los comportamientos, porque sin este juicio -verbo ‘kríno’- no podríamos distinguir el bien del mal, sino que nos pide no juzgar a las personas.
Una persona, de hecho, es más grande que las malas acciones que comete, porque nunca podemos conocer plenamente al otro, no podemos medir plenamente su responsabilidad. El cristiano examina y juzga todo con sus facultades humanas iluminadas por la luz del Espíritu Santo, pero se detiene ante el misterio del otro y no pretende poder juzgarlo: el juicio pertenece sólo a Dios, que debe ser confiado a él con temor y temblor, reconociendo siempre que cada uno de nosotros es pecador, deudor de los demás, solidario con los pecadores, necesitado como todos de la misericordia de Dios.
Corresponde pues al discípulo –y éstas son las afirmaciones positivas– perdonar y dar: perdonar es dar el don por excelencia, siendo el perdón el don de los dones.
Una vez más, las palabras de Jesús niegan cualquier reciprocidad posible entre nosotros los humanos: ¡sólo de Dios podemos esperar reciprocidad! El don es acción de Dios y debe ser acción de los cristianos hacia los demás hombres. Entonces, en el día del juicio, ese juicio que sólo corresponde a Dios, el que haya dado en abundancia recibirá del Señor un don abundante, como una medida de grano molido, llena y rebosante. La abundancia de dar hoy mide la abundancia del don de Dios mañana. La «diferencia cristiana» tiene un alto precio pero, por la gracia del Señor, es posible.
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