domingo, 23 de febrero de 2025

Comentario a la lectura evangélica (Lucas 6, 39-45).

Comentario a la lectura evangélica (Lucas 6, 39-45) 

No tengo ningún maestro. Ni de broma. 

Soy libre, decido, razono y luego elijo. 

Y así he estado hecho. 

Y hay mucha gente peor que yo, así que, aunque no sea un santo, no soy tan malo. Piensa en los matones, por ejemplo. O violadores. O políticos ladrones. ¿Y los banqueros? 

Por supuesto. Por el amor de Dios. 

Más nos vale. Cuestionarse a uno mismo no está muy de moda hoy en día. 

Sin embargo, Jesús insiste, después de habernos orecido unas cuantas provocaciones de más, como las bienaventuranzas y la pacífica radicalidad de su mensaje…, hoy nos provoca aún más. 

Jesús insiste: todos seguimos guías, más o menos conscientemente. 

Las reglas que interiorizamos de niños, las buenas costumbres, el sentido común. 

Pero, cada vez más, seguimos la opinión social, la tripa, al político de turno, al gurú, al cantante, al influencer de turno, a el o a la… 

Una plétora amplia y diversa de maestros y guías. Aunque no lo admitamos. 

Lo importante es elegir al guía adecuado. El que no te lleve directamente a un agujero. 

No me sigáis. 

“No me sigáis: yo también estoy perdido”, decía una graciosa pegatina que alguna persona de buen corazón solía colocar en el parachoques trasero de su coche, antes de la bendita invención de los navegadores. 

A veces lo hago: me fío de alguien simpático, de alguien hecho y derecho, de alguien asertivo. 

Porque, seamos sinceros, la vida es un poco trampa desde que nacemos y no nos dan instrucciones. 

Y Jesús se propone como Maestro. Como el único Maestro. 

El único que sabe adónde conducirnos; a la plenitud de nosotros mismos en la luz de Dios. Por un camino arduo, ciertamente, pero que nos lleva a la victoria sobre todo lo que conduce a la muerte, como bellamente señala San Pablo. 

Y sí, confío. Intento seguirle. 

El problema, sin embargo, no es Él. Somos nosotros.  

Cuando nos creemos dueños de los demás. Cuando nos sentimos mejores, o al menos no peores. Cuando, justicieros novatos, vemos siempre el mal detrás de las palabras y los actos de los demás. Y todo se hunde en un fétido cotilleo, juzgando, criticando. Incluso entre creyentes, incluso entre discípulos. 

¡Ay! 

Motas y vigas. 

No, amigos, Jesús no habla sólo de los fariseos que se sentían los mejores de la clase. Ni de los escribas, aquellos que, habiendo estudiado, se sentían un poco maestros. Ni de los saduceos, conservadores y tradicionalistas a los que ciertamente no les gustaban las cosas nuevas. Ni de los ardientes esenios. 

Lucas retoma esta palabra del Maestro para despertar y espabilar a su comunidad. 

Porque sucede, inútil esconderse detrás de un dedo. 

En cuanto hemos recorrido un largo camino, o ponemos un carisma a disposición de los demás, o estamos investidos de un ministerio, aquí todos nos convertimos mágicamente en maestros. 

En la comunidad funciona que algunas personas reciban dones para el bien común, los llamamos ministerios… 

El problema es cuando nos convertimos en jueces de los demás, olvidando las vigas que nos impiden ver con claridad. 

El problema es cuando nos sustituimos por el Maestro. Y confundimos nuestras ideas con Sus Palabras. 

Y nos creemos poseedores de la Verdad. 

Jesús no dijo ‘yo poseo la verdad’, sino ‘yo soy la verdad’. 

La nuestra es la época de las acusaciones ácidas a todo el mundo, de los moralistas rabiosos que, en cuanto se les señala algo, replican pero ¿y tú? De conspiraciones mundiales. 

Hemos borrado la moral, sólo queda el moralismo. 

Pero esto es lógica mundana: no puede contaminar a la Iglesia. No debe. 

Y lo que hemos visto (y vemos) en estos tiempos difíciles y que tanto nos escandaliza, ¿no es la lógica del mundo, de la oposición, del partidismo, de la polarización que ha infectado a la comunidad en toda su amplitud? 

Pero, ¿y entonces? 

¿Debemos resignarnos entonces al silencio? 

¿Debemos evitar el riesgo de juzgar mal, permitiendo que la oscuridad lo nuble todo? 

No, claro que no. Jesús mismo nos ofrece un criterio: nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás por el fruto que produce el árbol de nuestra vida, adoptando la misma mirada benevolente (no bonachona o bienhechora) de Dios. 

Si nuestro corazón es bueno, y Dios así lo creó, podemos sacar de él palabras que construyen, acciones que animan, gestos que dan esperanza. 

Como señala cáusticamente el libro del Eclesiástico en la primera lectura, la palabra revela los pensamientos del corazón. 

Y si nuestros pensamientos son sombríos, sentenciosos, duros, negativos, nuestras palabras los revelan. 

Luchamos, mucho, sí. Ovejas en un mundo de lobos. 

Pero nuestro esfuerzo no es en vano, escribe Pablo, permanecemos firmes e inquebrantables en nuestra elección de amar siempre y en todas partes. 

Animo, pues. 

Prefiero una Palabra como la de hoy, que me molesta y me choca, a alguien que siempre acaricia el ego... la buena conciencia… También porque no es cualquiera quien pronuncia esta palabra. 

Es el Maestro en quien confío. 

Y de su corazón desborda toda gracia y ternura. 

Aunque a veces desestabilice. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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