Miremos cómo hablamos
La página del Evangelio de hoy - Lc 6,39-45 - contiene palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos: los destinatarios de sus palabras siguen siendo los «vosotros que escucháis» de Lc 6,27. Lucas reúne aquí dichos y palabras de Jesús que en el Evangelio según Mateo tienen distintas colocaciones y también distintos significados.
El dicho proverbial sobre los ciegos que guían a otros ciegos se encuentra en Mt 15,14 refiriéndose a los fariseos (cf. Mt 15,12-14). En Lucas (6,39) el discurso se dirige a la comunidad cristiana.
El dicho sobre el discípulo y su maestro también se encuentra en Mateo, pero insertado dentro del discurso misionero (Mt 10,24-25) y refleja la idea judía de que el discípulo no está llamado a «superar» al maestro, sino a parecerse a él mediante la adquisición de la enseñanza que ha transmitido. En Lucas (6,40), el énfasis en la necesaria «formación» del discípulo permite vislumbrar la vida de una comunidad cristiana en la época del evangelista Lucas y la actividad catequética que se desarrollaba en ella.
El verbo indica la formación cristiana en el plano doctrinal y en el plano ético, práctico. Este significado está presente en el uso de este verbo en otros pasajes del Nuevo Testamento, como 1 Tesalonicenses 3,10 (Pablo desea ir a los tesalonicenses para «completar lo que falta a su fe») o Heb 13,21, donde indica la acción de perfeccionamiento que lleva al cristiano a cumplir la voluntad de Dios.
El trasfondo de este dicho es también, por tanto, para Lucas, la comunidad cristiana. Lo mismo hay que decir de los vv. 41-42, donde la palabra adelphos, 'hermano', aparece cuatro veces. Aquí tenemos la advertencia contra una actitud de juicio dentro de la comunidad cristiana: se trata de los que corrigen el comportamiento de otro sin ver y reconocer sus propias faltas. Ciertamente se tiene en cuenta a los que tienen responsabilidades en la comunidad cristiana, pero también a cada discípulo.
La hipocresía denunciada (Lc 6,42) revela la posibilidad de vivir la fe de forma esquizofrénica y falsa. El mecanismo psicológico que se pone en marcha es sencillo: mientras juzgo y condeno al otro, me absuelvo de un comportamiento que puede ser incluso más grave que el que denuncio. Es el modo engañoso y falaz de quienes, condenando a los demás, se hacen inocentes.
La invitación es a la conversión, es decir, a ser capaz de verse a sí mismo en las propias limitaciones y pecados, para salir así de la ceguera que es siempre la incapacidad y la falta de voluntad de ver el mal que habita en el propio corazón. La conversión sólo puede surgir de hacer la verdad ante Dios y, por tanto, de verse a sí mismo en la verdad.
Los diversos dichos reunidos en Lc 6,39-42 encuentran una cierta unidad en el tema de la ceguera y de la visión, por tanto, del discernimiento.
En particular, la imagen paradójica de la viga y la paja expresa la situación del hombre ante Dios, al igual que la enorme e impagable deuda del siervo ante el rey en la parábola del siervo despiadado (Mt 18,23ss.).
Por último, las palabras de Jesús en Lc 6,43-45 encuentran paralelismos en Mt 7,16.18 y 12,34-35. Con la metáfora del árbol y del fruto («No hay árbol bueno que dé frutos malos»: Lc 6,43), Jesús pasa de los comportamientos que ofenden a la fraternidad a la raíz de los comportamientos, es decir, al corazón: «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca el bien; el hombre malo, de su mal tesoro saca el mal» (Lc 6,45).
Desgraciadamente, hay una ceguera que es esencial, vital, psicológicamente indispensable, para muchos hombres religiosos, so pena del hundimiento de su imagen ante sí mismos y ante los demás, so pena de autoaniquilación. Jesús no temería dirigirles el grito: «Hipócritas» (cf. Lc 6,42).
En particular, la frase final de nuestro texto evangélico plantea una estrecha relación entre palabra y corazón: «La boca expresa lo que rebosa del corazón» (Lc 6,45). La expresión tiene un trasfondo veterotestamentario: «Cuando se sacude el tamiz, quedan los desechos; así cuando un hombre discute, aparecen sus defectos. Las vasijas del alfarero se prueban en el horno, así el modo de razonar es la prueba para un hombre. El fruto muestra cómo se cultiva el árbol, así el habla revela los pensamientos del corazón. No alabes a nadie antes de que haya hablado, porque ésta es la prueba de los hombres» (Eclo 27,4-7).
La palabra revela el corazón del hombre. Retomando la imagen del ver presente en la primera parte del texto, podemos decir que la palabra revela el corazón del hombre, muestra lo que habita en él.
La relación corazón-boca, es decir, dentro-fuera, invisible-visible, silencioso-audible es manifestada por la Palabra, realidad espiritual y corpórea a la vez.
Uno puede detenerse en la palabra humana, y en sus riesgos y en sus potencialidades: el Evangelio nos permite profundizar en el discurso sobre la palabra de juicio y de condena, sobre la palabra doble e hipócrita («¿Cómo puedes decir a tu hermano...?»: Lc 6,42), pero también sobre la palabra que instruye y sobre la palabra aprendida en la relación maestro-discípulo (cf. Lc 6,39-40).
Siempre, cuando hablamos, hablamos desde nosotros mismos y hablamos de nosotros mismos. La palabra está íntimamente ligada a nuestro cuerpo y a nuestra alma, a nuestra biografía y a nuestras heridas, a nuestra afectividad.
La palabra es también una forma de entrega explícita de nosotros al otro: la palabra nos desnuda porque sale del corazón, revela algo de nuestra interioridad. Acto de comunicación elemental e indispensable, la palabra es una responsabilidad: una vez pronunciada, pertenece a quien la ha escuchado. Pero la palabra puede convertirse en instrumento de violencia y de mentira, no de verdad.
Un fragmento de Heráclito afirma que los seres humanos son «incapaces de escuchar y hablar». Para los cristianos, la escucha de la Palabra de Dios tiene el efecto de enseñar, sí, a hablar con Dios, a rezar, pero también a hablar unos con otros, a hablar con los hombres, a comunicar.
La buena calidad de una vida cristiana, comunitaria, eclesial… se manifiesta ante todo en la calidad de la comunicación. Dios, al revelarse a los hombres en palabra y como palabra, les ha revelado su voluntad de encontrarse con ellos y de entrar en comunión con ellos en su propio terreno. Dios habla el lenguaje de los hombres.
El centro íntimo de la escucha y de la palabra es, en el hombre, el corazón, sede bíblica de la voluntad y de la inteligencia, de la razón y de la capacidad de decisión, de las emociones y de los sentimientos.
Si «del corazón brota la vida» (Pr 4,23) y «del corazón salen las malas intenciones» (Mc 7,21), la palabra que el hombre pronuncia tiene en sí misma el poder de dar la vida o la muerte: «la muerte y la vida están en poder de la lengua» (Pr 18,21).
La mentira, la calumnia, el discurso adulador, el discurso que plagia, el discurso que distorsiona la realidad, el discurso que manipula a las personas, el discurso que miente mezclando fragmentos de verdad con dosis de falsedad, son ejemplos de discurso mortífero.
Pero el discurso también presenta el riesgo de crear, con palabras grandes y muy «altas» espiritualmente, una realidad virtual que sustituya a la realidad y la suplante. Existe el riesgo de reducir la vida de fe a una cuestión de bellos discursos, como si, habiendo pronunciado las palabras justas sobre Dios, uno estuviera exento de ponerlas en práctica. Cuántas veces palabras fuertes (Dios, libertad, justicia...) han ido acompañadas de prácticas por parte de quienes las pronuncian que las contradicen radicalmente.
Por otra parte, si la palabra revela el corazón, la intención profunda de la persona, y si la palabra es siempre también un gesto, un acto, e incluso puede convertirse en un instrumento contundente, entonces no podemos sino pasar de la palabra al corazón, y de ahí a la purificación de nuestra persona, para encontrar esa integridad y esa firmeza que son las únicas que pueden fundamentar nuestra buena práctica de la humanidad. En el corazón nace la unificación de la palabra y del hecho, de la palabra y del gesto.
Las palabras sobre el ciego que pretende guiar a otro ciego (cf. Lc 6,39) conciernen ciertamente a los que tienen autoridad en la Iglesia, pero también a todo creyente.
Si la ceguera consiste en no ver los propios defectos y, al mismo tiempo, pretender curar los defectos de los demás (cf. Lc 6,41-42), hay que afirmar con rotundidad que la única crítica creíble procede de la autocrítica. Para poder ayudar concretamente al otro, hay que hacer la verdad en uno mismo.
La libertad que surge de este «hacer la verdad» (cf. Jn 8,32), es la condición de la autenticidad de nuestra ayuda al otro. De lo contrario, ver el defecto del otro y ayudarle a deshacerlo, se convierte en aquello que nos permite no reconocerlo en nosotros mismos. Y así permanecemos ciegos y sin libertad.
Si el fruto del hombre son sus acciones, la palabra también podría convertirse en la hoja que cubre la dolorosa ausencia de fruto, que camufla la realidad.
La palabra «buena» es entonces la palabra humilde, la palabra que tiene el coraje de la verdad y no oculta la realidad.
Crear confianza para que la persona pueda decirse a sí misma, incluso en los aspectos más vergonzosos y censurables a sus ojos, y acogerla en su humanidad sin juzgarla ni condenarla, es una tarea pastoral necesaria siempre y vital hoy. Eso requiere salir de la ceguera, es decir, tomar conciencia de la viga en el ojo propio.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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