Sabiduría del corazón bienaventurado
¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano?
Se puede notar la precisión del verbo: porque “miras”, y no simplemente “ves”. ¿Por qué observas, fijas tu mirada en motas, nimiedades, en pequeñas cosas torcidas, escudriñas la sombra más que la luz de ese ojo? Como con una especie de placer malicioso en buscar y resaltar el punto débil del otro, en disfrutar de sus defectos. Casi para justificar tus defectos.
Hay una razón: quien no se ama a sí mismo sólo ve cosas malas a su alrededor. El que no está bien consigo mismo, también está mal con los demás. En cambio, quien se reconcilia consigo mismo mira al otro con bendición.
Dios, en cambio, mira con una mirada de bendición. Dios miró y vio que todo era muy bueno (Gn 1,31). El Dios bíblico es un Dios feliz, que no sólo ve el bien, sino que lo emana, porque tiene un corazón de luz y su ojo bueno es como una lámpara: dondequiera que se posa difunde luz (Mt 6,22). El mal de ojo, por el contrario, emana oscuridad, multiplica las partículas y difunde un amor por la sombra. Levanta un rayo frente al sol.
No hay buen árbol que dé malos frutos.
La moral evangélica es una ética de la fecundidad, de los buenos frutos, de la esterilidad vencida y no de la perfección. Dios no busca árboles sin defectos, sin ramas rotas por la tormenta o torcidas por el cansancio o atravesadas por el pájaro carpintero o el insecto.
El árbol terminado, que ha alcanzado la perfección, no es aquel sin defectos, sino aquel encorvado por el peso de tantos frutos llenos de sol y buenos jugos. Así, en el último día, el día de la verdad de cada corazón (Mt 25), la mirada del Señor no se posará en el mal sino en el bien; no en las manos limpias o sucias, sino en los frutos que las rebosarán, espigas y pan, racimos de uvas, sonrisas, lágrimas secas.
En aquel juicio final, no un tribunal sino una revelación de la verdad última del vivir, el drama no serán nuestras manos posiblemente sucias, sino nuestras manos vacías porque los frutos se ofrecieron a la necesidad de los demás.
La ley de la vida es dar.
Está escrito en los árboles, que no crecen entre la tierra y el cielo durante decenas de años para sí mismos, simplemente para reproducirse. Los árboles, la naturaleza entera, muestran cómo no vivimos en función de nosotros mismos, sino al servicio de las criaturas: de hecho, cada otoño nos encanta el espectáculo de las ramas hinchadas de frutos, un exceso, un despilfarro, un derroche de semillas, que son para los pájaros del cielo, para los animales de la tierra, para los insectos y también para los hijos del hombre.
Es la vida al servicio de la vida, de los pájaros del cielo, de los insectos hambrientos, de los hijos del hombre, de la madre tierra. Las leyes de la realidad física y las del espíritu coinciden. Incluso la persona, para ser buena, debe dar, es la ley de la vida.
Todo ser humano bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón. Todos tenemos un tesoro, es el corazón: para ser cultivado como un edén; para ser gastado como el pan; para ser atesorado con todo cuidado porque es la fuente de la vida (Proverbios 4, 23). Por eso, no seas tacaño con tu corazón: dalo.
El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca el bien. El buen tesoro del corazón: una definición tan hermosa, tan llena de esperanza, de lo que somos en nuestro misterio interior. Todos tenemos un buen tesoro guardado en vasijas de barro, oro fino para repartir. De hecho, el primer tesoro es nuestro propio corazón: «un hombre es tan bueno como su corazón» (Gandhi).
Nuestra vida está viva si hemos cultivado tesoros de esperanza, la pasión por el bien posible, la sonrisa posible, la buena política posible, una «casa común» donde sea posible vivir mejor para todos. Nuestra vida está viva cuando tiene corazón. Jesús hace fructificar la antigua religión en dos líneas: la línea de la persona, que está antes que la ley, y luego la línea del corazón, de las motivaciones profundas, de las buenas raíces.
Ocurre, pues, como con los árboles: el árbol bueno no produce frutos podridos. Jesús nos lleva a la escuela de la sabiduría de los árboles.
Así es. Porque la primera ley de un árbol es la fecundidad, el fruto. Y es la misma regla básica que inspira la moral evangélica: una ética del buen fruto, de la fecundidad creativa, del gesto que realmente hace el bien, de la palabra que realmente consuela y cura, de la sonrisa auténtica.
En resumen, pues, las profundas que rigen la realidad son las mismas que rigen la vida espiritual. El corazón del cosmos no dice supervivencia, la ley profunda de la vida es dar. Es decir, crecer y florecer, crear y dar. Como los buenos árboles.
Pero también tenemos una raíz de maldad en nosotros. ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano? ¿Por qué te pierdes buscando pajas, mirando la sombra en lugar de la luz en ese ojo? Esa no es la mirada de Dios. El ojo del Creador vio que el ser humano era algo muy bueno. Dios ve al hombre y a la mujer como algo muy bueno porque tiene un corazón de luz. El ojo malo irradia oscuridad, difunde predilección por la sombra.
El ojo bueno es como una linterna, difunde luz. No busca vigas ni pajas ni ojos heridos, nuestros malos tesoros, sino que se apoya en un Edén que a nadie le falta: «con todo cuidado cuida tu corazón porque es la fuente de la vida» (Proverbios 4,23).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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