Cómo responder a la tentación autoritaria
¿Cómo un sistema se vuelve autoritario? Es
la gran pregunta que se está haciendo realidad, y que vemos tomar
forma día a día en los decretos firmados por Donald Trump para borrar toda
práctica de inclusión y todo rastro de bienestar de la administración
estadounidense, en las proclamas de anexión de estados y territorios soberanos,
en la denuncia y secesión de las organizaciones internacionales y
supranacionales… Mientras Elon Musk —a quien Time retrataba en portada ya
sentado en el escritorio presidencial— invita a los alemanes a votar a los
neonazis de Alternative für Deutschland, "porque sólo la AfD puede
salvar a Alemania".
Todos los "ismos" de la
reacción, todas las pesadillas del siglo se reúnen en torno a la Casa Blanca en estas primeras
semanas de la revolución conservadora que amenaza con incendiar el mundo desde
Washington: aislacionismo, colonialismo, nacionalismo, soberanismo,
imperialismo, en nombre de un Dios despótico y vengativo, alistado
con los poderosos y dispuesto a dispersar a los desesperados con
rayos trumpianos, que incineran la era de la democracia liberal.
Todo a nuestro alrededor ha cambiado,
porque se ha roto el viejo código occidental que mantenía unidos a Parlamento,
gobierno y oposición dentro de un sistema reconocido y aceptado, donde derecha
e izquierda, las dos criaturas políticas del siglo XIX, seguían compitiendo por
el consenso representando dos interpretaciones diferentes de una herencia
común.
Este canon occidental ya no existe, porque
la nueva derecha, al situarse fuera del sistema y al mismo tiempo guiarlo, lo
ha pisoteado, sustituyéndolo por una nueva concepción del poder, entendido como
el ejercicio directo de la voluntad popular.
Incluso la derecha y la izquierda ya no
son antagonistas directos, pues la derecha está involucrada en un juego contra
toda la cultura liberal-democrática que ha permeado las instituciones de la
posguerra, y por lo tanto dirige su fuerza revolucionaria contra las piedras
angulares del sistema, para hacerlo estallar.
Por supuesto, habrá elecciones
intermedias, y luego o además cuatro años pasarán rápidamente: pero las pruebas
de las garantías democráticas corren el riesgo de ser un arma contundente
contra la furia desconstituyente que está en acción y que quiere utilizar el
viento negro de esta legislatura para cambiar para siempre la naturaleza de los
Estados democráticos renacidos del repudio de las dictaduras en la opción de la
libertad.
El desafío es romper el vínculo entre el
Estado y la democracia, fuente de la civilización occidental durante los
ochenta años posteriores a la guerra. Hay que esterilizar pues el concepto de
democracia liberándolo de las ataduras de los procedimientos
liberal-democráticos, de las herencias históricas como el antifascismo, del
equilibrio y de la separación de poderes para llegar a un Estado neutral, sin
historia o en todo caso sin alma, porque las historias se vuelven todas una
misma cuando no hay distinción de valores y consecuente jerarquía.
Este Estado, finalmente, puede ser el
instrumento de un poder libre de todo límite, que transforma el consentimiento
en supremacía y el gobierno en dominación.
Está claro que en este momento la Unión
Europea se ha convertido en un bochorno, (alguien lo califica de “vergüenza”) y
el Occidente ya no está allí. Sólo queda la nación, refundada sobre una
deformación ideológica de la verdad histórica, con roles definitivamente
subordinados a los Imperios hegemónicos.
La simplificación desde arriba y el
populismo constitucional de “reformas” serán responsables de construir una
nueva forma de legitimidad cercana al poder y al pueblo. El carisma del éxito,
el dinero y la innovación de los nuevos señores feudales tecnológicos del
trumpismo bendecirán esta obra de deconstrucción bautizándola como innovación,
intentando así fundar la regresión constitucional en un nuevo modelo de
racionalidad postdemocrática y futurista.
Ahora bien, ¿cómo es posible que esta
perspectiva no genere un rechazo, una rebelión o al menos una objeción
universal?
Con el fin de la opinión pública,
fragmentada en muchas opiniones privadas gastadas en vano en las redes
sociales, consumimos el proyecto trumpiano de democracia autoritaria en
episodios únicos que reducen el plan reaccionario a pastillas, nos impiden leer
su alcance y, de hecho, desfilando a su vez en la pantalla, espectacularizan la
subversión, transformando cada frase y cada gesto en un número circense
aislado, mientras que en realidad son la realidad.
La segunda razón es la dimensión
planetaria del desafío lanzado por la nueva derecha, difícil de afrontar cuando
mezcla consensos, miles de millones, plataformas sociales y tecnointeligencia
para dar forma no sólo a una nueva política, sino a una nueva cultura universal:
ya se está instalando una nueva ley autoritaria allí donde la ley se separa de
la moral, como lo están experimentando los migrantes, vanguardias simbólicas de
las consecuencias de esa separación.
Finalmente, está el desencanto
democrático, el cansancio del ciudadano en estos años de crisis en seguir el
trabajo cotidiano de la democracia.
Theodor Adorno decía que la tentación
autoritaria volverá a manifestarse en los sistemas democráticos cuando estos no
se demuestren "a la altura de su propio concepto", es decir, cuando
la democracia no cumpla sus promesas.
Todo esto demuestra que no basta con una
respuesta tradicional. Debemos aprovechar el nudo de la contradicción, impugnar
la interpretación que la derecha hace de lo nuevo, devolver la eficacia a la
práctica democrática, que garantiza nuestra libertad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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