lunes, 10 de febrero de 2025

La necesidad y urgencia de una revolución de la bondad.

La necesidad y urgencia de una revolución de la bondad 

"Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón" (Sal 90). Para el salmista, la conciencia de la mortalidad y, por tanto, de la preciosidad de cada día vivido, es el camino principal que conduce a la sabiduría del corazón, es decir, a esa forma de conocimiento que es la sabiduría, porque es conocimiento de la naturaleza íntima del ser humano y de la relación vital que mantiene con los demás y con el mundo. Sabiduría del corazón significa comprender que estamos hechos de relaciones a las que, por el bien de todos, debemos dedicar atención y cuidado. 

Se puede "vivir por inercia" pero esto no sería más que mantenerse en el tiempo. Vivir significa mucho más: significa realizar el propio potencial, llegar a ser lo que podemos ser o, mejor aún, lo que somos potencialmente. Por eso necesitamos insertar nuestra vida en una arquitectura de significado o, como dice Viktor Frankl, psicólogo y psicoanalista que desarrolló una psicoterapia centrada en la búsqueda de significado, el pensamiento, para descubrir el significado, ya dado a él, de nuestra vida. En cualquier caso, es fundamental aprender a vivir no de la casualidad, sino conscientes de lo que vivimos, de los sentimientos que nos animan, de las emociones que sentimos incluso más que de las cosas que nos suceden. Estar presente contigo mismo en todo momento, consciente de los pensamientos que ocupan tu mente y de los sentimientos que invaden tu corazón, significa ser dueño de ti mismo, hacer y decir lo que realmente quieres en lugar de hablar o actuar imprudentemente. 

Esto te hace feliz contigo mismo; los filósofos helenísticos ya lo enseñaban para alcanzar el autoconocimiento y aprender la autodisciplina. Pero cuidar los afectos -hermosa y un tanto obsoleta palabra con la que se suele indicar el conjunto de sentimientos y emociones- es una práctica necesaria no sólo para el bienestar psicológico y espiritual del individuo, sino también para el bien público. De hecho, siempre se traducen en gestos y acciones: los sentimientos positivos en buenas acciones, los sentimientos negativos en malas y dañinas acciones. Nos recuerda que para dar forma a una buena sociedad es necesario construir buenos pensamientos que sepan alimentar buenas pasiones. Por tanto, su discurso tiene también el tono de un llamamiento político, a la política entendida como arte de la convivencia civil, de educación de los ciudadanos. 

Investigar la vida emocional responde a la vocación originaria de la filosofía y se traduce en una verdadera filosofía de la existencia que hoy es más necesaria que nunca. De hecho, aunque la cultura actual tiene poco en cuenta los sentimientos (fuera de los programas de televisión que se alimentan de ellos como buitres), son, y siempre serán, el centro de la vida de las personas. Cuidarte, cuidar de tus seres queridos y no sólo de tu bienestar físico, significa por tanto cuidar tu existencia, dando sentido y sabor a la vida. 

Por ejemplo, el mundo occidental nunca ha colocado la ternura entre sus valores fundamentales; por el contrario, se construyó sobre ideales opuestos de virilidad, dureza, imperturbabilidad, a los que se sumaron los mitos actuales de eficiencia, toma de decisiones y rapidez. Sin embargo, esta eliminación sistemática de la ternura mutua de la gramática de la vida crea una insensibilidad devastadora por la calidad de la convivencia, especialmente cuando, como hoy en día, la fuerza templadora de la espiritualidad y de una ética de la atención al otro no tiene una raíz religiosa. En este contexto, la ternura misma podría convertirse en el motor de una revolución suave y salvífica. 

Este sentimiento intenso y ancestral que precedió al nacimiento y resistirá incluso a la muerte se considera una debilidad, una forma de fragilidad del alma inútil y perjudicial para el bien público, porque, se dice, impediría ver con claridad política sobre lo que es correcto hacer por el bien de todos. Por ejemplo, un pequeño refugiado suele conmovernos con ternura, por eso nos cuesta enviarlo de regreso, porque el sentimiento embota la razón. ¿Pero estamos seguros? ¿No podría ser más bien que mirar las cosas con ojos distintos de los de la eficiencia, la economía y la racionalidad sea una vía de salvación para nuestra sociedad cada vez más atomizada, asustada, agresiva e infeliz? Soy de los que creen que para contrarrestar los males actuales es necesario imaginar nuevas formas y prácticas de convivencia y de experiencia basadas en una ternura combativa y una nueva poética de las relaciones, renunciando a un pensamiento monocorde y a su rigidez autodefensiva. 

Una metáfora sugerente de la vida actual es la ciudad, donde todo fluye rápido e improvisado al mismo tiempo. Cada habitante de la ciudad, especialmente los más grandes, es golpeado a cada momento por innumerables estímulos e información, debe afrontar situaciones y experiencias que lo ponen en un estado de euforia y miedo al mismo tiempo. Reacciona a todo esto con una especie de reserva, con una clausura y un desapego autoimpuestos que lo transforman en una persona que no tiembla ante nada, un ser humano que trata de esconderse del mundo y de la realidad detrás de una media sonrisa. ¿Cómo salir ileso frente a un pobre diablo que pide limosna, una imagen de guerra, noticias de violencia o incluso un bonito par de zapatos en el escaparate y un cartel publicitario con una mujer tetona en sujetador y bragas que le guiña un ojo? ¿Cómo absorber y conciliar tantas emociones diferentes dentro de uno mismo en una misma mente que mientras tanto sigue también los propios pensamientos, y en un corazón que vive sus propias situaciones emocionales personales? Todo es demasiado y por eso paraliza. 

En estas condiciones, vivimos inmersos en una especie de melancolía generalizada, como si se tratara de una radiación cósmica de fondo, compuesta de depresión y euforia, un cansancio infinito que se convierte en falta de esperanza. Un embotamiento agitado e inquieto es el síndrome típico de nuestro tiempo eficiente, que fluye, o más bien corre, en nombre de la productividad y el rendimiento. Cada elemento de orientación está oscurecido, las certezas metafísicas, los ideales políticos e incluso las grandes narrativas simbólicas se han desvanecido. La orientación es cada vez más difícil, especialmente para los jóvenes que parecen energéticamente equivocados: o demasiado salvajes o demasiado aburridos. El único remedio, la única cura posible para el mal oscuro que se infiltra en el corazón y en el espíritu de cada uno en mayor o menor medida, consiste en frenar para poder volver a prestar atención, en aprender a pensar en cada circunstancia, especialmente en las más ordinarias. La conciencia constante de lo que el mundo despierta en nosotros es fundamental para discernir lo bueno y aferrarnos a él, dejando escapar las malas emociones, que nos hacen daño y nos empujan a herir a los demás. Este es el único camino, bien conocido por cualquiera que sepa un poco de psicología, hacia el bien, la paz interior y la armonía entre las personas. 

Parecida a la ternura es la dulzura, que predispone a ella porque sólo puede surgir en un alma dulce. La dulzura es una de las mejores y más útiles disposiciones del alma para la sociedad, especialmente para la nuestra. De la dulzura se podría captar sobre todo el carácter de fuerza su esencia y su valor de benevolencia que ayuda a amalgamar, a diluir,... Es precisamente en la dulzura donde el exceso de estímulos encuentra un freno, ya que por su naturaleza requiere la justa medida, de lo contrario si es un gusto repugna, si es una actitud se vuelve empalagosa. 

Una de las imágenes más bellas y sugerentes es el vínculo entre la dulzura y la madre, que tranquiliza dulcemente al niño pero al mismo tiempo le enseña, negando y regulando sus demandas, a contener impulsos y deseos excesivos sin sentirse frustrado. De esta manera el niño aprende su dependencia del cuidado de los demás y la justa medida de sí mismo en relación con el mundo en el que ha entrado; Experimenta la debilidad de los necesitados, pero al mismo tiempo se forma en él la confianza en la benevolencia de los demás. Quien se siente amado y seguro se vuelve más fuerte, porque la dulzura sabe sostener y sostener permitiendo la confianza... la gratitud, el mantenimiento del vínculo. Y no sólo son dulces los alimentos, sino también las palabras y las actitudes, por lo que la dulzura debe entenderse como un estilo, una estética de la existencia, una fuerza que contrarresta la desintegración de los vínculos sociales, que incluso los repara y recrea. Y dado que estimula la compasión, ésta es un ingrediente fundamental de la justicia y por ello se le debe reconocer un valor político. 

A mí me parece que debemos recoger el reto de ir tomando conciencia de la importancia de los sentimientos, las emociones y las actitudes para determinar la calidad de la convivencia civil y a trabajar con convicción y responsabilidad para volver a colocarlos en el centro de las relaciones sociales. Son los sentimientos y las emociones aquellos modos y disposiciones del alma que, como pensaban los antiguos, no sólo mejoran la vida personal, sino que también son cualidades verdaderamente públicas, fundamentales para la construcción de una sociedad civil más democrática, justa, y solidaria. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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