¿Confesión de los pecados?
Como dentro de unos días empieza la Cuaresma… hablemos del sacramento de la confesión…
Según las encuestas, parece que la práctica de la confesión está en franca decadencia entre los cristianos católicos.
Bien porque a uno le resulta difícil contarle a otro sus asuntos, bien porque lo considera inútil, bien por otra cosa.
El fenómeno, en sí mismo, es revelador no sólo del malestar hacia los sacramentos en general, ya conocido, sino sobre todo de la profunda crisis que atraviesan el catolicismo y la sociedad.
La cuestión, sin embargo, debería examinarse un poco más en serio de lo que suele ser habitual, al menos según las crónicas de las habituales mesas redondas entre expertos que suelen acabar en punto muerto.
Sobre todo, debería abordarse evitando, si es posible, la búsqueda de soluciones parcheadas o meramente rediseñadas.
Como, por ejemplo, la propuesta, que de vez en cuando se desempolva en ciertos sectores eclesiales, de hacer más frecuente el modelo comunitario -que no individual- de confesión: ya que la forma tradicional de penitencia está en crisis, éste es el razonamiento en versión reducida y seguramente hasta simplista, entonces hagámoslo todos juntos, así recuperamos también la dimensión social del pecado.
Que hay pecados llamados «sociales» es indudable. Como es igualmente cierto que todo pecado, incluso el más recóndito, tiene también una repercusión social. Pero no se trata de eso.
Tampoco
me parece que cambiar la forma de confesar baste para invertir la tendencia.
Si se quiere encontrar un remedio eficaz, hay que llegar al fondo del problema y mirar a la realidad de frente.
Y la realidad también dice que hoy nos confesamos cada vez menos porque el propio sentido del pecado ha desaparecido, o se ha debilitado mucho, de modo que ya no sabemos lo que es bueno y lo que es malo,…, imbuidos como estamos de un relativismo que lo diluye todo.
No sólo eso, sino que incluso lo que antes era malo ahora es bueno, y viceversa.
Mucho se ha hablado y escrito sobre los porqués de esta moral invertida, pero lo cierto es que si ya no existe una norma objetiva, si el individuo es la medida de sus actos, no es de extrañar que los confesionarios estén vacíos.
Se podrían poner miles de ejemplos, pero la verdadera cuestión es sólo una: pedir perdón, ¿por qué? ¿Y de qué?
Nuestra sociedad transmite una antropología fuertemente ególatra, en la que desde pequeños se nos educa para vivir como si fuéramos el centro del universo, sin dejar espacio para Dios ni para el prójimo.
Imaginemos que un hombre así pueda pedir perdón a nadie: como mucho puede disculparse, como manda lo políticamente correcto, pero eso es otra cosa.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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