¿Por qué rezar?
Me preguntas: ¿por qué rezar? Yo te respondo: para vivir.
Sí: para vivir de verdad, hay que rezar. ¿Por qué? Porque vivir es amar: una vida sin amor no es vida. Es soledad vacía, es prisión y tristeza. Sólo vive de verdad quien ama: y sólo ama quien se siente amado, alcanzado y transformado por el amor.
Así como la planta no hace florecer su fruto si no es alcanzada por los rayos del sol, así el corazón humano no se abre a la vida verdadera y plena si no es tocado por el amor.
Ahora bien, el amor nace del encuentro y vive del encuentro con el amor de Dios, el más grande y verdadero de todos los amores posibles, es más, el amor que supera todas nuestras definiciones y todas nuestras posibilidades.
Rezando, uno se deja amar por Dios y nace para amar, una y otra vez. Por eso, quien reza vive, en el tiempo y para la eternidad.
¿Y quién no reza? Quien no reza corre el riesgo de morir por dentro, porque tarde o temprano le faltará el aire para respirar, el calor para vivir, la luz para ver, el alimento para crecer y la alegría para dar sentido a la vida.
Tú me dices: ¡pero yo no sé rezar! Y me preguntas: ¿cómo rezar? Yo te respondo: empieza por dar un poco de tu tiempo a Dios.
Al principio, lo importante no será que este tiempo sea mucho, sino que lo des fielmente.
Fíjate un tiempo para dedicar cada día al Señor, y dedícalo fielmente, todos los días, cuando te apetezca y cuando no te apetezca.
Busca un lugar tranquilo, donde a ser posible haya algún signo que recuerde la presencia de Dios (una cruz, un icono, la Biblia, el Sagrario...). Reúnete en silencio: invoca al Espíritu Santo, para que grite en ti «¡Abba, Padre!».
Lleva tu corazón a Dios, aunque esté revuelto: no tengas miedo de contárselo todo, no sólo tus dificultades y tu dolor, tu pecado y tu incredulidad, sino también tu rebeldía y tu protesta, si las sientes dentro.
Todo esto, ponlo en manos de Dios: recuerda que Dios es Padre - Madre en el amor, que todo lo acoge, todo lo perdona, todo lo ilumina, todo lo salva.
Escucha Su Silencio: no pretendas tener las respuestas inmediatamente.
Persevera. Como el profeta Elías, camina por el desierto hacia el monte de Dios: y cuando te hayas acercado a Él, no le busques en el viento, el terremoto o el fuego, en los signos de fuerza o grandeza, sino en la voz del silencio sutil (cf. 1 Re 19,12).
No pretendas asir a Dios, sino dejarle pasar a tu vida y a tu corazón, tocar tu alma, y dejar que sea contemplado por ti incluso desde atrás.
Escucha la voz de su Silencio.
Escucha Su Palabra de vida: abre la Biblia, medítala con amor, deja que la palabra de Jesús hable hasta el fondo de tu corazón; lee los Salmos, donde encontrarás expresado todo lo que quisieras decirle a Dios; escucha a los apóstoles y profetas; enamórate de las historias de los Patriarcas y del Pueblo Elegido y de la Iglesia naciente, donde encontrarás la experiencia de la vida vivida en el horizonte de la alianza con Dios.
Y cuando hayas escuchado la Palabra de Dios, camina un poco más por los senderos del silencio, dejando que el Espíritu te una a Cristo, Palabra eterna del Padre.
Deja que Dios Padre te moldee con sus dos manos, la Palabra y el Espíritu Santo.
Al principio, puede parecerte que el tiempo para todo esto es demasiado largo, que no pasará nunca: persevera con humildad, dando a Dios todo el tiempo que puedas darle, nunca menos, sin embargo, del que hayas establecido que puedes darle cada día.
Verás que de cita en cita tu fidelidad se verá recompensada, y te darás cuenta de que poco a poco crecerá en ti el gusto por la oración, y lo que al principio parecía inalcanzable se hará más fácil y hermoso.
Comprenderás entonces que lo que cuenta no es tener respuestas, sino ponerte a disposición de Dios: y verás que lo que traes en la oración se irá transfigurando poco a poco.
Así, cuando vayas a orar con el corazón agitado, si perseveras, te darás cuenta de que, después de haber orado durante mucho tiempo, no habrás encontrado respuestas a tus preguntas, pero las preguntas mismas se habrán derretido como la nieve al sol y entrará en tu corazón una gran paz: la paz de estar en las manos de Dios y de dejarte conducir mansamente por Él hacia donde te ha preparado.
Entonces, tu corazón hecho nuevo podrá cantar el cántico nuevo, y el «Magnificat» de María saldrá espontáneamente de tus labios y será cantado por la elocuencia silenciosa de tus obras.
Tienes que saber, sin embargo, que no faltarán dificultades en todo esto: a veces, no podrás callar el ruido que hay a tu alrededor y dentro de ti; a veces, sentirás la fatiga o incluso el asco de rezar; a veces, tu sensibilidad estará a flor de piel, y cualquier acto te parecerá preferible a estar en oración ante Dios, a «pérdida» de tiempo.
Por último, sentirás las tentaciones del Maligno, que intentará por todos los medios separarte del Señor, alejándote de la oración.
No temas: las mismas pruebas que tú experimentas las han experimentado los santos que te han precedido, y a menudo mucho más pesadas que las tuyas.
Continúa teniendo fe.
Persevera, resiste, y recuerda que lo único que realmente podemos dar a Dios es la prueba de nuestra fidelidad. A través de la fidelidad de la perseverancia salvarás tu oración, y tu vida.
Llegará la hora de la «noche oscura», en que todo te parecerá estéril y hasta absurdo en las cosas de Dios: no temas.
Esa es la hora en que es Dios mismo quien lucha contigo: aparta de ti todo pecado, con la confesión humilde y sincera de tus faltas y el perdón sacramental; dale a Dios aún más de tu tiempo; y deja que la noche de los sentidos y del espíritu se convierta para ti en la hora de la participación en la pasión del Señor.
Entonces será Jesús mismo quien cargue con tu cruz y te conduzca con Él a la alegría de la Pascua.
No te extrañará, entonces, considerar esa noche incluso amable, porque la verás transformada para ti en una noche de amor, inundada del gozo de la presencia del Amado, llena de la fragancia de Cristo, resplandeciente de la luz de la Pascua.
No temas, pues, las pruebas y las dificultades en la oración: recuerda sólo que Dios es fiel y nunca te dará una prueba sin darte la salida y nunca te expondrá a una tentación sin darte la fuerza para soportarla y vencerla.
Déjate amar por Dios: como una gota de agua que se evapora bajo los rayos del sol y sale y vuelve a la tierra como lluvia fecunda o rocío consolador, así deja que todo tu ser sea obrado por Dios, modelado por el amor de los Tres, absorbido en Ellos y devuelto a la historia como don fecundo.
Deja que la oración haga crecer en ti la liberación de todo temor, el valor y la audacia del amor, la fidelidad a las personas que Dios te ha confiado y a las situaciones en las que te ha colocado, sin buscar evasiones ni consuelos baratos.
Aprende, a través de la oración, a vivir la paciencia de esperar los tiempos de Dios, que no son los nuestros, y a seguir los caminos de Dios, que tantas veces no son los nuestros.
Un don particular que te dará la fidelidad en la oración es el amor a los demás y el sentido de Iglesia: cuanto más reces, más sentirás misericordia por todos, más querrás ayudar a los que sufren, más hambre y sed de justicia para todos, especialmente para los más pobres y débiles, más aceptarás asumir los pecados de los demás para completar en ti mismo lo que falta a la pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, la Iglesia.
Rezando, sentirás lo bueno que es estar en la barca de Pedro, solidario con todos, dócil a la guía de los pastores, sostenido por las oraciones de todos, dispuesto a servir gratuitamente a los demás, sin pedir nada a cambio.
Rezando sentirás crecer en ti la pasión por la unidad del cuerpo de Cristo y de toda la familia humana.
La oración es la escuela del amor, porque en ella puedes reconocerte infinitamente amado y nacer una y otra vez a la generosidad que toma la iniciativa del perdón y del don sin cálculo, más allá de toda medida de cansancio.
Rezando, se aprende a rezar, y se saborean los frutos del Espíritu que hacen la vida verdadera y bella: «amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5,22).
Rezando, uno se convierte en amor, y la vida adquiere el sentido y la belleza para los que fue concebida por Dios. Rezando, se siente cada vez más la urgencia de llevar el Evangelio a todos, hasta los confines de la tierra.
Rezando, se descubren los dones infinitos del Amado y se aprende cada vez más a darle gracias en todas las cosas.
Rezando, se vive.
Rezando, se ama.
Rezando, se alaba. Y la alabanza es la mayor alegría y la mayor paz de nuestros corazones inquietos, en el tiempo y por la eternidad.
Si yo tuviera, pues, que desearte el regalo más hermoso, si tuviera que pedir a Dios por ti, no dudaría en pedirle el don de la oración.
Se lo pediría: y tú no dudarías en pedírselo a Dios por mí. Y para ti.
Que la paz de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén contigo. Y tú en ellos: porque rezando entrarás en el corazón de Dios, escondido con Cristo en Él, envuelto en su amor eterno, fiel y siempre nuevo.
Ya lo sabes: quien ora con Jesús y en Él, quien ora a Jesús o al Padre de Jesús o invoca su Espíritu, no ora a un Dios genérico y lejano, sino que ora en Dios, en el Espíritu, por el Hijo Padre.
Y del Padre, por medio de Jesús, en el soplo divino del Espíritu, recibirá todo don perfecto, adecuado a él y para él siempre preparado y deseado.
El don que nos espera.
El don que te espera.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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