Cuaresma: una Iglesia que se pone en camino
¿La Iglesia está inmóvil y paralizada ante los desafíos que enfrenta o la salida irreversible de la era cristiana la anima a ponerse en camino nuevamente?
No faltan señales, confirmaciones y negaciones de ambos lados, lo que lleva a la esperanza y luego a la desesperanza. Sin duda, el rápido cambio general trae consigo desorientación y oportunidades.
¿El equilibrio supera al cambio?
La verdadera obra maestra del Papa Francisco consiste en haber hecho pasar como revolucionarios un conjunto de cambios completamente marginales, rayanos en la irrelevancia, evoluciones normales y completamente previsibles de la estrategia global de la jerarquía católica.
La Iglesia se encontraría pues en una situación de inmovilidad sustancial, no sólo sufrida sino de algún modo buscada y cultivada como fruto del mayor nivel posible de equilibrio y continuidad respecto a los cambios epocales que la interpelan y la sacuden.
Un análisis así considera a la Iglesia desde una perspectiva estructural, es decir, la de la máquina eclesiástica (prácticas políticas, religiosas, culturales y normativas) que, por sus características, puede asimilarse a una gran organización burocrática.
Independientemente de las intenciones y posibilidades reales, la Iglesia Católica sería entonces esencialmente rígida e inadecuada para producir cambios, incapaz de auto-reformarse y, por el contrario, extremadamente decidida a perpetuarse manteniendo el status quo inalterado durante el mayor tiempo posible. En este contexto, reformar verdaderamente la acción eclesial sería una empresa muy arriesgada porque amenazaría un equilibrio muy estable y duradero.
En lugar de abordar la cuestión de la secularización y la relevancia cada vez menor del cristianismo, la articulación altamente centralizada y la cultura organizativa de la Iglesia, el papel asignado a la mujer en la vida de la Iglesia, el celibato obligatorio del clero y los cambios en la doctrina moral y familiar, el Papa Francisco habría distraído la atención de quienes presionan por el cambio dirigiéndola hacia otros aspectos mucho menos problemáticos para la institución de la Iglesia.
Ejemplos de estas distracciones son el aparente desafío al capitalismo, el desarrollo y énfasis en las buenas relaciones con otras denominaciones religiosas y el compromiso ecológico de salvaguardar el planeta. Nada que ver, si se mira con atención, con cambiar la jungla de reglas y normas que requerirían una cuidadosa comparación y reflexión teológica y doctrinal para poder ser cambiadas.
¿O de trata de una nueva historia?
Seguramente es necesario partir, más que de las cumbres, de la realidad del Pueblo de Dios.
Finalmente nos vamos dando cuenta de que la historia ha sorprendido al cristianismo y al Pueblo de Dios en uno de esos puntos de inflexión en los que la estructura pastoral de la vida cristiana ha llegado al agotamiento de uno de sus paradigmas históricos, el de un cristianismo mayoritario y omnímodo.
Un pueblo, el cristiano, vuelto a poner en camino después de haberse convencido durante tanto tiempo de vivir en un mundo inmutable. La historia ha vuelto a poner al cristiano en camino en compañía de una humanidad inquieta que sigue con valentía la búsqueda de sí misma.
Naturalmente, ser empujado a moverse no significa otra cosa que haber dado pasos: como en el pasaje de Emaús, parece ser más bien un alejarse -quizás huir- de una situación que se vive con graves dificultades pero sin que el Pueblo de Dios de hoy tenga una verdadera conciencia de las causas que lo hacen en cierto modo extraño en nuestro tiempo.
Y, en este sentido, se puede interpretar la acción y la personalidad del Papa Francisco como factores dinámicos: no el mejor equilibrio sino el mayor cambio posible.
Su apariencia sencilla y atrevida tuvo un efecto liberador, una verdadera sensación de alivio: muchos sintieron que de repente se abría una ventana y comenzaba a circular un aire nuevo. Hay que notar, sin embargo que el tejido de la Iglesia está más desgastado de lo que se podía imaginar, con el riesgo de que cada remiendo no haga más que abrir un nuevo desgarro en el todo.
De los proyectos… a los procesos…
Cada vez es más evidente que la tarea pastoral exige urgencias que ya no se pueden posponer, poniéndonos así de nuevo en camino.
Retomar el camino de una historia por vivir exige repensar creativamente las prácticas pastorales concretas.
Realizar un verdadero cambio en los modelos y prácticas pastorales implica un cambio de paradigma, concretamente pasar del énfasis en los “proyectos” al cuidado de los “procesos”: los primeros se construyen pensando en los resultados deseados, los segundos tienen como criterio de verificación la calidad de las relaciones y vínculos producidos.
La mentalidad de planificación la encontramos en muchos documentos pastorales nacidos de una comisión o de un sínodo: dictar las directrices y luego esperar que se implementen, contando con la buena voluntad de las personas, convencidos de que describir y planificar es suficiente para realizar.
En cambio, es a través del cuidado del proceso que una organización genera valor: en el contexto eclesial, es la capacidad de ser generativa, de evangelizar con mayor eficacia y belleza, de ser significativa y atractiva, de ampliar la comunión.
El proceso representa más bien “cómo” tendemos y queremos lograr un objetivo. No es el “qué”. Así como la sinodalidad no puede reducirse a un principio, a un valor o a un simple estilo, actuar para y sobre los procesos no consiste en un simple cambio de estilo, de atención a prestar.
Activar un proceso de cambio, a través de un enfoque pragmático, puede describirse como el camino a seguir para pasar de A (situación existente) a B (situación esperada o deseada). Esta transición no puede producirse trazando una línea recta entre las dos situaciones identificadas, sino que requiere una fase, un tiempo, de aprendizaje personal y organizacional.
El camino a activar se convierte entonces en un verdadero proceso de aprendizaje, donde las personas que se desenvuelven en ese contexto tendrán que descongelar sus modelos mentales, rutinas, hábitos, modelos relacionales y de toma de decisiones anteriores.
¿De qué se trata: de una Iglesia atenta a salvaguardar posibles equilibrios o de un Pueblo de Dios “obligado” a ponerse en camino?
Es importante, yo diría que es decisivo, que en cada nivel eclesial se ejerza el discernimiento: después de todo, es uno de los primeros procesos –el discernimiento– que hay que cuidar y cultivar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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