Dar la voz a los enfermos
¡Cómo cambian las perspectivas cuando la enfermedad entra con fuerza en la vida de una persona, en el hogar de una familia!
La ventana de la habitación reduce el mundo exterior a un rectángulo siempre cambiante, la ventana del televisor lo muestra distorsionado con sus sonrisas lustrosas. Los días se hacen más lentos a la espera de conocer el resultado de una terapia, mientras los «sanos» parecen agotar el tiempo en una búsqueda frenética de quién sabe qué (pero un día ellos también tendrán que parar...).
Este distanciamiento corre el riesgo de verse involuntariamente exacerbado por iniciativas como el «domingo del enfermo» -con la invitación a la misa parroquial, el lugar reservado en los primeros bancos, las oraciones ad hoc de los fieles,…-, sobre todo cuando se quedan en momentos aislados, demasiado simbólicos de una atención que se quisiera comunitaria pero que, en realidad, en las semanas restantes se delega en los voluntarios habituales.
El extraordinario énfasis en «poner al enfermo en el centro» -un día al año, más o menos- puede resultar irrisorio comparado con la dimensión semanal de la enfermedad, con su lentitud y su angustiosa monotonía. Tiene un poco el efecto de esa bendición demasiado apresurada que ciertos capellanes de hospital se comprometen generosamente a garantizar cada día en sus rápidas rondas por las salas, con un folleto-panfleto que dejan en la mesilla de noche. Con él, ministro del consuelo, uno desearía en cambio poder decir unas palabras, confiar una preocupación: la verdadera escucha requiere tiempo.
Los enfermos, y no sólo los crónicos, anhelan una atención episódica o ritual. Quieren poder hablar y ser escuchados sin prisas, sentirse «tomados en serio» incluso a través de pequeños pero frecuentes signos -una llamada de teléfono prolonga la vida- que surgen de una empatía muy humana, de la caridad evangélica. Es aquella con la que ellos mismos saben entregarse a sus compañeros de cama o comprometerse a ofrecer a los demás, cuando vuelven a sus ritmos habituales pero con gafas nuevas…
Es en la ferialidad donde uno quisiera ver afirmada la nueva perspectiva de tantos documentos válidos: si el enfermo es el «sujeto» de la pastoral -ya no sólo el destinatario-, no basta una visibilidad puntual sino que hay que darle voz.
Dos ejemplos eclesiales podrían ser:
1.- ¿por qué en algunas celebraciones eucarísticas el que acompaña y preside la celebración no puede confiar la homilía a una persona enferma o discapacitada (sobre todo porque a menudo son los protagonistas del pasaje evangélico)?
2.- ¿por qué no intentar construir en la parroquia o en la diócesis un ciclo de encuentros-testimonio sobre el valor de la vida, sobre la relación sanador-enfermo o sobre la caridad en los que el micrófono no se confíe sólo al médico experto, sino a cristianos anónimos que han pasado por la prueba o la curación? ¿Debemos esperar siempre a que ya no puedan hablar, para valorar -en diarios o cartas póstumas- los testimonios de tantos hermanos que han afrontado cristianamente el sufrimiento, convirtiéndose ellos mismos en samaritanos?
Allí donde quizá se puedan realizar estas experiencias -y no sólo en el Día del Enfermo en febrero- la comunidad cristiana hasta se pueda oxigenar. Tantas veces tengo la sensación de que nuestros parámetros de agenda y oferta pastorales toman la perspectiva de «sólo para sanos» o planteada y propuesta «como si» la fragilidad nunca pudiera tocarnos o, en todo caso, no debiera mostrarse.
Habría que pensar en una nueva atención que hasta se convirtiera en un signo perdurable de la fe que sabe habitar incluso el tiempo difícil del dolor, del sufrimiento. Se trataría de hacer concretamente posible la comunión y la formación con la contribución coral la comunidad cristiana incluso poniendo a los propios enfermos en el centro.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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