La regresión de los derechos y el plan de Dios
El retroceso en materia de derechos y garantías democráticas no puede dejar de cuestionar también nuestra conciencia cristiana. Tanto más cuanto que si las señales que llegan en las últimas semanas desde Estados Unidos son muy inquietantes, no lo son menos las que atraviesan nuestra Europa, sobre la que se cierne la sombra de una peligrosa oscilación política hacia las formas más odiosas de la derecha.
De hecho, nada de lo que ocurre en las realidades humanas puede ser indiferente a la conciencia cristiana: «no hay nada auténticamente humano que no encuentre eco en el corazón de los cristianos» (Juan Pablo II, Discurso a las Naciones Unidas, 1995). Y esto es aún más cierto cuando se trata de situaciones que corren el riesgo de comprometer «el desarrollo de los pueblos que caminan decididamente hacia la meta de su pleno florecimiento» (Pablo VI, Populorum progressio, 1), y por tanto amenazar directamente aquella «infinita dignidad» que «es el fundamento del primado de la persona humana y la protección de sus derechos» (Dignitas Infinita, 1).
Naturalmente, la respuesta que surgirá de una conciencia cristiana que se deje seriamente interpelar por estos procesos será la de un renovado compromiso activo en la promoción de la cultura de los derechos, a partir de un esfuerzo por construir o reforzar una conciencia generalizada de su carácter fundamental.
Este compromiso –en las formas que sugieran las condiciones personales de cada uno– es una exigencia imperativa del cristiano. Se puede decir que el compromiso de promover la tutela de los derechos es una necesidad específica que nace del mandamiento de la caridad: «Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,40).
Pero aún más: toda indiferencia o pereza en este plano es un acto contrario al designio de Dios. Como recuerda el último Concilio Ecuménico Vaticano II, «es necesario superar y eliminar toda discriminación en relación con los derechos fundamentales de la persona, que es contraria al designio de Dios» (Gaudium et Spes, 29).
Es esencial, sin embargo, que en este compromiso el cristiano mantenga una postura que sea en sí misma un testimonio ante el mundo, como para darle razón de la esperanza que hay en nosotros (1 Pedro 3,16). Ésta es quizá la nota más difícil de conservar, o de recuperar, en el desánimo al que inclina el contexto actual, pero que quizá debe caracterizar más inmediatamente una conciencia cristiana.
El cristiano, de hecho, incluso en los giros a menudo difíciles de la historia humana, está llamado a mantener la íntima confianza de que el destino de la historia ya está escrito y es un destino de bien. Lo que significa que es un destino de plena afirmación y valorización de la dignidad humana y por tanto de plena afirmación de los derechos.
En otras palabras, el cristiano sabe que el camino hacia la realización de ese plan de Dios en el que ya no hay ningún tipo de discriminación es un camino que puede experimentar resistencias, ralentizaciones y quizá incluso retrocesos, pero cuyo aterrizaje feliz ya es seguro, porque está enraizado en la eficacia de la obra de salvación. Se puede decir en cierto sentido que perder la confianza en el progreso del camino de los derechos fundamentales equivale a dudar de la eficacia de la salvación, a dudar del poder del plan de Dios.
En cambio, es manteniendo esta confianza –esta esperanza, teológicamente entendida– como el compromiso político de cada cristiano en el mundo estará correctamente orientado, porque «toda acción humana seria y recta es esperanza en acción» [Benedicto XVI, Spe Salvi, 35].
En las fatigas y dificultades de nuestro compromiso por no dejar que la cultura de los derechos sea saqueada por nadie, escucharemos siempre de nuevo la promesa del Maestro que ya lo ha realizado todo: «No tengáis miedo. Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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