domingo, 2 de febrero de 2025

Después del Concilio de Nicea… ¿cómo decir Jesucristo en el siglo XXI?

Después del Concilio de Nicea… ¿cómo decir Jesucristo en el siglo XXI? 

Este año 2025 se cumplen 1700 años de la celebración del Concilio de Nicea (325), cuya profesión de fe constituye un hito en el reconocimiento de Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre, el Hijo eterno que, uniéndose a nosotros al asumir la naturaleza humana, nos da participación en la vida divina, nuestra verdadera patria y salvación. 

Precisamente por este motivo, la Semana de oración por la unidad de los cristianos (18-25 de enero) ha centrado su atención en el Credo Niceno. Según esta confesión decisiva, llamada a la existencia antes que todas las cosas, el Hijo encarnado desempeña para nosotros el papel de mediador e instrumento en la obra de la creación: como criatura, es esencialmente distinto del Padre y a Él le es dado hacerse y, por tanto, encarnarse y sufrir. Como primera y más alta entre las criaturas, puede encarnarse y ofrecerse como redentor y modelo para todos los hombres. 

Contra diversas tendencias reduccionistas, que se manifestaron como reacción de la cultura griega al escándalo del Evangelio cristiano, los Padres de los siglos III-IV defendieron con denuedo la fe cristológica, testimoniada en el Nuevo Testamento: su aportación converge en el solemne «Credo» de Nicea, admirable síntesis de lo que los discípulos de Jesús están llamados a creer y a vivir en su seguimiento. El Concilio afirmó, pues, con respecto a Cristo: 

«Creemos... en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado como unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consustancial al Padre, por quien fueron creadas todas las cosas las del cielo y las de la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó y se hizo carne, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió al cielo, (y) vendrá a juzgar a vivos y muertos» (DS 125). 

El texto se divide en dos secciones: la primera confiesa la preexistencia del Señor Jesús, su igualdad con el Padre y su papel en la creación; la segunda retoma la historia del Verbo encarnado, crucificado y resucitado, que constituía el tema exclusivo de los Símbolos más antiguos. La primera parte se caracteriza por un lenguaje abstracto, de enunciados sobre la esencia; la segunda, por un lenguaje concreto, de narración de acontecimientos. La perspectiva de la primera parte es conceptual; la de la segunda es histórico-dinámica. Estas observaciones se ven confirmadas por la diferente distribución de los verbos, que, con su número preponderante y su apretada sucesión, caracterizan la segunda sección con respecto a la primera como la narración de un devenir, de una historia. 

La primera sección, que constituye la innovación del Concilio de Nicea con respecto a los Símbolos más antiguos, puede entenderse en su contenido y lenguaje en relación con las cuestiones abiertas por la crisis arriana: la intención que guió a los Padres conciliares nicenos era clarificar la relación entre el Padre y el Hijo. El Símbolo proclamaba la divinidad de Jesucristo condenando abiertamente los errores de Arrio y proclamando la verdadera y estricta filiación divina del Verbo engendrado de la sustancia del Padre, así como su absoluta identidad de esencia con el Dios único. 

Al mismo tiempo, el Concilio de Nicea se distanciaba de la helenización de la fe cristiana, representada por la tesis arriana de un Hijo creado, intermediario entre Dios y el mundo. El significado del término «homoousios», que caracterizará la confesión nicena a lo largo de los siglos, debe determinarse entonces en este contexto: ausente en la Escritura, pasado del mundo gnóstico al mundo teológico cristiano, sobre todo alejandrino, el término quiere significar, contra la reducción arriana, que el Hijo se sitúa en el mismo nivel de ser que el Dios trascendente, Dios verdadero de Dios verdadero, «consustancial» al Padre. 

Él es también el tema de la segunda sección, en la que se retoma el esquema horizontal e histórico de los Símbolos más antiguos. Esta conexión trataba de poner de relieve cómo las afirmaciones ontológicas no pretendían vaciar las afirmaciones salvíficas sino, al contrario, querían confirmarlas. La instancia subyacente era soteriológica, aunque el «propter nos» sólo intervenga en medio del Credo y sólo se refiera a una parte del relato cristológico: la que comienza con la encarnación. 

Al esquema histórico-horizontal, característico de los Símbolos antiguos, sucede un esquema metafísico-vertical, que, si bien incorpora la sección narrativa, reduce su peso en favor de un enfoque más conceptual, ontológico. En otras palabras, en el Concilio de Nicea, el Cristo «en sí», contemplado y confesado en su consustancialidad con el Padre, viene a superponerse al Cristo muerto y resucitado «por nosotros», aunque esto no se excluya, como atestigua el hecho mismo de que el Símbolo sea una confesión litúrgica de la fe eclesial. 

De este modo, y contra reduccionismos diversos y opuestos, el Concilio de Nicea trataba de conservar los dos polos de la «contradicción pascual» en su relación de identidad: el Hijo consustancial al Padre es el mismo y único que ha vivido la verdadera historia desde la encarnación hasta la ascensión, y que en cierto sentido está todavía en proceso de consumación, hasta que Él mismo venga a juzgar a vivos y muertos. 

Llegado el momento de la confesión de fe, la liturgia de la Iglesia nos ofrece la posibilidad de elegir entre el Credo Apostólico y el Credo Niceno-Constantinopolitano. Nuestra fe cristiana se reconoce en ambos. No obstante, tantas veces sueleo recordar algo que me impactó hace años leyendo la cristología de Jürgen Moltmann, un gran teólogo reformado, que decía que en el Credo de los Apóstoles no hay nada entre 'nació' y 'padeció': “Nació de María Virgen y padeció bajo Poncio Pilato”. Pero entre «nació» y «padeció» está toda la vida de Jesús, su pasión, su ministerio,…, el Año de Gracia, la Buena Noticia, el Reino… En el Credo Nicenoconstantinopolitano la encarnación, humanización, crucifixión, pasión, sepultura, resurrección se suceden casi como en un continuum… Desde esta horizonte, creo que la Iglesia podría también trabajar esta “carencia”, redactando un Credo con un lenguaje más contemporáneo y moderno, y particularmente, más evangélico y, por ende, más bíblico-histórico-salvífico, y menos especulativo-ontológico-metafísico. 

Creemos que Dios es Padre en el sentido en que Jesús nos lo dio a conocer en el Evangelio. Un padre misericordioso que nos ama como a sus hijos e hijas incluso cuando le damos la espalda y le tratamos como si estuviera muerto. Un padre que sigue creyendo en nosotros aunque ya no creamos en él ni en nosotros mismos. Un padre que nos acoge cuando nos damos cuenta de que hemos hecho mal y volvemos a casa temiendo su juicio, pero en cambio corre hacia nosotros para abrazarnos y darnos la gracia, recordándonos que siempre somos sus hijas y sus hijos amados. 

Creemos en su Hijo Jesucristo, que es el rostro humano de Dios, el testigo del Reino de Dios, que vino a nacer y morir en este mundo, pero también a vivir de manera ejemplar para que aprendiéramos de Él a dar de comer a los hambrientos, cuidar a los enfermos, acoger a los excluidos y hacer la paz entre los enemigos. Sólo Él es nuestro Señor porque, a diferencia de los poderosos de este mundo, que ofrecen víctimas inocentes en el altar de sus propios intereses egoístas, Él se puso al servicio de la humanidad ofreciendo su vida por la salvación del mundo. 

Creemos en el Espíritu Santo que es libre como el viento que sopla donde quiere, invisible pero presente desde la fundación del mundo, capaz de suscitar en cada época mujeres y hombres libres que no doblan la rodilla ante los ídolos y que reciben de su soplo el valor y la fuerza para ir contracorriente y dar testimonio del Evangelio y luchar por la justicia, la paz y el amor en cada hoy del Año de Gracia del Señor. 

Creemos que la Iglesia debe ser una comunidad abierta y acogedora en la que tengan cabida todas y cada una de las personas. Un lugar de encuentro, diálogo, comprensión y solidaridad. Siempre un hogar con las puertas abiertas y nunca una fortaleza en la que encerrarse por miedo al mundo. 

Creemos que estamos en continuidad con todos los que han vivido la fe antes que nosotros, y en esta fe queremos vivir y morir sabiendo que la muerte no tendrá la última palabra sobre nuestra vida, porque esa última palabra es la que también pronunció la primera: «en el principio». 

Es decir, el Creador, Padre, Hijo y Espíritu Santo: un solo Dios que en Jesucristo murió, resucitó y vive, por los siglos de los siglos, y que recapitulará la historia y el mundo en los nuevos cielos y la nueva tierra. Amén. 

Finalizo ya. En nombre del principio de «intercambio», central en el pensamiento del gran paladín del Concilio de Nicea, San Atanasio de Alejandría, si el Verbo no hubiera asumido la naturaleza humana completa, tampoco habría salvado completamente a la humanidad, porque lo que no se asume, no se salva. Hijo eterno que se hizo carne y hombre por nosotros, Jesús es hombre como nosotros: como tal, nos comprende y comparte nuestra fragilidad; y como Dios, nos reconcilia y nos salva abriéndonos las puertas del cielo para hacernos partícipes de la belleza infinita del Dios que es Amor. 

Él, Jesucristo, humanidad divina y divinidad humana, es nuestra esperanza, aquella de la que el Papa Francisco nos llama a ser testigos amorosos y convencidos, especialmente en el Año de Gracia de este tiempo jubilar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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