Invocación de Dios
El Estado laico separa la vida política de la fe religiosa. Es una separación que ha inspirado la vida de la democracia desde sus orígenes. En efecto, uno de los fundamentos de la democracia consiste en no confundir el plano de la dialéctica política, y sus inevitables conflictos, con el de la lucha entre religiones. Hacer, por el contrario, de la lucha política una guerra entre religiones es el espíritu que anima toda forma de fanatismo que constituye una clara alternativa al espíritu laico de la democracia.
Invocar a Dios en la lucha política, por otra parte, es sustraer la política a la duda y, por tanto, a su dialéctica más vital. Esto es lo que está ocurriendo en el conflicto palestino-israelí, pero es también uno de los rasgos más inquietantes que a mis ojos une la figura de Putin con la de Trump. En su reciente discurso de investidura en la Casa Blanca, el nuevo presidente de Estados Unidos de América se presentó como un ungido del Señor, salvado milagrosamente del atentado que podría haber acabado con su vida durante la campaña electoral. No fue, por tanto, un episodio dramático que afortunadamente se resolvió bien, sino una señal real que identifica a Trump como el hombre de la providencia capaz de librar a Estados Unidos de América de la corrupción.
Se trata de un nexo piscológico que encontramos históricamente apuntalando toda tendencia antidemocrática: si Dios me ha designado, mi investidura no depende de la mezquindad envidiosa de los seres humanos, sino de una consagración que está más allá de toda Ley. El evidente rasgo narcisista de la personalidad de Trump se funde así con el igualmente evidente afán megalómano de hacerse pasar por el salvador de los Estados Unidos de América y el redentor de sus valores morales inalienables. Con el añadido de que esta narrativa ya no tiene los tonos de fanatismo ideológico que encontramos en el siglo XX, sino los de un cinismo desencantado.
Por eso no debe extrañarnos que la etiqueta del restaurador de la moral y los valores tradicionales la lleve alguien que, personalmente, siempre la ha considerado un lastre insignificante. Es algo que sabemos bien: la vida privada de un dirigente puede ser cuestionable en términos de valores, pero ello no le impide presentarse como el líder moral de su país y de su pueblo. Es, sin embargo, una escisión evidente. La misma que Trump aplica políticamente en la lucha contra la parte más marginal de la sociedad, de la que los migrantes son el símbolo más destacado.
Si la religión universalista en su carácter inspirador de solidaridad se manifiesta por su inclusividad -es el llamamiento constante a la fraternidad del Papa Francisco-, la religión nacionalista que apoya el impulso antidemocrático de Trump no es inclusiva en absoluto, sino que tiende a generar, precisamente, escisión, discriminación y exclusión. No es casualidad que la obispa Marianne Budde recuerde a Trump esta contradicción en su llamamiento a la “pietas” como forma de inclusión política.
Pero la cuestión es que Trump, como Putin, utiliza el discurso religioso no para salvar a los últimos o darles esperanza, sino para justificar la naturaleza tendencialmente absoluta de su propio poder. Hacen, aunque de diferentes maneras y en diferentes contextos culturales, de la lucha política una lucha entre religiones, contradiciendo el principio cardinal de la democracia. La destrucción sistemática (Putin) o la profunda alergia (Trump) a cualquier forma de disidencia reflejan esta lógica religiosa. El dictador ruso no pretende representar la Ley porque él es la Ley. No es casualidad que uno de sus aliados más poderosos sea la Iglesia Ortodoxa de Moscú. El rechazo de la democracia coincide con el rechazo tout court de Occidente, que se interpreta como degeneración moral y nihilismo de valores.
Tanto en Putin como en Trump, la reafirmación nacionalista y soberanista se combina así con la restauración de valores tradicionales que se defienden como verdades religiosas absolutas. Pero si la posición de Putin es clara en su franca oposición al cáncer de Occidente, Trump, en cambio, aparece como una especie de cuerpo paradójico que, por un lado, es completamente ajeno a la cultura de la democracia pero, por otro, es su monstruoso producto. Es, de hecho, la mayoría de los estadounidenses quienes le han elegido como líder.
Es el riesgo que habita en toda democracia como forma de gobierno necesariamente inacabada y falible, a saber, el de volverse hacia las formas más autoritarias de poder en tiempos de crisis. Encontramos aquí en primer plano una consideración hobbesiana frente a la afirmación de los totalitarismos en el siglo XX: en tiempos de máxima incertidumbre y miedo, el poder tiende a tomar la forma de un Dios al que uno puede someter su voluntad a cambio de seguridad y protección.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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