miércoles, 26 de febrero de 2025

Empatía: un camino de cercanía.

Empatía: un camino de cercanía 

La empatía es la capacidad de entrar en el dolor del otro sin miedo a involucrarse. No se trata de una simple comprensión racional, sino de un auténtico compartir el sufrimiento. 

Jesús mismo, ante la tumba de Lázaro, llora con quien llora, mostrándonos que la verdadera cercanía no está en dar respuestas inmediatas, sino en permanecer cerca, en el silencio y en la presencia. 

Imaginemos una madre que ha perdido un hijo. Ninguna palabra podrá jamás llenar el vacío que siente. Sin embargo, en el momento en que alguien acoge su dolor sin intentar “arreglarlo”, sino simplemente estando allí, con ella, escuchándola y compartiendo, sucede algo extraordinario: el sufrimiento encuentra un espacio en el que ser expresado y acogido. Éste es el corazón de la empatía. 

Se sabe que las cartas del apóstol Pablo preceden a los textos evangélicos, al menos tal y como han llegado hasta nosotros. En la carta dirigida a la comunidad de Filipos, Pablo expresa una petición muy concreta: «Tened entre vosotros el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Flp 2, 5). 

Acogiendo esta llamada de Pablo, tratemos de compararla con cuanto se narra en el Evangelio según Juan en 11,33-35, donde se nos dice cómo el mismo Jesús, delante del sepulcro de su amigo Lázaro, "derramó lágrimas". 

Se trata de una imagen inédita, casi fuera de la “normalidad” evangélica a la que estamos acostumbrados. Intentemos pues entrar en esta página preguntándonos: «¿Por qué lloró Jesús?». 

Primero, consideremos el hecho de que Jesús está allí, con sus amigos habituales, y está rodeado de personas que lloran por su amigo perdido. Jesús no huye de esta situación dolorosa, sino que, al contrario, acepta llorar con quien llora, no excluyéndose del sufrimiento que atraviesa su existencia en ese preciso momento. Se trata de una dinámica que nos permite sentir y percibir con claridad toda la empatía propia de la modalidad relacional de Jesús. Jesús es un hombre profunda y auténticamente empático. 

Precisamente este aspecto nos ayuda a entrar en la amplitud del corazón de Jesús. En efecto, a primera vista, Jesús podría haber evitado el llanto, porque poco después habría “despertado” a su amado amigo. Hay algo más en las lágrimas y la emoción que expresa Jesús. La empatía que brota de las lágrimas del Maestro expresa su solidaridad hacia el sufrimiento, hacia todo sufrimiento humano. Jesús acoge y recoge a toda la humanidad atravesada por la fragilidad y derrama sobre ella, como un bálsamo, su compasión empática. 

En tercer lugar, el llanto de Jesús revela una realidad aún mayor, en la que, sin embargo, estamos inmersos. En su constante narración de Dios, Jesús nos revela, en sus lágrimas, las mismas lágrimas de Dios. Y este grito nos dice que la ternura empática de Dios se derrama en nuestra cultura actual, a menudo caracterizada por la dureza de corazón, la indiferencia y la crueldad. 

De hecho, el momento que estamos viviendo tiene el aspecto de una tierra árida, dura y seca. Una tierra donde el único fruto posible se revela como el “superhombre” que no llora nunca, es más, para quien el llanto es signo de una debilidad inadmisible: es el hombre que no siente nada, que sólo tiene ojos para sí mismo, indiferente a cualquier sufrimiento y fragilidad que encuentra. 

Nuestro tiempo necesita precisamente las lágrimas de esa compasión que nace de la empatía. Hoy, nosotros, discípulos del Maestro, como Él y con Él, aceptamos convertirnos en narradores y portadores de las lágrimas de Dios en la historia, para que esta tierra árida y dura vuelva a ser un jardín donde la vida “abunda” y es respetada y protegida como un don precioso. 

La empatía no es sólo una virtud espiritual sino un camino que todos podemos seguir, cada día, en los gestos más simples: 

1.- Escuchar sin interrumpir. La tentación de ofrecer soluciones es fuerte, pero a menudo la persona que tenemos delante sólo necesita ser bienvenida. 

2.- Suspender el juicio. La empatía no es compasión sino comprensión. Cuando nos detenemos para acoger lo que siente el otro, entramos verdaderamente en su mundo.

3.- Estar presente. La empatía se construye sobre la continuidad, sobre la presencia constante incluso, o precisamente, cuando no hay palabras que decir. 

Vivimos en una sociedad que avanza rápidamente, donde el sufrimiento de los demás corre el riesgo de ser ignorado o, peor aún, considerado una molestia. 

Pero la vocación cristiana es también ser signo de esperanza, de escucha, de presencia. Al igual que Jesús con Lázaro, podemos elegir detenernos, escuchar y llorar con quienes lloran. 

La empatía no cambia el dolor, pero cambia cómo lo experimentamos. Y a veces, ser comprendido ya es el primer paso hacia la curación. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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