Hay un nuevo sheriff en la ciudad, su nombre es Donald Trump
“La guerra no determina quién tiene razón, sólo quién sobrevive” (Bertrand Russell).
Quizás sea un detalle. Aun así, se me ha quedado grabado en la cabeza. He leído estas palabras: “Hay un nuevo sheriff en la ciudad, su nombre es Donald Trump”. Parece el inicio insignificante de una parodia del cine del oeste. En cambio, no es Gary Cooper quien pronuncia la frase, sino el recién elegido vicepresidente de Estados Unidos, James Donald Vance, desde el podio de la Conferencia de Seguridad de Munich, una vez más una ciudad en la encrucijada de nuestras elecciones.
No conviene trazar el trillado paralelo entre 1938, Hitler, los Sudetes, la cobardía europea y Ucrania. Sin embargo, James Donald Vance es un cuarentón que salió de una infancia problemática, ex marine y autor de un libro de gran éxito -Hillbbilly, una elegía rural-, que primero odió a Donald Trump y luego, una vez convertido en senador republicano, quedó encantado con él hasta el punto de convertirse en su sombra, su mano derecha… y su ventrílocuo. Al llegar a Alemania, con un dudoso sentido de la diplomacia, explicó a un público atónito el Espíritu de este Tiempo –“se hace como decimos nosotros”– e invitó a los votantes alemanes a alinearse con la extrema derecha con argumentos primitivos, falsos y manipuladores, pero quizás por eso mismo destinados a dar en el blanco.
“La libertad de expresión está en peligro en Europa. Los inmigrantes amenazan sus valores. Detengan las políticas progresistas”. E imaginemos la explosión de posibilidades y belleza en un Viejo Continente liderado por fuerzas pronazis y custodiado por cadenas de policías de la extrema derecha. En realidad, no hay mucho de qué bromear.
El bueno de James Donald Vance truena su indignación, dando a su mirada una fijeza oscura e implacable, con la que intenta recordar al público quién manda. Él. Ellos. Los nuevos pistoleros de nuestras vidas. Una visión de futuro más parecida a la del viejo oeste (del que una parte de los Estados Unidos de América parece que aún no se ha despertado) en el que brilla por su ausencia la compasión y resplandece la ley del más fuerte.
Pero siempre son las vidas de los demás las que están mal, e incluso son peligrosas. El venenoso espectro de la “sustitución étnica” imaginada por una entidad oscura y muy poderosa, pero no suficiente para impedir la entrada a los Palacios del Poder de Maga, Mega y sustitutos más o menos extremistas. No hace falta decir que la esposa de Donald Trump tampoco es estadounidense. Sin olvidar a Elon Musk, que llegó a Estados Unidos procedente de Sudáfrica.
A estas alturas, por desgracia, el problema ya no son las biografías individuales, sino los cambios epocales que Washington está dictando al planeta, encontrando a Europa desprevenida y a Putin, Modi y Xi Jinping felices de tener un interlocutor que habla su idioma intimidante. Estos extrañaban a los Estados Unidos de América de antes. El problema es grande, sobre todo porque Estados Unidos de América se está perdiendo, si es que no se ha perdido ya, a sí mismo.
El giro de la política atlántica es de una violencia sin precedentes. La impresión es la de haber acabado en una pesadilla, de esas en las que caes al vacío sin red de seguridad. Allí normalmente te despiertas un instante antes del choque. ¿Pero aquí?
No hay nada de ordinario en lo que está sucediendo en las primeras semanas de la segunda era Donald Trump. Está en marcha una revolución basada en una visión bárbara y arrogante de las relaciones internacionales, que poco tiene que ver con cierta antigua nobleza del pensamiento de la derecha y la izquierda clásicas. Una mutación dramática que introduce una eugenesia generalizada y sin precedentes del poder –y de las relaciones interpersonales– con resultados impredecibles.
La voluntad de poder que se legitima sobreinterpretando el voto popular. La idea fundamental, no del todo ajena a ciertas clases dirigentes, es de que todo está permitido a quienes el pueblo elige. Partiendo de la negación de los controles y equilibrios de la memoria montesquieuiana, incluido el papel de la justicia y de la información. ¿Y qué pasa con la mitad de la gente que perdió las elecciones? Lástima para ellos, mala suerte para todos.
Adiós Occidente. Empezamos de nuevo desde el principio.
Cualquiera que subestimara a Donald Trump, cada vez más intoxicado por su insignificante papel en solitario, estaba equivocado. La teoría del Armagedón, urdida por el decadente Steve Bannon, ha sido resucitada, amplificada y lanzada hacia Marte por el ejército de cruzados del dios menor de la Casa Blanca, capaz de reunir en torno a sí en oración un belén de profetas del supremacismo a quienes no sólo no les importa un carajo su crueldad descubierta, sino que se jactan de ella. Y Europa, salvada en Normandía por el desembarco aliado y capaz de reconstruirse en torno al mecanismo de bienestar más sofisticado de la historia de la humanidad, paga el precio más alto.
Tenemos que darnos prisa. Imaginemos un Plan Marshall continental europeo que separe del pacto de estabilidad no sólo el gasto militar, sino también el gasto en inteligencia artificial, transición ecológica y reducción de la burocracia. La creación de nuevos pilares desde los que empezar de nuevo. De nuevos líderes. De nuevas ideas. Mientras, estamos abrumados por el tsunami Maga-Mega, y en vísperas de las elecciones alemanas. El tiempo de las conjeturas hipotéticas y de los experimentos suicidas ha terminado.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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