domingo, 16 de febrero de 2025

La espiritualidad de los besos.

La espiritualidad de los besos 

Tú ni siquiera me diste un beso” (Lc 7,45). En el relato de Lucas, Jesús no sólo defiende a la mujer, sino que parece haber esperado sólo ese gesto para mostrar al dueño de la casa su decepción por no haber recibido ni siquiera un beso suyo desde que entró en la casa. 

Hay otras páginas del Evangelio donde surge con cierta claridad la importancia que Jesús atribuye a los besos y, de alguna manera, su deseo de besos. 

En primer lugar, en la conocida parábola, el Padre misericordioso «se echó sobre su cuello y lo besó» (Lc 15, 20). Y que para Jesús el beso era algo importante lo demuestra también el asombro amargo y triste con que se dirige a Judas, cuando éste llega para traicionarlo con la señal acordada con los soldados (Mt 26, 49; Mc 14, 45): «¿Con un beso traicionas al Hijo del hombre?». (Lucas 22, 48). 

Sin querer arriesgarse a investigaciones o reconstrucciones psicológicas cada vez más atrevidas, quizá se pueda al menos imaginar que una persona que muestra su tristeza por no haber recibido ni siquiera un beso, que defiende el gesto escandaloso de una mujer que no le quita los labios de encima, que cuando piensa en el cariño de un padre lo imagina arrojándose al cuello de su hijo y besándolo, que se duele cuando le traicionan con un beso, es una persona que creció en un contexto familiar en el que no faltaban los besos. 

Hay una espiritualidad de los besos que, directamente desde el Evangelio, se abre paso en la liturgia, en la piedad popular y en el misticismo cristiano, que sólo el racionalismo frío de tiempos más recientes ha desestimado superficialmente. 

El beso es la forma más expresiva de intimidad que contiene tanto el lado sensual y erótico del deseo como el lado límpidamente afectuoso del amor. Es significativo que exista una experiencia común de cierta resistencia a dejarse llevar por los besos en el contexto de un encuentro casual. Quizás también porque es precisamente el uso del lenguaje lo que permite simbólicamente acceder a un nuevo alfabeto compartido: permite acceder a la lengua del otro, entendida no sólo como dato anatómico sino como canon expresivo a descifrar. 

¿Es posible esta experiencia en la relación con el Señor Jesús? 

La importancia que se da a los besos en la trama del Evangelio parece ante todo tranquilizarnos en ello y liberarnos del miedo opuesto: sí, es posible. Sería bastante reductivo, de hecho, creer que los "besos de su boca" que los místicos desean y experimentan son simplemente alegorías o simbolismos. 

El misticismo es todo menos una alegoría: es experiencia viva. Son pues besos reales, aunque, al menos la mayor parte de las veces, estén impresos en la dimensión del alma, y ​​no en la física, lo que no disminuye su realidad, de la que el hecho físico es sólo la parte visible. 

Una espiritualidad de besos puede tener tres momentos: besar; dejarse besar; besarse. 

Besar, primero que todo. Partiendo del hecho evangélico cierto de que Él desea nuestro beso, tanto que hace sentir mal a Simón el fariseo por no haberle dado ni uno solo, desde que entró en su casa. Si Ignacio de Loyola, en la aplicación de los sentidos en sus Ejercicios Espirituales, sugiere «tocar con los sentidos, por ejemplo abrazando y besando los lugares» (Ejercicios, 125), con mayor razón podemos abrazar y besar directamente al Amado de nuestro corazón (Ct 3, 2). 

Si surgiera el temor de caer en formas inapropiadas de erotismo, esto debería leerse ordinariamente como un escrúpulo, interiorizado por el ambiente radicalmente sexofóbico en el que aún estamos inmersos, y un síntoma de una integración incompleta entre las distintas partes del “yo”, que el Enemigo utiliza para crear otro diafragma más entre nosotros y el Señor Jesús. Si otros hubieran escuchado este escrúpulo, hoy no tendríamos el Cantar de los Cantares, ni los textos de Juan de la Cruz, ni tantas otras cumbres de la espiritualidad mística. 

Vale la pena notar que la liturgia –mucho más experta en humanidad de lo que se podría creer–, al prescribir en sus rúbricas el beso en el altar y en el Evangeliario, nos sugiere que, en ciertos momentos de la vida espiritual, también la experiencia física, material del beso puede tener sentido y ser de ayuda. La vida afectiva de la fe puede ser educada con pequeños gestos, por así decirlo, pedagógicos. 

Además de besar, dejarse besar por Él. A partir también de su deseo al que te entregas. Desde este punto de vista, resulta sugerente la descripción del crucifijo que hace un pseudoagustín que vivió en realidad en el siglo XIII: “Mirad las llagas de su cuerpo colgado: tiene la cabeza inclinada, para besar –caput inclinatum ad osculandum; tiene el corazón abierto, para amar; tiene los brazos extendidos para abrazar”. 

Dejarnos besar por Él significa recibir su aliento, su espíritu, dentro de nosotros. Cuando el Resucitado aparece en el Cenáculo y comunica el Espíritu Santo, en el relato de Juan, ἐνεφύσησεν (enefùsesen), en la Vulgata latina «insufflavit»: es importante el sufijo original, ἐν – in (Jn 20,22). No es un soplo en el vacío, no es una respiración indistinta: es un soplo hacia dentro. Como en un beso, donde los dos amantes intercambian aliento, pero siguen siendo dos personas distintas. 

El don de su Espíritu, como un beso, nos llena de Sí mismo, de su aliento vital, de su aliento, pero no nos destruye: nos deja individuos en nuestra libertad de hijos. Así, su Espíritu, el primer beso del Resucitado, realiza en nosotros lo que dice Pedro Salinas sobre los besos con la mujer de la que está enamorado: «Los besos que me das son siempre redenciones: besas hacia arriba y sacas a la luz algo de mí, antes empujado a las profundidades oscuras» (Pedro Salinas, La voz a ti debida, XLV). 

Después de haberlo besado y haberse dejado besar, besarse mutuamente, en la unión que Él desea primero. De muchos besos recordamos el sabor del otro, o el calor de los labios. 

De Francisco de Asís se nos dice que «cada vez que decía ‘Niño de Belén’ o ‘Jesús’, se pasaba la lengua por los labios, casi como para gustar y tragar toda la dulzura de aquella palabra» (Tomás de Celano, Vita prima, 86). Nadie nos autoriza a creer que se tratase de un gesto teatral, poco más que una puesta en escena: la sencillez de la experiencia de Francisco nos lleva más bien a creer que él verdaderamente —en aquella dimensión mística en la que también los sentidos sirven a la vida del alma— encontró en sus labios la dulzura que le dejaba el nombre del Amado. Cuánto más estará Su sabor en nuestros labios, después de haberlo besado y dejado ser besados ​​por Él. 

La del amor es la parábola más universal que revela el Sueño de Dios, que impregna toda la creación. Los “teclados” de los sentidos finalmente dejan resonar claras melodías venidas de otro lugar, incluso cuando apenas son tocadas. Son las caricias ocultas y suaves que hacen brillar las estrellas y también el corazón secreto de cada persona que reza. En la complicidad del silencio. 

En esta complicidad, cada uno puede tocar los teclados de los sentidos, tejiendo su persona en la espiritualidad de los besos. Para que un día no nos alcance también a nosotros el reproche del Maestro: “Ni siquiera me diste un beso…”. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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