Padrenuestro
En el corazón del Sermón de la Montaña, que abre con extrema solemnidad la actividad de Jesús como maestro -cf. capítulos 5-7 de Mateo-, se eleva la oración del Padrenuestro.
Excelente liturgia con la que los cristianos invocarán a su Dios, tomando prestadas muchas palabras de la Sinagoga que ya veneraba Su Nombre con el canto del Qaddis.
La oración al Padre es un pilar de la fe cristiana, una fe universal que llama “nuestro” a un Dios que no es ni elitista ni particular; un Dios del cual nadie podrá decir: “es mío”.
Un Dios del que ningún pueblo, ninguna provincia, ninguna nación puede apropiarse para excluir a otro, o a todos los demás. Un Dios que no puede ser convertido en estandarte de una identidad cerrada y excluyente; del cual nadie puede abusar para dividir, desterrar, expulsar, censurar, discriminar, excomulgar.
El Padrenuestro es para todos los “hijos de nadie” de este mundo; para cualquier persona que necesite que se le reconozca su derecho a vivir y ser acogido en el “país”.
Nos debe llamar la atención que Jesús no haya dado un nombre propio a su Dios y al nuestro. La religión judía –en la que Jesús también había sido circuncidado– tenía ciertamente un Nombre para Él -Yhwh- que ni siquiera se podía pronunciar, tan sagrado era, y que, en la Tradición, se llamaba precisamente con la palabra -“El Nombre” (hašem)- que indicaba a Dios mismo.
Jesús cambia, o mejor dicho, invierte, cualquier voluntad de identidad para excluir al Dios cristiano de cualquier posible deriva selectiva y por eso lo llama: “Padre”. Él será el Dios de todos los huérfanos, de los pobres, de los rechazados, de los “expuestos”, ¡será el Dios de todos los sin nombre! De los migrantes y de los gitanos, de todos aquellos que –¡como Jesús! – no podrán reivindicar una ley de paternidad en la tierra. De todos los niños que necesitan un padre adoptivo, como José, el carpintero…
Por eso, cuando los discípulos piden a Jesús: “Enséñanos a orar”, el Maestro les enseña, ante todo, el modo de hacerlo, el “cómo” hacerlo. No orarán para obtener un favor individual y privado, una simpatía especial dirigida hacia aquellos que, como ellos, profesan ser cristianos; sino que enseña una oración que, en la garganta, se convierta en un grito colectivo, en un canto de lamento, en un suspiro y anhelo de súplica o de esperanza que se eleva desde los confines de la tierra.
Ese Dios será el Padre de aquellos que sufren el dolor del mal, en todas sus encarnaciones amargas y mistificadas. Si hay algo que, de hecho, une, ¡ay! – todos los seres humanos, es precisamente la experiencia del mal. Todos aquellos que sufren su horror y sus daños tienen derecho a rezar: “¡Padre nuestro!”
Todos aquellos que no tienen pan, debido a los malos sistemas económicos, pueden gritar: “El pan nuestro, dánoslo hoy”.
Todos aquellos que sufren persecución, injusticia, crueldad, marginación. Todos aquellos que – por voluntad de malos gobiernos – no tienen un espacio para vivir en la tierra, pueden invocar: “¡Venga tu Reino!”.
¡Gracias al Señor que nos dio el honor de decir: “Padre nuestro”! Él se lo dio a todos: negros y blancos, pobres y ricos, justos y pecadores.
Gracias al Señor que nos abrió el Amor del Padre, que puso ante nuestros ojos el horizonte de su Cielo para vencer las tinieblas.
Al recitar esta oración tenemos la certeza de que Él nos escuchará, nos perdonará, nos “liberará” del mal que nosotros mismos hemos hecho – y hacemos todavía… – a nuestros hermanos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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