La historia de Emaús: un icono para el discernimiento eclesial
“Mientras conversaban y discutían entre sí” (Lc 24, 15).
Y he aquí, dos de ellos iban aquel mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a once estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí acerca de todas aquellas cosas que habían acontecido. Mientras conversaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos. Pero sus ojos no pudieron reconocerlo. Y les dijo: ¿Qué conversación es ésta que tenéis entre vosotros mientras camináis? Se detuvieron, con caras tristes; Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no ha venido a Jerusalén? ¿No sabes lo que te ha pasado estos días? Él les preguntó: “¿Qué?” Ellos le respondieron: Lo concerniente a Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo los principales sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Esperábamos que él fuera el que redimiría a Israel; Y sin embargo, ya han pasado tres días desde que ocurrieron estas cosas. Pero algunas de nuestras mujeres nos han sorprendido; Fueron por la mañana al sepulcro y, al no encontrar su cuerpo, regresaron para decirnos que también habían visto una visión de ángeles, quienes dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros hombres fueron al sepulcro y encontraron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron. Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que de él decían. A medida que se acercaban al pueblo al que se dirigían, él actuó como si fuera más lejos. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Él entró para quedarse con ellos. Y estando sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, y bendijo, y lo partió, y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras? Así que se levantaron en aquella misma hora y regresaron a Jerusalén, y hallaron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían: ¡Ha resucitado el Señor verdaderamente y se ha aparecido a Simón! Y ellos contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo le reconocieron al partir el pan. (Lucas 24, 13-35).
Existe una íntima relación entre la Celebración Eucarística y el Camino Sinodal. No se trata sólo de una analogía que une los dos momentos –se “celebran” la Eucaristía y el Sínodo–, sino de una co-implicación tal que se podría definir la asamblea eucarística como un “sínodo concentrado” y el camino sinodal como una “eucaristía dilatada”. Esta íntima relación me guía en la comprensión de las categorías sinodales: no se trata tanto de “democracia” como de “participación”, no sólo de reunirse en un “grupo” sino de una “asamblea” convocada, no de expresar simples “roles y funciones” sino “dones y carismas”. En el camino sinodal, como en la celebración eucarística, el pueblo reunido experimenta la gracia que viene de lo Alto, en esa participación definida como “operosa” por el Concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 14), capaz por tanto de implicar en la celebración comunitaria.
Por eso creo que hay que proponer el relato de Emaús: es precisamente allí, en aquel encuentro de la tarde de Pascua, donde reside el sentido de todo camino cristiano. De ese encuentro yo entreveo los criterios fundamentales para el “discernimiento” de la fase de sabiduría. En esta página, Lucas relee la fe pascual a la luz de la experiencia eucarística, que ya se desarrollaba desde hacía cincuenta años cuando escribió el Evangelio; y, viceversa, reinterpreta la experiencia eucarística a la luz de la fe pascual.
Dejarse cuestionar por el Señor
Emaús es una especie de Celebración Eucarística itinerante, que nos ayuda a comprender la dinámica del caminar juntos: del aislamiento a la comunión y al descubrimiento de la propia verdad. Nosotros somos esos discípulos –uno de los cuales se mantiene voluntariamente anónimo para que cada uno pueda ponerse en su lugar– y estamos en camino. Somos la asamblea reunida; una asamblea de bautizados que confiesan ante todo sus pecados, sus desilusiones, sus huidas de Jerusalén, sus nostalgias de la vida anterior: «Esperábamos...» (Lc 24, 21).
El Señor nos deja desahogarnos, más aún, Él provoca nuestro desahogo: “¿Qué discusiones son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis?” (Lc 24, 17) - porque no tiene miedo de nuestras quejas -. El Señor nos invita también hoy a hablar libremente, a narrar nuestros esfuerzos y esperanzas. Se toma en serio las decepciones, las murmuraciones, el sufrimiento, las críticas,…, sin responder de golpe a todo y a cada cosa, sino intentando comprender "lo que hay dentro".
Al estilo de Jesús, la escucha de la realidad y de las experiencias es también para nosotros, discípulos, el primer paso hacia un auténtico discernimiento. Los Apóstoles hicieron esto cuando tomaron en serio la noticia de un problema en la comunidad de Jerusalén, y entonces decidieron establecer a los Siete para servir en las mesas de las viudas de los cristianos helenistas (cf. Hch 6, 1-7). Lo que la Tradición eclesial llamará "sentido de la fe del creyente" -sensus fidei fidelis- encuentra su primera forma de expresión no tanto en el razonamiento cuanto en el relato de experiencias, incluso problemáticas y negativas. Las etapas narrativas nos permiten recoger muchas de ellas y que conviene escuchar en profundidad, con actitud sabia.
El criterio fundamental para el discernimiento
El Señor se sitúa al lado, a la par, sin imponer a los discípulos su propio ritmo, sin pedirles que vuelvan al buen camino, que inviertan el rumbo y tomen la dirección justa, Jerusalén.
No, más bien es Él quien inicia el diálogo, se involucra en sus desilusiones y en sus quejas y anuncia todo lo que le concierne en las Escrituras. La Liturgia de la Palabra, a cuya estructura ha contribuido también esta página del Evangelio, ofrece el paradigma principal del discernimiento, que debe realizarse en la escucha comunitaria de las Escrituras, a través de la clave cristológica de interpretación: la Palabra de Dios está iluminada por la Pascua, por el kerigma de muerte, sepultura, resurrección, vida nueva.
Los discípulos son confrontados por el Señor como "necios y lentos de corazón" (Lc 24, 25) no porque Jesús se lanza a reprocharles, sino porque lee lo más profundo de sus corazones. La dura palabra de Jesús se convierte así en revelación: no en una condena, sino en un juicio que arroja luz. Los discípulos de todos los tiempos son “necios y tardos de corazón” cuando adoptan criterios de lectura de la realidad que lo ignoran a Él, parámetros mundanos y razonamientos humanos que llevan al escepticismo y a la frialdad.
Poco a poco sus corazones comienzan a “arder” de nuevo, porque la Palabra de Jesús reactiva en los dos discípulos la familiaridad con Él. Habían pasado un segmento importante de su vida con el Señor, habían meditado sus palabras y sus gestos, habían cambiado sus planes para seguir al Maestro de Nazaret, habían compartido con los demás discípulos dudas, pensamientos, sueños, preocupaciones. El discipulado no nos protege de la dificultad de creer y de las incomprensiones, pero es el único camino para reconocer la presencia del Resucitado en la historia. El conocimiento de Jesús hoy es posible ante todo mediante la meditación asidua de la Palabra de Dios, que se resume en Cristo. «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» (Jerónimo, Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf. Dei Verbum, n. 25).
La actitud itinerante
El ardor del corazón, aun sin llegar a un reconocimiento explícito, crece a lo largo del camino. ¿Por qué razón? Ciertamente, los corazones de los dos discípulos arden con el encanto del Señor. Quizás también por su maestría en la interpretación de las Escrituras, que les abrió la mente. Pero se puede encontrar otra razón: los dos dirán que su corazón ardía «mientras hablaba» con ellos «en el camino» (Lc 24, 32).
No es sólo el encanto personal del predicador lo que calienta el corazón, ni siquiera la belleza de los argumentos –dos aspectos importantes en cualquier caso– sino sobre todo el hecho de que Jesús predica “en el camino”, marcando el camino con ellos. Sintieron que esta palabra no se pronuncia desde un púlpito, sino desde abajo, en la calle, caminando juntos. La palabra que calienta, incluso cuando el predicador está quieto en el púlpito –como en la celebración eucarística–, es una palabra itinerante, que nace del compartir un camino.
He aquí otro criterio: la comunidad discierne con actitud itinerante; no quedarse sentados “en la meta”, juzgando quién sigue y quién no, ni parados “en la salida”, dejando que cada uno vaya donde quiera, sino valorando el camino cansado de todos, especialmente de los que luchan, acompañándolos hacia el Señor y su Palabra.
El clima de oración y hospitalidad
«Quédate con nosotros, porque ya atardece» (Lucas 24, 29). Llegados a Emaús, la invitación de los discípulos es una respuesta al Maestro, casi una imploración a Aquel que ha derramado una luz nueva en sus vidas. Es una especie de “oración de los fieles”, como respuesta a la Palabra que calienta el corazón. El discernimiento eclesial se realiza en un contexto de oración. Pero esta invitación expresa también el deseo de acoger «al extranjero», como lo habían definido al inicio del diálogo; el “quédate con nosotros” es un gesto de hospitalidad, el ofrecimiento de una casa y una mesa. Es un signo de ofrenda, de compartir los propios recursos.
El discernimiento eclesial no puede realizarse sino en el estilo de la invitación «quédate con nosotros» (Lc 24, 29): es decir, en un clima orante y hospitalario, con particular atención a los «extranjeros», a los que no son «nuestros», a los que no son voluntariamente invitados a la mesa, a los que son excluidos de las competiciones mundanas, a los que son dejados fuera de la puerta de su casa.
La petición dirigida al “extranjero” para que permanezca con ellos expresa una maduración en el alma de los discípulos: de la fase del lamento autorreferencial se pasa a la de la acogida comunitaria del Señor y de los hermanos. Se podría decir, utilizando el lenguaje teológico, que en ellos está creciendo un “olfato” eclesial, se está formando un “sentido de fe” que ya no es sólo individual, sino compartido sensus fidei fidelium-. Al principio sólo pensaban en recriminarse, en recuperar el pasado, en encerrarse nuevamente en su pueblo. Ahora empiezan a comprender que pueden abrirse a los demás, a los peregrinos, y convertirse en una comunidad acogedora.
La fracción y el reparto del pan
El pan puesto sobre la mesa por los discípulos se convierte entonces en pan eucarístico: como en los relatos de la multiplicación, en esta escena el evangelista utiliza cuidadosamente el lenguaje de la Última Cena: «Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24, 30). Sólo entonces «se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 31).
Quien lo experimenta como Señor ofrecido, como pan partido y entregado, reconoce plenamente al Señor resucitado. Sólo quien siente el abrazo de su amor puede reconocer y confesar que «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12, 3).
El discernimiento eclesial comienza con la fracción y el compartir del pan: tanto el ritual, la Celebración Eucarística y la Comunión, como el existencial, el servicio y la proximidad al pueblo. Quien se alimenta del Cuerpo Eucarístico del Señor está en mejor posición para discernir las necesidades de los miembros del cuerpo eclesial y del cuerpo social.
Regreso a Jerusalén para una partida misionera
La desaparición física del Señor es la condición para que los dos discípulos no se demoren en hablar con Él, no lo rodeen, no se encierren en una burbuja emotiva, es el empujón para volver a Jerusalén: ahora les toca a ellos dar testimonio del Señor. El pan compartido, unido a la pasión ardiente del corazón, los pone en camino, empujándolos a desandar los once kilómetros en sentido inverso al itinerario anterior. Jerusalén es la ciudad de la Pascua, punto de llegada de la misión terrena de Jesús y punto de partida de la misión histórica de la Iglesia.
Al final del Evangelio, Lucas narrará la profecía del Resucitado: una vez descendido el Espíritu, en nombre de Cristo «se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén» (cf. Lc 24, 47).
Desde Jerusalén se abre una mirada universal, atenta a los problemas del mundo, especialmente de los pobres y los que sufren, los enfermos y los extranjeros, evitando caer en ese narcisismo autorreferencial, en esa nostalgia del pasado –Emaús– que alimenta la polémica y hace perder a los discípulos la alegría del Evangelio. El horizonte misionero, la mirada sobre la humanidad –no limitada a la solución de “cuestiones internas”– es otra condición importante para un adecuado discernimiento eclesial.
En comunión con la Tradición y el Magisterio vivo
En Jerusalén los dos encuentran «a los Once reunidos y a los que estaban con ellos» (Lc 24, 33), que anuncian el kerigma: «¡El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón!». (Lucas 24, 34). Y ellos mismos cuentan lo que «sucedió en el camino» (Lc 24, 35). Parece que podemos escuchar la anticipación – o el eco – de lo que escribió San Pablo cuando, tres años después de su conversión, fue a Jerusalén “para conocer a Cefas”, permaneciendo con él quince días (cf. Gál 1, 18) y luego, catorce años después, regresó de nuevo a Jerusalén, explicando el Evangelio a las personas más autorizadas, “para no correr o haber corrido en vano” (cf. Gál 2, 1-2).
El discernimiento, para ser verdaderamente eclesial, debe realizarse junto con quienes están al frente de las comunidades, como garantes de la fe apostólica y de la autenticidad del anuncio (“Tradición”) y de la comunión eclesial (“Catolicidad”).
La narración de la experiencia pascual entre los dos discípulos de Emaús, los Once y otros que estaban con ellos, lleva el discernimiento a una conclusión: la confrontación con la Tradición y el Magisterio, en la escucha recíproca y en el testimonio decisivo de Pedro, lleva a madurar el «consenso de los fieles» -consensus fidelium-, que se realiza «con Pedro y bajo Pedro» y nunca sin él o incluso contra él. El camino sinodal de los dos de Emaús, y de todos nosotros, discípulos como ellos, implica la plena comunión eclesial.
Finalmente, María se detiene en Jerusalén después de Pascua: en el Cenáculo, junto a los Apóstoles, está presente ella, la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14), que se convierte bajo la cruz en Madre del «discípulo amado», de toda la Iglesia (cf. Jn 19, 25-27). La misión eclesial comienza y continúa en compañía de la Madre.
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