La predicación: ¿piedra angular o piedra de tropiezo?
Se cuenta que un presbítero, tal vez incómodo con los textos de la liturgia o tal vez preocupado por otras prioridades, comenzó su homilía con las siguientes palabras: "El Evangelio de hoy no tiene nada de especial: diré algo yo".
Un chiste simpático, por supuesto, que nos ayuda a recordar cómo, de hecho, predicar y anunciar el Evangelio no es cosa pequeña.
La predicación – en forma de homilía, de reflexión espiritual o incluso de presentación durante un encuentro de catequesis – es considerada cada vez más una auténtica “piedra angular” y al mismo tiempo una “piedra de tropiezo” por las oportunidades que expresa y las cuestiones críticas que plantea, tanto para quien la propone como para los fieles que la escuchan.
Sabemos bien que la predicación y la catequesis eficaces pueden marcar la diferencia, especialmente en estos tiempos.
Una serie de encuestas realizadas a católicos en un determinado país ha indicado repetidamente que dos de cada tres creyentes dicen que la calidad de la predicación es un factor clave para atraer creyentes a la Iglesia.
No tenemos motivos para creer que sea diferente entre nosotros… y ni siquiera entre los consagrados y catequistas.
El «poco cuidado en la preparación de la homilía y en la presentación de la palabra de Dios» es de hecho una de las razones indicadas por el Documento Final (27.X.2018) del Sínodo sobre los Jóvenes para explicar por qué «un número significativo de jóvenes no pide nada a la Iglesia» considerándola «poco significativa para su existencia» (n. 53).
Las principales causas de la "mala calidad" de la predicación son bien conocidas: preparación insuficiente, lenguaje inadecuado para los interlocutores, tono moralista o adoctrinador, mensaje principal "sofocado" por una suma de ideas inconexas.
Acojamos, pues, la invitación de la Evangelii Gaudium: «¡Que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los instrumentos que puedan hacer más atractiva la predicación!». (n. 159).
El problema del impacto y de la eficacia de la predicación, y más generalmente de la catequesis, lamentablemente no es un fenómeno reciente. Hace ya más de treinta años, en una pequeña pero densa publicación –“El Predicador ante el Espejo”-, el cardenal Martini invitaba a los creyentes, a los catequistas y sobre todo a los presbíteros, como anunciadores de la Palabra, a un atento autoanálisis.
No sabemos cuántos siguieron aquella preciosa indicación, pero muchos elementos y evidencias nos llevan a creer que, si bien el momento de la predicación ha adquirido cada vez mayor importancia, el objetivo de hacerla eficaz se ha hecho aún más necesario y urgente.
Del predicador a la predicación
Una posible contribución para dar un paso adelante consiste en afrontar la cuestión de un modo diferente: más que el “predicador”, tal vez se trate de poner “frente al espejo” los modelos y estilos comunicativos de la predicación y de la catequesis utilizados para identificar y afrontar los puntos débiles y reforzar los puntos fuertes.
De hecho, hoy en día la intención de “decir el bien” es suficiente: hay que hacer todo lo posible para decir bien el bien. Sólo si son bien dichas la predicación y la catequesis pueden bien-decir.
Por eso propongo un modelo que pone la competencia narrativa en el centro de la predicación y de la catequesis para crear las condiciones para una predicación y una catequesis generativas: la Buena Noticia de un Dios que ama y salva al hombre requiere una buena narración, capaz de poner en el centro la relación Dios-hombre. De hecho, la narración penetra de manera integral en la vida del interlocutor (razón, emoción, experiencia), nutre la acogida, abre al cambio, comparte un camino de conversión.
El modelo narrativo va más allá de la integración de fe y vida: muestra más bien que la fe es vida y que toda vida tiene preguntas de fe. No es casualidad que este modelo retome el estilo comunicativo más actual y actual del Evangelio, hecho de relatos, parábolas, ejemplos, imágenes y relanzamientos desconcertantes.
No se trata de predicar y anunciar la Palabra de Dios como un fin en sí mismo, sino de leer la vida de las personas a la luz de la Palabra divina.
El bien-decir desde la perspectiva de Emaús
Más allá del necesario trabajo de introspección espiritual y de estudio de los pasajes bíblicos que todo buen predicador y catequista está obligado a realizar, una excelente referencia concreta de trabajo son los pasajes presentes en el episodio evangélico de los discípulos de Emaús, pasajes que se convierten en otras tantas fases de construcción y desarrollo de intervenciones de predicación y catequesis eficaces, obviamente adaptadas a los diferentes contextos comunicativos y relacionales en los que se propone el anuncio:
a) escucha inicial y apertura del corazón, es decir, atención para entrar en armonía con las vivencias/deseos de los destinatarios;
b) la parte central del discernimiento, basada en la apertura de la mente para releer situaciones, experiencias, opciones de vida a la luz de la Palabra;
c) la fase final, en la que se estimula la voluntad a abrirse concretamente al cambio y a la acción en el espíritu de conversión.
El objetivo final es construir una relación positiva con los oyentes, empáticamente con autoridad, capaz de fomentar la participación y la apertura. Por eso es necesario adoptar un estilo que sea capaz de involucrar inmediatamente, suscitar preguntas, suscitar el discernimiento y orientar la toma de buenas decisiones en función de lo que realmente preocupa a los presentes.
No se trata simplemente de hacer la predicación menos aburrida y más cautivadora, seductora, persuasiva, recurriendo quizás al uso de efectos especiales más o menos tecnológicos. Se trata más bien de acercarse al interlocutor, de hacerle espacio, de sintonizarnos con su vida, con sus necesidades, con sus deseos, de acogerlo y acogerlo…para que él a su vez pueda releer y renovar su vida a la luz de la Palabra, y decida y actúe para hacer lo mismo.
No hay que tener miedo: lo que está en juego merece el esfuerzo e incluso algunas dificultades y errores. En realidad se trata de decir bien el bien haciendo que se convierta en un bien-decir, en una bien-aventuranza, en una bendición.
Pongámonos pues a prueba con serenidad: los primeros que saldrán a nuestro encuentro y a ayudaros en este esfuerzo y desafío de renovación pastoral y ministerial serán los mismos destinatarios, y en particular los jóvenes, que reconocerán en ello su lenguaje, acompañándoos a decirlo cada vez mejor.
La recompensa será su gratitud: seremos recordado más por haber sabido valorar al otro que por cuánto bien hemos logrado hacer.
Pero sobre todo, como nos recuerda San Agustín, podremos vivir la predicación y la catequesis en la dimensión de la alegría y de la felicidad.
La predicación, lo sabemos, es una acción pastoral de gran responsabilidad. En realidad, no se trata de celebrar un congreso interesante, ni siquiera de un encuentro de catecismo clásico hecho más solemne o grandioso. La predicación, de hecho, no tiene como finalidad instruir o transmitir conocimientos, sino modificar el modo de comprender la realidad y la vida de aquellos a quienes se dirige.
No basta con “decir el bien”: hay que hacer todo lo posible para decir bien el bien. De tal manera que decir el bien sea un decir ben-decido, una bendición para quien lo propone y para quien lo recibe, para evitar que el momento de la predicación/anuncio sea aburrido o abstracto, sino capaz de operar los tres pasos fundamentales de apertura del corazón, de la mente y de la voluntad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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