La Sagrada Familia (Barcelona): el arte y el júbilo de la mano
Quizás estos versos de Charles Baudelaire -‘Correspondencias’, de ‘Las flores del mal’- sean el mejor viático para entrar en la Sagrada Familia de Barcelona: allí la piedra se convirtió (y sigue siendo) en símbolo de la naturaleza, síntesis de todo el cosmos, descripción enciclopédica de la creación. Allí, verdaderamente, la naturaleza y el arte se compenetran y se persiguen en el “templo” donde se alzan “columnas vivientes”, donde hablan “bosques de símbolos”.
Paseando por la Sagrada Familia nos adentramos en la grandeza sublime, iridiscente, múltiple del arte que imita al mundo, según el genio de Antonio Gaudí (1852-1926), arquitecto polifacético, cristiano convencido y humilde, gran constructor de un camino personal hacia la belleza, cultivador de la creación: «El gran libro, siempre abierto y que debemos esforzarnos en leer, es el de la naturaleza» -‘Ideas para la Arquitectura’-.
No hay lugar más emblemático que el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia para captar el testimonio de vida y fe de Antonio Gaudí, quien, una vez recibió el encargo de continuar la obra que acababa de iniciar, en 1883, estableció una fractura en su propia existencia, dedicando el resto de sus años a una obra de enormes proporciones y ambiciones, transfigurando ideas y proyectos ya en marcha y experimentando una vida cotidiana hecha de compromiso, sobriedad, confidencialidad, compartir con los trabajadores: condiciones para crear y penetrar en el misterio artístico de la naturaleza, más que los focos y la multiplicación de luces.
Mientras admiramos las grandes esculturas de los portales, así como subimos a las torres, observando colores, formas, alegorías, simbolismos, podemos quedar impresionados por la iglesia dedicada a la Sagrada Familia. Es una buena impresión, que se convierte en admiración hacia el arquitecto que creó esta construcción -aún no terminada-.
Antonio Gaudí nos recuerda que ser cristiano no significa abdicar del propio tiempo, sino sumergirse en él como la levadura en la masa, utilizando sus lenguajes, estilos y formas para construir caminos de espiritualidad y fe compartida: así empleó el arsenal de estilos del Modernismo, cruzándolo, interpretándolo, dándole una lectura única, nutriendo su propia visión con raíces de épocas y lugares diferentes, pero sin renunciar a su propia época.
Pero Antonio Gaudí también nos enseña que la llamada del Evangelio se cumple no en la militancia agresiva, sino en el servicio al propio tiempo: “El arquitecto, viviendo con el pueblo y orientado hacia Dios, lleva a cabo su obra”. Y sin embargo, admirando la riqueza y majestuosidad de la Sagrada Familia, podemos dejar que Antonio Gaudí nos sugiera que la propia personalidad, los propios talentos, el propio gusto, la propia inteligencia no son impedimentos, sino caminos para responder a la propia fe, sin omitir nada de lo que es la singularidad de cada uno: de este modo el arquitecto ha concebido un templo único, iridiscente y formidable, alabanza a Dios y a su creación.
El hijo de un calderero se convierte en un artista sublime, el genio elige esconderse, el rico arquitecto vive en las sombras, hasta su muerte, por accidente, oculto a la mayoría: sin ser reconocido, será llevado a un hospital para pobres y allí morirá al cabo de tres días.
Emprender una obra sabiendo que no se podrá ver el final: bajo las bóvedas de la Sagrada Familia podemos recordar, según el lema bíblico, nuestra fragilidad, nuestro ser polvo; pero también la confianza en la Providencia: “Todo lo que he hecho ha dependido de las circunstancias; si eran favorables, contar con ellas, y si eran adversas, luchar con ellas; siempre sirven, son la manifestación de la Providencia”.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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