No creo en la perfección
Estamos acostumbrados a esperar mucho de la vida y de nosotros mismos. No hacemos más que marcarnos caminos, metas y un sinfín de sueños por realizar. Todo esto hasta puede estar muy bien, es más, hasta puede ser necesario. Cada uno de nosotros puede necesitar hacer planes que realizar a largo o corto plazo para estar orgulloso de sí mismo, para adquirir aptitudes y capacidades personales.
Ocurre a veces que quienes se ponen expectativas demasiado altas corren el riesgo de no reconocer los triunfos cotidianos, los más humildes, los que sólo las personas más sencillas pueden apreciar: el afecto, la amistad, la tranquilidad... La vida no tiene que ser perfecta para ser maravillosa.
Ser exigentes y buscar la perfección en todo lo que hacemos suele ser la otra cara de la moneda: si bien la exigencia nos permite desarrollar múltiples capacidades, también nos impide sentirnos satisfechos debido al alto nivel de autoexigencia.
En realidad, la perfección no es más que una quimera, una aspiración intangible. No hay vidas perfectas sin altibajos. La existencia es un carrusel de emociones intensas en el que compras tu billete por una única razón: aprender de tu vida cada día.
No es raro oír a quienes nos rodean quejarse monótonamente de "todas las cosas malas que me pasan", "todo va bien con los demás, pero yo no hago más que tomar malas decisiones"... Estas afirmaciones y pensamientos siempre han existido, y siempre existirán.
A mis 59 años ya he caído en la cuenta de que la felicidad no reside en la perfección. El éxito, la riqueza, la belleza, la juventud o la salud no son garantía de felicidad para nadie. La vida se mide en momentos y, por supuesto, en nuestra capacidad de estar abiertos a la realidad, a las oportunidades, a la magia de los detalles más sencillos que nos rodean, a la esperanza.
No me eligieron para el puesto o para el trabajo al que siempre había aspirado. ¿Debo martirizarme pensando que no valgo nada, que la vida me la tiene jurada? A mis 59 años ya he aprendido que cuando se cierra una puerta, se abren seis. Y trataré de luchar por cada una de ellas.
Los que tuvimos el momento de aspirar a una vida perfecta nos pasamos demasiado tiempo mirando hacia arriba en un intento de alcanzar el universo, y al hacerlo nos perdimos las maravillas que teníamos a nuestros pies o que estaban en frente de nosotros.
Quienes viven en una fase de duda de sí mismos esforzándose por alcanzar la vida perfecta tienden a arrastrar a los demás con ellos. Los que aspiran a una vida perfecta tienden a exigir tanto de los demás que acaban creando un ambiente de gran infelicidad a su alrededor.
No lo he conseguido todavía pero voy apreciando cada vez más (ciertamente más que hace unos cuantos años) las maravillas que me rodean en el día a día. A veces me cuesta hacerlo por las prisas impacientes, por las preocupaciones agobiantes, por esa voz interior que me impide ver la magia de la vida y el milagro del vivir de cada día.
La vida no es perfecta, es cierto, y no siempre nos reserva lo que deseamos, pero a veces es capaz de ofrecernos pequeñas cosas que realmente merecemos: el amor auténtico, el calor de nuestros seres queridos, la estima de quienes nos quieren de verdad.
No todo el mundo es capaz de descubrir o apreciar la esencia más auténtica de la vida cotidiana. La luz que ilumina a todos por igual cada mañana. Los murmullos de una familia cuando se levanta para desayunar contigo en paz y armonía. Una mano cómplice acariciándote. La sonrisa traviesa de un niño. La villavesa que se retrasa y que te permite leer unas páginas más de ese libro. Esa salud que te permite ir y andar, dormir, amar… El olor a tierra mojada después de una lluvia. La lánguida puesta de sol que se contempla en el horizonte. Y un largo y múltiple etcétera.
La vida está hecha de momentos que se suceden día a día con sutil serenidad. No, no creo que exista la perfección. Sí creo que existen momentos “perfectos”. La vida está hecha de un lenguaje propio, con un ritmo propio, pero que no todo el mundo sabe apreciar: hay quien va a contracorriente, con demasiada prisa, con el corazón olvidadizo y la mente agitada.
La vida es maravillosa sin tener que ser necesariamente perfecta, porque las cosas perfectas no contemplan errores, y donde no hay errores no hay aprendizaje ni, por ende, crecimiento ni mejora. La existencia es a veces una severa maestra que se muestra en toda su locura y grandeza, con sus desórdenes y placeres, enseñándonos a vivirlos instintivamente, sin buscar la perfección, sino aprovechando cada momento al máximo de nuestras fuerzas. Hace unos años me bajé en marcha de ese tren de la perfección.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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