Otras bienaventuranzas
Las Bienaventuranzas nos permiten realizar el gran vuelo, haciendo brillar los mil colores de la santidad cristiana en el siglo XXI. Bienaventurados son aquellos que están de pie, dispuestos a emprender los caminos ásperos y fructíferos del Evangelio. Es el canto del pueblo que está en pie. Porque el pueblo de paz no es un pueblo de resignación. Son un pueblo de Pascua. Todos ante el trono y en la presencia del Cordero. No ante los sillones de los tiranos, ni ante los ídolos de metal. Y delante del Cordero. Símbolo de todos aquellos oprimidos por los poderes mundanos. De todas las víctimas de la tierra. De todos aquellos discriminados por el racismo. De todos los que han visto violados sus derechos humanos básicos.
Con el espíritu del Bienaventurado, siguiendo su ejemplo y su enseñanza, es posible reescribir las bienaventuranzas evangélicas de un modo más adaptado a nuestros tiempos.
1.- Bienaventurados los hombres hechos de carne y no sólo de espíritu, porque también la carne está destinada a la vida eterna.
La santidad, de hecho, no es sinónimo de indiferencia o de apatía, como si quien vive en profunda comunión con Dios debiera sentirse ajeno a los sufrimientos tan humanos del común de los mortales. Los santos no son impasibles: son serenos. No tienen un corazón de piedra: tienen un corazón de carne. Creada por Dios, la carne es obra de sus manos, obra maestra de su actividad, custodia de su aliento, reina de toda la creación, heredera de su generosidad, sacerdotisa de su religión, soldado de su fe, hermana de Cristo. El criterio fundamental para juzgar la conformidad de la propia vida con la santidad evangélica es creer que Jesucristo vino "en carne". Sin la carne no hay Cristo ni santidad cristiana.
Si no aprendemos a ver en la carne, especialmente en la de los pobres, la carne de Cristo, no podremos ver nada de su persona. Cristo será un fantasma, una quimera, un modelo ideal, un maestro de vida, no un Dios hecho carne, una belleza divina que toma la forma de un siervo, se concentra y se hace visible en la carne del último sobre la tierra.
Bien lo sabía Santa Teresa de Ávila cuando escribió: “Siempre he reconocido y reconozco que a Dios no se le puede agradar, ni Dios concede sus gracias sino por la sacratísima Humanidad de Cristo, en quien dice complacerse. Yo lo he experimentado muchas veces, y él mismo me lo dijo, así que puedo decir que he visto que para ser parte de los secretos de Dios, hay que pasar por esta puerta. Por eso, querido señor, no busques otro camino, aunque ya estés en la cumbre de la contemplación, porque desde aquí estás a salvo. De este dulce Señor viene todo bien para nosotros. Él nos instruirá. Estudia su vida y no encontrarás un modelo más perfecto” (El libro de la vida, 22, 6-7).
2.- Bienaventurados los buscadores curiosos y los soñadores, porque a ellos se les concede el poder de escrutar los misterios del Reino de Dios.
La actitud soñadora, en efecto, nace de la primacía de la contemplación, del anhelo de Dios, del deseo de fijar en Él la mirada. Contemplar significa dejarse fascinar por la belleza divina, por esa luz eterna que está presente en las cosas creadas, pero las supera y las convierte en sólo una débil imagen de sí misma.
Sin embargo, ese destello es suficiente para despertar admiración y asombro. La contemplación no se abstrae del mundo. Al contrario, entra más profundamente en la dinámica de la historia porque mira los acontecimientos con ojos purificados por la luz divina. No es una huida hacia la intimidad, no levanta barreras ni vallas con el mundo exterior, aislándose del contexto de los hombres. La verdadera contemplación, al tiempo que establece una relación más profunda con Dios, crea vínculos más verdaderos con los demás hombres.
Contemplar es buscar a Dios para comprender más plenamente el valor de cada persona y de cada realidad creada. Sólo quien contempla tendrá la fuerza de arrastrar (al otro) hacia las crestas de la praxis, porque las provocaciones de quien ha mirado fijamente a la zarza ardiente nunca son estériles.
En mi opinión la mayor impiedad no es tanto la blasfemia o el sacrilegio, la profanación de un templo o la profanación de un cáliz, sino la falta de asombro. Seamos realistas: hoy en día hay una crisis del éxtasis. El factor sorpresa está disminuyendo. No nos emocionamos por nada. Hay un estancamiento insoportable a nuestro alrededor: de cosas ya vistas, de experiencias ya vividas, de sensaciones sometidas a pruebas repetidas. Sin raptos extáticos sólo puede haber una relación comercial con Dios, no un encuentro personal, ni el abandono de la confianza, y mucho menos la embriaguez del amor.
3.- Bienaventurados los entusiastas y apasionados porque vivirán la vida como una fiesta, a pesar de la maldad que verán en el mundo.
La fuerza de la vida es la pasión por Dios y por el hombre. Pasión es una palabra que significa sufrimiento, pero también deseo y tormento. Es una zarza ardiente, un fuego que arde y quema. Santo es aquel que enciende su antorcha en el fuego del amor de Cristo, en su gran horno ardiente de la caridad y se deja consumir totalmente por su «divina locura».
Un santo es alguien que no tiene miedo de dar su vida, y de hecho considera la posibilidad del martirio como la mayor de todas las gracias. Mártires. Es decir, testigos. Es decir, personas que venden su alma para proclamar con su vida que Jesús es el Señor, y Él es el único. Personas dispuestas a atar la balsa de su existencia, en lugar de a los amarres tranquilizadores del dinero y del poder, a una tabla flotante que tiene el grosor del Evangelio y la forma de una cruz”.
4.- Bienaventurados los hombres de mirada penetrante porque saben ver profundamente y en los harapos de los pobres, que cubren sus miembros heridos por el sudor, disciernen relicarios que contienen fragmentos de santidad.
De hecho, lo problemático no son las “nuevas pobrezas”, sino los “ojos nuevos” que nos faltan. Mucha pobreza es “causada” precisamente por esta hambre de ojos nuevos que sepan ver. Los ojos que tenemos son demasiado antiguos. Fuera de servicio. Sufriendo de cataratas. Lastrados por las dioptrías. Hechos bizcos por el egoísmo. Hechos miopes que nacen del interés propio. Ahora se han acostumbrado a pasar por alto los problemas de la gente con indiferencia. Están acostumbrados a capturar en lugar de dar. Se sienten demasiado halagados por lo que “rinde” en términos de productividad. Son pues víctimas de ese oscuro mal del acaparamiento, que seleccionan todo en función de su interés personal.
En resumen, nos damos cuenta de que la culpa de tantas nuevas formas de pobreza está en estos viejos ojos que llevamos con nosotros. De ahí la necesidad de implorar “ojos nuevos”. Si el Señor nos favorece con este trasplante, la melancólica lista de los pobres se reducirá de repente, y nos daremos cuenta de que los que quedarán en la lista de espera serán casi exclusivamente los de ser pobres siempre.
5.- Bienaventurados los custodios de la creación, porque harán resplandecer la belleza del jardín de Dios.
Dios, gran Señor, providente y generoso, «no considera al hombre un rival. Él no esconde sus secretos en la caja fuerte del misterio. Pero él los abre ante los ojos del hombre. Porque de esta manera llegamos a conocer nuestros derechos reales sobre toda la creación y que son nuestros deberes hacia esa, nuestra casa común, para conservarla y llevarla a término. Para no dejarnos a la tentación de manipularla a nuestro antojo desequilibrándola según los deseos de nuestros caprichos. Es nuestro deber sobre la obra maestra de la ternura de Dios que es la creación. Lo cual le costó una sobreabundancia de ingenio y de corrientes de amor. Que debemos sentirnos obligados a devolverle continuamente su esplendor original, liberando, con religioso respeto, sus energías internas de santidad.
6.- Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque son prisioneros de una esperanza, fruto encarnado de santidad.
Ellos saben que el compromiso con la paz es un imperativo que no viene desde abajo, como simple asunción de una responsabilidad voluntaria y simplemente humanitaria, sino desde arriba. La paz es un regalo. Es el fruto maduro de la Pascua de Cristo, no el resultado de un compromiso ético del cristiano. No es un valor que hay que promover, sino una persona a la que hay que seguir: la misma persona de Jesús. Fruto de la justicia, la paz no es una “gracia barata”, sino “el nuevo martirio al que la Iglesia está llamada hoy”.
Por eso es necesaria una nueva época de testigos que sepan conjugar no sólo la dimensión festiva, sino también la cotidiana de la paz. Tal vez ha llegado el momento de entender que, además de la celebración, deberíamos poder hablar de la cotidianidad de la paz. En lugar de combinarla siempre con marchas, deberíamos emparejarla un poco más con los recorridos cotidianos que, en términos ordinarios, están marcados por ritmos nada heroicos. Más allá de las vigilias, cargadas de vibraciones emocionales y resonantes de sanas utopías, debemos tomar nota de que la paz se construye también en los meandros soñolientos de la historia y crece incluso en los pliegues subterráneos de la existencia.
Y no es blasfemo decir que, más allá de los terciopelos de las mesas redondas, la paz se construye tanto en la tosca mesa del carpintero como en la mesa del comedor del campesino. Tanto en la silla del profesor como en el escritorio del empleado. En el asiento del estudiante como en el estante del ama de casa. En el foro del gobierno, como en cualquier foro impotente donde se consumen los más oscuros trabajos cotidianos.
7.- Bienaventurados los que aman a Cristo porque serán eternamente jóvenes.
Enamorarse de Jesucristo significa: conocerlo profundamente, familiarizarse con Él, frecuentar diariamente su casa, asimilar sus pensamientos, aceptar sin descuentos las exigencias más radicales y más comprometedoras del Evangelio. Significa centrar verdaderamente nuestras vidas en el Señor: poner en Él nuestros ojos.
No tengamos miedo de calentarnos ahora. Cuando seamos viejos nos calentaremos con las cenizas de las brasas que ardieron en nuestra juventud. Cuando seamos viejos, iremos y buscaremos algo de carbón al rojo vivo del incendio que se inició en nuestra juventud. Solo nos quedará ese carbón y con él nos calentaremos. Así que no tengamos miedo de enamorarnos ya desde ahora, de estar encantados ya desde ahora, de estar asombrados ya desde ahora, de estar entusiasmados ya desde ahora.
8.- Bienaventurados vosotros, sembradores de alegría y de inquietud, porque gozaréis en plenitud de la misma felicidad de Dios.
Él, en efecto, es alegría, alegría eterna. Alegría que inquieta y no nos abandona al sueño tranquilo, sino a las vigilias nocturnas y a las noches en vela, en la certeza de que un día florecerán las semillas de la paz. El mensaje cristiano no sólo trae alegría a quien lo recibe, sino que completa también la alegría de quien lo transmite. Me parece, de hecho, que el énfasis se inclina precisamente del lado de aquellos que traen buenas noticias. Recibir a Jesucristo, en otras palabras, significa encontrar la fuente de la alegría. Pero anunciarlo a los demás significa llevar a plenitud la alegría del primer encuentro con Él y alcanzar la cumbre de toda felicidad.
Bienaventurados los testigos y portadores de la Buena Noticia del Año de Gracia, los evangelizadores del Espíritu que sopla como quiere y donde quiere, los hombres y mujeres en espera. La santidad de los bienaventurados de todos los credos se mide por la profundidad de sus expectativas.
No dejéis que la vida fluye de manera plana, sin esperar, hacia un epílogo que nunca llega, como una cinta magnética que ha terminado una canción demasiado pronto, y se desenrolla sin fin, sin decir nada más, hacia su parada final. Esperar, o experimentar el sabor de vivir. Esperar es el infinitivo del verbo amar. En efecto, en el vocabulario de Jesús, amar es esperar infinitamente.
Permaneced en pie. Es decir, sed hombres y mujeres capaces de vivir el hoy de nuestra historia con la fe de María, único punto de luz en la oscuridad que embarga al mundo. El día se hace oscuro, la oscuridad se hace cada vez más intensa, sólo queda Ella para custodiar la fe en la tierra. El viento del Gólgota apagó todas las lámparas, pero su lámpara dejó encendida. Sólo la suya. Durante todo el tiempo que dura hoy, María permanece, pues, como el único punto de luz en el que se concentran los fuegos del pasado y las llamaradas del futuro. Ese día Ella vaga por las calles de la tierra, con la lámpara en sus manos. Cuando la levantas, trae recuerdos de santidad de las brumas del tiempo, Cuando la elevas, anticipa las eternas reverberaciones de las transfiguraciones de los nuevos cielos y la nueva tierra.
Hoy y aquí se encuentra el camino que hemos de recorrer. Mientras caminamos, manteniendo viva la memoria del pasado y agudizando la mirada hacia el mundo nuevo que avanza en el horizonte sin límites, nos equipamos con un sólido «equipo espiritual»: el entusiasmo de la esperanza.
El mundo puede tolerar que un cristiano entre en reserva en materia de santidad y acepta verlo descubierto del lado de la debilidad y fragilidad. Pero el mundo, en cambio, sigue admirando el testimonio y reclamando testigos, hombres y mujeres que lleguen al final de la línea en las virtudes de las bienaventuranzas. El mundo desea que el heraldo de Buenas Noticias y del Año de Gracia no pierda el fuego que contagia. El mundo no entiende el colapso del ardor en alguien que afirma haber visto al Maestro y comido con Él.
Cuando pienso en el entusiasmo de la esperanza, mi imaginación corre hacia la zarza ardiente que crepitaba entre las viñas sin consumirse jamás. Fue en esa zarza ardiente donde Moisés experimentó a Dios. Fue en esa zarza ardiente donde el mundo, aún hoy, experimenta el preludio de toda auténtica teofanía. Esa zarza ardiente son las bienaventuranzas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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