Qué presbítero
Del magisterio del Papa Francisco surge la figura de un presbítero que acepta, sin ninguna nostalgia, los cambios sociales y eclesiales; que no tiene miedo a la creatividad; que facilita el camino de la gracia; que vive la “mística de la comunidad”; que salvaguarda la proximidad a los pobres y a las periferias; que sabe incluso ser molesto. Y todo esto porque fue herido por la mirada amorosa de Jesús.
¿Qué imagen de presbítero surge de la Evangelii gaudium? En otras palabras, ¿quién es “el presbítero que sirve” en esta hora de la Iglesia y del mundo según el Papa Francisco? ¿Cuál es el servicio más importante que puede realizar un presbítero para que la tarea misionera de anunciar la alegría del Evangelio se pueda llevar a cabo con mayor energía y entusiasmo?
Intento responder a estas preguntas a través de una lectura transversal de la exhortación papal, considerando no sólo las referencias directas al ministerio presbiteral, sino, más generalmente, las expectativas que el Papa tiene hacia todos los creyentes. Al fin y al cabo, hasta que se demuestre lo contrario, los presbíteros también son –y se esfuerzan por ser– creyentes.
El presbítero que sirve sabe despedir la cristiandad
Debemos partir de la constatación de que la nuestra no es una época de cambio, sino un cambio de época. En este sentido, el Evangelii gaudium recuerda los cambios provocados por los nuevos medios de comunicación, los cambios en la economía y las finanzas, en la medicina, en las nuevas tecnologías, en las nuevas geografías humanas y, en particular, en las nuevas geografías urbanas, los cambios en la autoconciencia y en el papel de la mujer en la sociedad (52, 71-75, 103-104). También recuerda el impacto de la secularización (64).
Tomar toma nota de todo esto es realmente esencial para los presbíteros. Es decir, se trata de tomar conciencia de que la unidad de la cultura y la cultura de la unidad que existía en Occidente hasta la revolución cultural de 1968 ya no existe. No sólo eso: se trata también de comprender que ya casi no hay ninguna referencia ni ninguna ósmosis viva entre las instrucciones para vivir y las instrucciones para creer.
Para intentar visualizar mejor tal cambio, tengamos ahora presente que nos convertimos en humanos y ciudadanos de un tiempo determinado, fabricando nuestro propio lenguaje humano en general y, más específicamente, el lenguaje de ese contexto histórico y cultural dado, que delata e indica un orden de cosas en el mundo y en el mundo de las cosas.
Pues bien, en los últimos ciento cincuenta años hemos asistido a un cambio en las palabras y en su orden, y por tanto al eclipse de algunas y al surgimiento de otras. Hasta los años 80, las palabras decisivas de la vida humana eran eternidad, paraíso, verdad, naturaleza, ley natural, fijeza, madurez, adultez, mortalidad, espíritu, masculinidad, sobriedad, sacrificio, renuncia, autoridad, ley, tradición.
Hoy, en el centro de nuestro ser habitantes de este tiempo y de este espacio cultural, encontramos las palabras finitud, alteridad, pluralismo, tolerancia, sentimiento, técnica, salud, cambio, actualización, corporalidad, mujer, consumo, bienestar, juventud, longevidad, singularidad, sexualidad, democracia, convicción, comunicación, participación.
Esto es precisamente lo que provoca la ruptura del cristianismo, es decir, de esa unidad entre cultura y fe, entre existencia y oración, entre lo cotidiano y lo sagrado que, no sin algunas sombras como es natural, ha favorecido mucho el trabajo de la Iglesia y del clero en particular: en casa, en la escuela, en la calle… Los códigos lingüísticos –humanos y creyentes– pasaban fácilmente de un lado a otro. Esto ya no es algo que se pueda dar por sentado. Asistimos pues a un creciente alejamiento del cristianismo entre las nuevas generaciones que, además, ya no frecuentan desde hace tiempo ni tanto los lugares eclesiásticos -quizá salvo los centros educativos que aún pertenecen a Congregaciones o Instituciones religiosas cristianas…-.
La Evangelii gaudium nos invita a aceptar todo esto sin resentimiento, sin caer en la depresión. Ciertamente, como creyentes somos más pobres, menos apoyados por el ambiente cultural, la lengua y la sensibilidad difundida, pero, si no despedimos todo esto, el riesgo es la cerrazón, la introversión, la autocompasión, el quedar reducidos a ser «generales de ejércitos derrotados» en lugar de «simples soldados de un escuadrón que sigue luchando» (96). Sin el duelo de la despedida de la cristiandad, queda espacio para la «psicología del sepulcro» (83), para la nostalgia hacia «estructuras y hábitos que ya no dan vida en el mundo de hoy» (108). A diferencia de todo esto, sin embargo…
El presbítero que sirve no teme a la creatividad ni a la imaginación
Son verdaderamente numerosos los pasajes que la exhortación apostólica dedica a este tema: la palabra creatividad vuelve así varias veces (11, 28, 134, 145, 156, 278) como invitación a imaginar caminos nuevos y propuestas innovadoras. En verdad, muchos gestos de fe que se proponen todavía en el seno de las comunidades cristianas ya no funcionan, o al menos ya no funcionan tan bien como se esperaría. Bastaría pensar en los caminos de la iniciación cristiana o en el compromiso con la pastoral juvenil y sobre este punto la Evangelii gaudium no tiene miedo de decir que, en ambos casos, estamos en una especie de año cero (70 y 105). Y es precisamente por esto que la exhortación urge, nos invita a no tener miedo al cambio. Dando lugar incluso a un curioso neologismo: “primerear = tomar la iniciativa” (24).
Dos pasajes del documento papal merecen para mí una mayor atención. El primero, en el número 73, donde, recordando los grandes cambios que se han producido en las ciudades, que generan nuevas culturas, la Evangelii gaudium pide «imaginar espacios de oración y comunión con características innovadoras, más atractivos y significativos para las poblaciones urbanas». En el pasaje que acabo de citar quisiera destacar la significativa referencia a la oración: ¡a los presbíteros ya no les está permitido ignorar la actitud, la calidad y la cantidad de la oración de los creyentes, no sólo de los no creyentes!
El otro pasaje es la defensa que la Evangelii gaudium hace de la parroquia, pero con la indicación de que requiere la docilidad y la creatividad misionera del pastor y de la comunidad: la parroquia está dotada – leemos en el número 28 – de «gran plasticidad» y «puede asumir formas muy diferentes».
Una invitación así a la creatividad y a la imaginación, a “primerear” –es natural–, puede dejar a los presbíteros en parte sorprendidos y asustados por posibles efectos que no se pueden calcular previamente. Pero es la situación la que así lo requiere, ya que quien no cambia cuando todo cambia, al final simplemente se queda mudo.
El presbítero que sirve facilita la gracia
Aquí es obligatorio citar íntegramente un pasaje del Evangelii gaudium: “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay espacio para todos con su dura vida” (47). El tono puede sonar duro, especialmente para los presbíteros, pero estas son las cosas que son tan queridas para el Papa Francisco. ¿Cómo pueden los presbíteros facilitar la acción de la gracia?
La Evangelii gaudium recuerda la necesidad de una Iglesia de puertas abiertas y el texto sugiere comprender en sentido material y espiritual la cuestión de la práctica de los sacramentos (47), el uso del confesionario, por parte del clero, no como «cámara de tortura, sino lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien que podemos» (44).
Mi experiencia me dice que, en este aspecto, realmente estamos bien: la gente, en general, los ama precisamente por ese sentido de gran acogida que saben expresar y por esa atención a la singularidad de las situaciones de la vida de la que rara vez carecen.
Un punto más delicado, sin embargo, se refiere a otro ámbito que –en mi opinión– cae dentro de esta acción de los presbíteros para facilitar la acción de la gracia. Éste es el compromiso de poner más Biblia en la vida de la comunidad cristiana (174-175). Sin ese contacto con la Palabra vivida y celebrada, difícilmente surgirán creyentes capaces de «un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana». Tal vez el clero debería plantearse algunas preguntas sobre esto: ¿facilitar la acción de la gracia no significa también interesarse por la “dieta espiritual” de sus fieles? ¿Están acostumbrados, por ejemplo, a leer y rezar el Evangelio? ¿Estamos haciendo todo lo posible para que desarrollen un gusto por la Palabra?
Y es en este contexto que yo situaría la cuestión de la homilía: su tarea es facilitar esa gracia especial vinculada al diálogo de amor entre el Pueblo de Dios y Dios mismo y que, precisamente por su verdad y función intrínsecas, debe ser tan especialmente cuidada.
El presbítero que sirve vive la mística de la comunidad
La expresión mística de la comunidad no se encuentra literalmente en Evangelii gaudium pero su contenido ciertamente está ahí. Lo veo donde dice que «hoy, cuando las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos sin precedentes, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la «mística» del vivir juntos, del mezclarnos, del encontrarnos, del tomarnos en brazos, de sostenernos, de participar en esta marea un poco caótica que puede transformarse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana de solidaridad, en una santa peregrinación» (87, cf. también n. 272).
En el centro de la acción pastoral de todo presbítero, por tanto, debe ponerse el cuidado de la comunidad, que podríamos decir es el compromiso generoso de hacer crecer la conciencia y la vida de una comunidad como comunidad, como Pueblo de Dios; para que crezca una comunidad caracterizada «por una vida fraterna y fervorosa» (107). Esto es crucial: para Evangelii gaudium lo opuesto de la alegría del Evangelio es el triste individualismo, promovido por el consumismo y la lógica del mercado. Ahora bien, ¿cuál podría ser el antídoto contra el individualismo sino un misticismo de la comunidad? No debemos perder en absoluto esta combinación esencial de alegría y comunidad.
Por supuesto, crear una comunidad es algo realmente complejo y que entraña su dificultad, especialmente hoy en día. Hay dificultades intrínsecas ligadas al dinamismo muy delicado de hacer y ser comunidad o fraternidad, hay dificultades ambientales y luego están las cuestiones eclesiales específicas. El Papa enumera: la relación entre laicos y clérigos (102), la relación entre la gestión del poder eclesiástico y las mujeres (103 y siguientes), la relación entre adultos y jóvenes (105), la cuestión de la piedad popular (122), la relación entre parroquias y movimientos (29). Son muchos los desafíos y muchos los capítulos abiertos sobre la urgencia de crear comunidades, de desarrollar el sentir y la realidad del Pueblo de Dios; y, francamente, en todas estas cuestiones la contribución de los presbíteros es decisiva.
Sin embargo, la mística comunitaria significa creer seriamente en el poder sanador, liberador y testimonial de la comunidad: deberíamos apostar más por esto. Una Iglesia misionera en salida necesita más “comunidades” y el punto de partida de nuestra Iglesia es el de tener demasiadas parroquias y quizás muy pocas comunidades.
El presbítero que sirve custodia la proximidad a los pobres y a las periferias
Las palabras que Evangelii gaudium dedica a la necesidad de estar cerca, junto y del lado de los pobres son increíblemente claras.
El Papa Francisco nos recuerda que esta atención no es su obsesión ni la de algún otro pastor o teólogo: es el Evangelio en contacto directo, es el estilo de Jesús, es la tradición constante de la Iglesia.
El tema de las periferias, tan querido por el Papa Francisco, es precisamente el terminus ad quem que debe caracterizar el compromiso misionero de la Iglesia hoy (20, 30). Esta sensibilidad hacia las periferias, hacia la marginalidad, hacia los excluidos, hacia los invisibles, en muchos niveles y de maneras diversas, deben marcar siempre en verdad el ejercicio del ministerio ordenado que quiera oler realmente a oveja.
En todo caso, el énfasis sentido con el que Evangelii gaudium recomienda tal proximidad a los pobres, y a cuantos viven en las periferias existenciales, está también conectado con la constante estigmatización, operada por la misma exhortación, de la llamada "mundanidad espiritual" (93 ss.), que en último término consiste en buscar, incluso "dentro de las apariencias de la religiosidad e incluso del amor a la Iglesia", ya no la gloria del Señor, sino la gloria humana y el propio bienestar.
El presbítero que sirve también sabe molestar
En el n. 203 de Evangelii gaudium se constata con realismo que, a veces, el discurso cristiano sobre la dignidad de cada persona y las consecuencias que impone al comportamiento de todos suena a menudo molesto: "Es molesto cuando hablamos de ética, es molesto cuando hablamos de solidaridad global, es molesto cuando hablamos de distribución de bienes, es molesto cuando hablamos de defensa del puesto de trabajo, es molesto cuando hablamos de la dignidad de los débiles, es molesto cuando hablamos de un Dios que exige un compromiso con la justicia".
El orden mundial en el que vivimos, en cambio, alimenta un sentimiento generalizado de indiferencia y solicita constantemente la pasión tristemente individualista del narcisismo: para él, lo esencial es que crezcan consumidores ávidos y nunca plenamente satisfechos, siempre dispuestos a caer en la red de las ilusiones introducidas en el mercado y oportunamente publicitadas como auténtico Evangelio de la alegría. Sin tener en cuenta los efectos destructivos que todo esto tiene sobre la dignidad humana de los que no pueden sobrevivir, de los excluidos, de los “descartados”.
Francamente, este mecanismo ni siquiera produce la felicidad o la alegría prometidas a quienes se adhieren a él perfectamente: la nuestra es la era de la tristeza infinita (265).
Lo que se requiere, pues, es un salto, una palabra de despertar, un movimiento de resurgimiento respecto a este escenario nada edificante. Las palabras de Evangelii gaudium son tan claras sobre este asunto que el Papa Francisco siente la necesidad de aclarar que las suyas no son las palabras “de un enemigo o de un adversario”. A él sólo le interesa «lograr que quienes son esclavos de una mentalidad individualista, indiferente y egoísta puedan liberarse de esas cadenas indignas y alcanzar un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble y más fecundo, que dé dignidad a su paso por esta tierra» (208).
También los presbíteros están llamados a entrar en este
difícil ministerio de liberar a los hermanos (si no a ellos mismos) de la
mentalidad dominante del éxito, del goce, de la defensa de los propios
intereses privados, de la exclusión de los más débiles y menos dotados, que
está produciendo realmente una auténtica desertificación de la humanidad, con
repercusiones negativas prácticamente para todos.
Aquí llegamos al punto más alto de la evangelización: el
Evangelio es fuente de alegría porque es fuente de humanización. Nos abre al
amor y nos libera de todo cierre egoísta que trae daño no sólo a los demás sino
también a nosotros mismos. ¡El Evangelio nos libera del posible daño que
podamos hacernos a nosotros mismos y a los demás!
Y vuelve también el tema de la comunidad y de la comunión: la alegría está vinculada precisamente a la experiencia de humanización prometida y permitida por el Evangelio, que nos libera del individualismo y nos libera para los demás.
Naturalmente, todo esto puede parecer difícil y más allá de nuestras posibilidades y por eso en el corazón de la imagen del presbítero que emerge del corazón del Papa Francisco está la idea de que…
El presbítero que sirve es un creyente herido por la mirada amorosa de Jesús
Sin un encuentro auténtico con el Señor Jesús, con su amor, con su misericordia por nuestros pecados, con el don de su salvación, la misión de los cristianos, y de los presbíteros en particular, no tendría suficientes garantías de éxito ni de duración. Aquí está el corazón de la espiritualidad del Papa Francisco. Por eso es necesario que todos nos dejemos fascinar por Jesús, que nos dejemos mirar por Él, que nos contemple, que toque nuestra vida y nos «lance a comunicar su vida nueva» (264).
Sin el vínculo de amistad con Jesús, que se traduce concretamente en estar ante sus ojos en la contemplación y en meditar continuamente sus palabras y sus gestos, recogidos en el santo Evangelio, falta ese entusiasmo, esa fuerza, que es el verdadero principio de la comunicación de la fe: la Iglesia no crece por proselitismo, sino por «atracción» (14, citando al Papa Benedicto XVI).
Aquí, y sólo aquí, podemos realizar verdaderamente la convicción de que quien sigue a Jesús se hace más humano, porque nadie ha sido tan humano como Jesús, y precisamente aquí podemos encontrar la fuerza para renovar la pasión misionera de los creyentes y de los presbíteros: atraídos por Jesús, por su amor misericordioso, por la fuerza humanizadora que tiene su Evangelio, nosotros a nuestra vez nos atraemos hacia Jesús, ofreciéndole una comunidad concreta en la que vivir plenamente nuestra dignidad humana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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