miércoles, 12 de febrero de 2025

Sólo el diálogo es camino de salvación.

Sólo el diálogo es camino de salvación 

¿Quién no se ha preguntado alguna vez cómo recorrer los caminos del encuentro, del diálogo, de la relación con el otro, con cada otro, con cada rostro humano? 

En primer lugar, es necesario reconocer al otro en su singularidad específica, reconocer su dignidad de ser humano, el valor único e irrepetible de su vida, su libertad, su diferencia: es un hombre, una mujer, un niño, un anciano, un creyente, un no creyente, un creyente diferente. Es un ser humano como yo, pero diferente de mí, ¡en su irreductible alteridad! Teóricamente, este reconocimiento es fácil, pero en realidad, precisamente porque la diferencia suscita miedo, hay que tener en cuenta la existencia de sentimientos hostiles que hay que superar: en particular, existe en nosotros una actitud que repudia todo lo que está lejos de nosotros en términos de cultura, moral, religión, estética o costumbres. Cuando sólo miramos al otro a través del prisma de nuestra propia cultura, es fácil que caigamos en la incomprensión y la intolerancia. 

Por tanto, hay que practicar el querer recibir del otro, considerando que las propias formas de ser y de pensar no son las únicas que existen, sino que se puede aceptar aprender, relativizando los propios comportamientos. Existe un sano relativismo cultural y religioso que significa aprender la cultura y la religión de los demás sin medirla con la propia: esta actitud es necesaria en una relación de alteridad en la que hay que asumir el riesgo de exponer la propia identidad a lo que todavía no se es... Si se dan estas actitudes previas, entonces se hace posible la escucha: una escucha ardua pero esencial de una presencia, de una llamada que exige una respuesta de cada uno de nosotros y, por tanto, urge nuestra responsabilidad. 

La escucha es la condición esencial del diálogo. “Dia-lógos”: palabra que se deja atravesar por otra palabra; entrelazamiento de lenguas, de sentidos, de culturas, de éticas; camino de conversión y de comunión; vía eficaz contra los prejuicios y, en consecuencia, contra la violencia que surge de la agresión tácita... 

Es el diálogo el que permite pasar no sólo por la expresión de las identidades y de las diferencias, sino también por compartir los valores del otro, no para hacerlos propios, sino para comprenderlos. Dialogar no es anular las diferencias y aceptar las convergencias, sino dar vida a las diferencias del mismo modo que a las convergencias: el diálogo no pretende el consenso, sino el progreso mutuo, avanzar juntos. 

Así, en el diálogo se produce la contaminación de las fronteras, se cruzan territorios desconocidos, se abren caminos inexplorados. Estos son los caminos que recorrió Jesús de Nazaret y que dejó a sus discípulos como huellas a seguir, convirtiéndose en maestro con su arte de relacionarse, su voluntad de escuchar y acoger a todos los que encontraba en su camino, hasta el punto de dejarse construir, edificar por estas relaciones. 

Y creo que hoy y mañana, el diálogo va a ser el sinónimo de la salvación. Porque es el diálogo el mascarón de proa, el gozne de la actitud que la Iglesia está llamada a asumir en la sociedad actual: el diálogo con las culturas, con las religiones, con la ética, con la secularidad, con la laicidad,… El encuentro con el otro no es la opción estratégica inevitable de una Iglesia que ahora es minoritaria y ha perdido toda relevancia social. 

El diálogo no es el último recurso de una Iglesia humillada por los escándalos, marginada por los poderes de este mundo porque ahora está privada de todo poder mundano, que no tiene más remedio que dirigirse a los pobres y a los últimos. Al contrario, cuando está en medio de los pobres y de los últimos, la Iglesia es más plenamente católica, porque es allí donde aprende de su Señor toda la grandeza, amplitud y profundidad de la compasión de Dios por el mundo: y ahí es precisamente donde la Iglesia adquiere la autoridad de la credibilidad. 

Seguramente exista, o pueda existir, una comprensión errónea del diálogo como estilo de misión de la Iglesia, sobre todo cuando el diálogo se convierte en una cortina de humo para ocultar la voluntad de enterrar la misión evangelizadora bajo los artificios de un relativismo rampante. 

Pero, del mismo modo, si la evangelización, mal entendida, se convirtiera para la Iglesia en la bandera de una voluntad de conquista para imponer improbables “valores cristianos” replegándose en el identitarismo dominante, también sería una comprensión errónea del diálogo. La misión, como tantas veces ha recordado el Papa Francisco, no puede quedar reducida a la caricatura de una mera propaganda sino que debe aprender, con el Espíritu Santo, a reconocer que es Él quien la precede y prepara el diálogo de la salvación. 

Para nosotros, cristianos occidentales de hoy, que aparecemos como angustiados únicamente por la descristianización masiva y generalizada de nuestras tierras, la comprensión de la misión de la Iglesia como diálogo hasta puede ser un soplo de aire fresco que nos recuerda el estilo de Jesús de la contemplación, el encuentro, la escucha… del diálogo. 

Hay una palabra, «descentralización», que creo que la Iglesia debe recuperar en su presente y en su futuro: como llamada a volver a poner a Dios en el centro de la misión de la Iglesia, reconociéndole como protagonista de la evangelización y como invitación reflexiva a la Iglesia a reconocer la identidad de sí misma como instrumento (¡no fuente!) de salvación y su vocación a ser «católica», en el sentido de universal. 

Incluso el mismo Jesús fue un hombre «descentrado» de ataduras familiares, sociales,..., presumiblmente religiosas y sagradas. Y que, por tanto, como diría el Papa Francisco, ve la realidad desde una perspectiva particularmente fecunda: la de la periferia. Y es el Maestro de Nazaret quien nos enseña que la aventura espiritual del diálogo comienza con una inversión de perspectiva cuando aceptamos que lo primordial no es la búsqueda humana de Dios sino que es el amor solícito de un Dios en busca del hombre. 

La Iglesia en Europa no puede oponer - como a veces parece que se escucha - diálogo y misión. Se trata más bien de vivir el mandato de la misión en la actitud espiritual del diálogo, inspirado a su vez por el gesto de Dios en su revelación. Una condición fundamental para que el anuncio sea eficaz es el estado de conversión permanente de quien evangeliza, no del tratar de convencer y ganar con la doctrina. 

La “catolicidad” debe interpretarse de manera dinámica y vocacional, como una realidad en camino y no un resultado adquirido. Vivir en condición de minoría no daña la catolicidad de la Iglesia. La pequeña Iglesia de Mongolia, por poner un ejemplo, es también “católica” como cualquier “grande” Iglesia del mundo. La catolicidad no se mide por la importancia de los números, sino por el sabor de la sal y la luminosidad de la luz.

Si el Espíritu que sopla como quiere y donde quiere - como el viento que no sabemos de dónde vine ni a dónde va -, eso también quiere decir que ese Espíritu no está de ningún modo bajo arresto domiciliario en el estrecho marco de la institución eclesiástica, de la teología dogmática, del derecho canónico… Tampoco el Año de Gracia del Reino es un eslogan sino una Buena Noticia. 

Si en el número 24 de la Evangelii Gaudium se nos recuerda que «aunque los cristianos profesen que la salvación ha sido ya obtenida y ofrecida a todos en el misterio pascual, esto no les exime de tener que buscar en cada existencia humana las huellas de la llamada y del deseo de salvación de Dios», esto supone un cambio radical de perspectiva hacia otras culturas (laicas, seculares…) y tradiciones espirituales y religiosas. 

Y ésta es precisamente la catolicidad de la Iglesia formada por judíos y paganos… bajo la égida del Espíritu Santo. Y a esa Iglesia le corresponde la tarea de acompañar el camino de Dios hacia los pueblos del mundo hasta los confines de la tierra, siempre dispuesta a entrar en un diálogo de salvación con todos los hombres de buena voluntad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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