viernes, 7 de febrero de 2025

Vosotros, en cambio, buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mateo 6,33ss).

Vosotros, en cambio, buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mateo 6,33ss)

Como hombre, cristiano, misionero claretiano y presbítero me gusta pensar (y “soñar”) que en el único mundo en el que nos ha sido dado vivir podemos y debemos vivir mejor. Creo en la posibilidad de cambiarlo para mejor. También en la Iglesia creo que hay que cambiar radicalmente muchas cosas para hacerla más auténticamente evangélica. Hace más de sesenta años, el Concilio Vaticano II inició una reforma, ¿o revolución?, que, sin embargo, quedó incompleta porque no debemos partir de la Iglesia, en nuestra reflexión y acción, sino de la vida. 

La verdadera pregunta que debemos plantearnos es: ¿qué tipo de humanidad soñamos? ¿Con qué proyecto de humanidad estamos comprometidos y por el que luchamos? 

Debe representar el sueño que Dios tiene para el mundo: un sueño de vida, de justicia, de paz, de acogida, de fraternidad, concebido a partir de los más débiles, de las personas que más luchan. Ese sueño, aquella pasión, recibió en labios de Jesús un nombre (que ya ni siquiera está presente como talen el Credo de la Iglesia cristiana): Reino de Dios. 

Sólo entonces podemos preguntarnos: a la luz de todo esto, para construir y adelantar este Reino ¿qué tipo de iglesia necesitamos? 

Pero si el proyecto de la humanidad corresponde al sueño que Dios tiene sobre el hombre, no podemos dejar de preguntarnos inmediatamente después: ¿qué Dios? 

A veces parece que uno puede dirigirse indistintamente al dios de los ricos y al dios de los pobres; al dios que legitima las guerras y al dios de quienes se comprometen perseverantemente con la no violencia activa y la paz; al dios de los que apelan –en nombre de una cierta “identidad cristiana”– a la discriminación y al racismo, y al dios de los que acogen al otro, al extraño, al diferente de mí; al dios de los que murieron luchando contra los poderosos y al 'dios de los poderosos'; al dios de los que están atados al poder y al dios de los que están con los humildes y caminan con los pobres de la tierra... 

Aquí la pregunta de '¿qué iglesia?' en mi opinión se refiere a la pregunta de '¿qué Dios?'. ¿Al Dios que Jesús llamó Abba? ¿Al Abba del Reino? Pero también sobre “¿qué Jesús?”: ¿el Jesús de las devociones o el Jesús de esa provocación revolucionaria que el Evangelio continúa sugiriéndonos diariamente como Año de Gracia? 

“¿Qué humanidad?”, “¿qué Dios?”, “¿qué Jesús?”, y sólo por último: “¿qué Iglesia?”. 

La Iglesia es sólo un signo dentro de la historia, un signo de una posible “otra” humanidad, alternativa a la que hemos creado. También nosotros, religiosos, presbíteros,…, debemos preguntarnos sobre el sentido y el papel de nuestra misión –«¿qué religiosos¿¿qué presbíteros?»– sólo después de haber intentado responder a todas las preguntas que acabo de mencionar. 

Así podemos evitar cualquier tipo de autorreferencialidad, es decir, una actitud en la que la Iglesia se mira a sí misma, a su propio interior, ombligo,…, y a sus propias necesidades e intereses y tiene una relación de competencia, o de miedo, o de sospecha con el mundo: sentimientos que inspiran sermones, advertencias, condenas, en el peor de los casos piadosos hasta consejos moralistas, pero no un espíritu de verdadera de apertura, de escucha, de diálogo. Es importante escuchar mucho antes de hablar… 

Sin duda vivimos tiempos complejos, y el sufrimiento, la crisis que afecta a toda la sociedad, incluida la Iglesia. No creo, sin embargo, que podamos hablar de una crisis general de la religión cristiana. Pienso, modestamente, que ya hay demasiada “religión” en nuestra sociedad: no faltan ciertamente celebraciones, ritos religiosos, declaraciones, congresos… continuamente relanzados también por los medios de comunicación. 

Otra cosa es la Iglesia de la fe, la Iglesia del Evangelio, una Iglesia exigente, ésta, porque pide opciones radicales, porque el mundo necesita un gran impulso hacia la justicia, un gran proceso de humanización. La oración misma debería ser menos una serie de fórmulas o ritos y más una vibración profunda de estar dentro de la historia, con referencia al «ir más allá», ciertamente, pero no en el sentido de una huida del mundo, y el compromiso por la justicia de los nuevos cielos y de la nueva tierra debería resumir todas las dimensiones de nuestra vida. 

La Iglesia, yo creo, debe volver a anunciar la Palabra de Dios como palabra profética, siempre inmersa en la historia, o más bien en las múltiples «historias» de las personas de carne y hueso que se cruzan en nuestro camino

Para que esto sea posible, la Iglesia debe liberarse del abrazo mortal del poder político, económico, militar… Cuando la Iglesia se convierte en «Iglesia del establishment, del poder, de…», ya no es de hecho una «Iglesia», el Pueblo de Dios, la Iglesia de Jesucristo, la presencia en el mundo de la paternidad universal de Dios, el sacramento del Reino de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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