Contraste y paciencia I: el contraste como iluminación y la paciencia como método
Me gustaría leer la carta pastoral de los Obispos de Navarra y País Vasco “El contraste paciente. Repensando la relación Iglesia-Mundo” en un doble horizonte tanto de la relación de la Iglesia y Mundo (como indica el subtítulo de la mencionada carta pastoral) como en el de la transmisión de la fe.
Dada la longitud de mi reflexión he preferido dividirla
en dos momentos (y, por lo tanto, en dos entregas). Presento ahora la
primera de las reflexiones que hace referencia a la relación de la
Iglesia y Mundo (como indica el subtítulo de la mencionada carta pastoral).
Tanto
la reflexión realizada por los Obispos, como la manera de realizarla y la
propuesta metodológica de lectura, reflexión, compartición,…, son de mucha
calidad y, me atrevería a decir, de alto nivel. Y, sin embargo, también tengo
la sensación de que algo está inacabado, es decir, incompleto.
Y
creo que ésta es también una clave de interpretación. Lo incompleto, lo
inacabado, lo inconcluso…, es una figura retórica compleja. No sólo
habla del déficit, de la falta… sino que también apela a potenciar lo que se ha
empezado y ya está en camino sabiendo que no lo es todo.
Incompleto
puede ser sinónimo de incoherencia, de inconsistencia,…, pero también puede
expresar esa forma de elaboración laboriosa y paciente de un proceso que se
pone en marcha y que ya no se quiere abandonar.
Esta
Carta Pastoral está inacabada, es incompleta, porque es una Carta constructiva
y procesual. Hay una parte del camino que queda por hacer, la lectura, la reflexión,
el diálogo responsables y sinodales, reconociendo y agradeciendo la verdad del
esfuerzo ya realizado y de la empresa ya iniciada.
¿Qué relación se puede discernir entre la Iglesia y la sociedad civil en esta hora de la “globalización”, en la hora de la percepción cada vez más difundida del mundo como una “aldea global”? ¿Cómo encajamos los cristianos en la sociedad actual?
Haciendo memoria de la relación de la Iglesia con el mundo y con la historia podemos recordar que no se es cristiano sin estar en compañía de los hombres.
En un “viaje de memoria” habría que recordar que el tema de la relación con el mundo había surgido desde la Iglesia primitiva, subrayando la “plurivocalidad” de las soluciones adoptadas por la multiformidad de comunidades cristianas: había comunidades que se presentaban como alternativas, subversivas; otras comunidades se presentaban como minorías tratando de ser relevantes, significativas. Hubo situaciones en las que los cristianos vivieron una relación positiva con la sociedad sin distinguirse en la mayoría de los aspectos de la vida y circunstancias en las que los cristianos mostraron reservas hacia la sociedad.
En la base de todas estas experiencias hay un presupuesto: la vida cristiana en el mundo es la que vivió en primer lugar Jesús, que no se quedó en el desierto, sino que decidió ir a Galilea, encrucijada de etnias, lenguas y culturas diversas, en una casa, en Cafarnaúm, entre los hombres, yendo a los pueblos y encontrando a todos, viejos y jóvenes, enfermos y sanos, judíos y paganos.
Los cristianos en las últimas décadas se están convirtiendo en una minoría en occidente. La pregunta importante hoy no son nuestros números, sino cuán evangélica y humanamente importantes podemos ser. Y yo destacaría al menos dos inspiraciones que, creo, son esenciales para que la comunidad cristiana sea significativa, la esencia de nuestro ser en el mundo como cristianos.
La primera inspiración sería la de la carta a los Romanos (12,1): “Ofreced vuestros cuerpos como sacrificio vivo, porque éste es el verdadero culto a Dios”. Se trata de ofrecer a Dios todo nuestro ser humano en relación con los demás, nuestro vivir, nuestra existencia concreta. Sobre todo, deberíamos pensar más en la vida cotidiana, transmitiéndolo también a las nuevas generaciones, que la vocación cristiana es ante todo vocación a la vida porque tenemos una sola vida que pide ser vivida con sus relaciones, historias de amor, fatigas, sufrimientos, conquistas, alegrías. Antes de cualquier otro compromiso, la vida misma es el gran compromiso cristiano y la vida cristiana es una vida humana, muy humana, pero vivida con un fin, la caridad.
La segunda instancia se refiere al aspecto del no conformismo con la mentalidad del mundo (Rm 12,2), que hoy significa «romper con el conformismo reinante». Esta ruptura, que se basa sobre todo en la opción por la humanización, el amor mutuo, la solidaridad, la generosidad y la atención a los marginados de la sociedad, no es contra alguien, en condena a otros, ni siquiera una imposición, sino un camino común para una convivencia mejor, para una sociedad más bella.
La autonomía entre la Iglesia y el Estado es un hecho ahora aceptado por todos, al menos en Occidente. La definición de la laicidad del Estado, sin embargo, requiere una revisión continua, debido a los cambios y dinámicas aceleradas de la sociedad actual. De hecho, la laicidad debe redefinirse constantemente, teniendo en cuenta algunos nuevos elementos socioculturales.
En primer lugar, debemos tener presente que estamos en una nueva fase de secularización, en la que asiste el surgimiento del sujeto, del individuo, que se percibe como autorreferencial, únicamente atento a la realización del propio deseo y centrado en su propio interés: los deseos de este sujeto tienden a ser percibidos como "derechos" del individuo.
Zygmunt Bauman describe nuestra sociedad como una sociedad de “turistas consumistas”, en la que reina la primacía de “tener experiencias”, de perseguir el propio deseo de forma narcisista. Se trata de una sociedad sin horizonte común, sin preocupación por la solidaridad y la percepción del otro en vista de un bien comunitario: el individualismo indiferente y el hedonismo egoísta tienden a exigir al Estado el reconocimiento de supuestos "derechos" que colocan a la política en situaciones hasta entonces inéditas.
Una novedad muy llamativa es el nuevo estatus minoritario de los cristianos, una minoría numérica en comparación con una gran masa de personas indiferentes y agnósticas respecto a la fe. Esta condición minoritaria se ve acentuada también por el pluralismo de religiones y culturas ahora visiblemente presente en nuestra sociedad, un fenómeno que caracteriza cada vez más a la población de nuestras ciudades. Esta situación de pluralismo de creencias, de visiones del mundo y, sobre todo, de éticas diferentes, afecta a los distintos niveles de la relación entre fe y razón, incluido el concepto de igualdad, provocando reacciones de miedo, sospecha, conflicto...
En otras palabras, ¿cómo podemos preservar y profundizar nuestra identidad cristiana sin caer en actitudes de cierre preconcebido y de rechazo, de intolerancia y rechazo? ¿Y cómo podemos vivir este deseo de encuentro, esta posibilidad de diálogo, sin caer en la tentación de que «una religión es tan buena como cualquier otra», abdicando así también de nuestra propia historia y tradición?
El problema no afecta sólo a la identidad de la fe cristiana, sino también a la identidad cultural de un pueblo: en ambos ámbitos asistimos al florecimiento de actitudes inspiradas en el miedo, en la defensa de una identidad definida de una vez por todas, ¡casi como si toda identidad personal y cultural no se construyera a través del encuentro y la confrontación con los demás!
Otro aspecto que constituye el cuadro de fondo de la situación actual es la enorme capacidad tecnológica provocada por el progreso de la ciencia. Los avances científicos han llevado al hombre a un poder inimaginable, con límites desconocidos: hemos llegado al punto de poder crear al hombre mismo con medios tecnológicos y, a la inversa, destruir a la humanidad y la vida en la tierra.
Pensemos, por ejemplo, en el potencial que posee hoy la ciencia para determinar el nacimiento y la muerte de cada hombre... Esta situación exige también una redefinición del carácter secular del Estado, llamado a menudo a legislar sobre cuestiones que dividen y contrastan la ética y las creencias presentes en la sociedad.
En febrero de 2005, en el aniversario de la ley sobre la separación entre las Iglesias y el Estado promulgada en Francia en 1905, el Papa Juan Pablo II escribía a los obispos franceses:
Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 571-572), que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Lc 20, 25). Por su parte, la no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional […]. La laicidad, lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo, con el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad.
En diciembre de 2024 el Papa Francisco se dirigía a los participantes en el Congreso de la religiosidad popular en el mediterráneo:
De ello, surge la necesidad de desarrollar un concepto de laicidad que no sea estático y rígido, sino evolutivo y dinámico, capaz de adaptarse a situaciones diversas o inesperadas, y de promover la colaboración constante entre las autoridades civiles y eclesiásticas para el bien de toda la colectividad, permaneciendo cada uno dentro de los límites de sus propias competencias y espacio. Benedicto XVI afirmó: una sana laicidad «significa liberar la religión del peso de la política y enriquecer la política con las aportaciones de la religión, manteniendo la distancia necesaria, la clara distinción y la colaboración indispensable entre las dos. […] Dicha sana laicidad garantiza que la política actúe sin instrumentalizar a la religión, y que se pueda vivir libremente la religión sin el peso de políticas dictadas por intereses, a veces poco conformes, y con frecuencia hasta contrarios a las creencias religiosas. Por consiguiente, la sana laicidad (unidad-distinción) es necesaria, más aún indispensable para las dos» (Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio Oriente, 29). Así Benedicto XVI: una sana laicidad, pero junto a una religiosidad. Los campos se respetan. De esta manera se podrán aprovechar más las energías y sinergias, sin prejuicios y sin oposiciones de principio, en un diálogo abierto, franco y fructífero.
A pesar de estas afirmaciones claras y decisivas, en realidad asistimos cada vez a más actitudes que acaban provocando conflictos y controversias entre Estado e Iglesia, entre cristianos y no cristianos, entre laicos no cristianos y algunos sectores de la Iglesia, precisamente sobre cómo entender la laicidad y la igualdad de derechos de quienes pertenecen a la polis. En los últimos años se ha producido también un resurgimiento de cierto anticlericalismo, una actitud que es siempre una reacción a un clericalismo que se alimenta de la intransigencia, de posiciones defensivas y de la falta de respeto hacia los interlocutores no cristianos...
A la Iglesia se le pide estar en el mundo, en medio de sus compromisos y problemas, con humildad e inteligencia, sin prejuicios ni actitudes ideológicas, y sin lógicas de enemistad. Ciertamente, en la obra de construcción de la polis que nos une a los demás hombres, los cristianos no tenemos certezas ni recetas: el Evangelio no proporciona fórmulas mágicas a partir de las cuales indicar el camino que conduce infaliblemente a la consecución de los objetivos de una polis. La obediencia creativa al Evangelio permite al cristiano sumergirse en la historia, en compañía de los hombres, llevando siempre un mensaje profético, un mensaje para el hombre.
Esta actitud debe manifestarse también respecto al tema de la igualdad: no olvidemos que en las primeras comunidades cristianas existía la capacidad de traducir el mensaje del ágape, del amor, en actitudes concretas de igualdad. Bastaría leer los llamados «resúmenes» de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 42-45; 4, 32-35; 5, 12-16), para comprender cómo la igualdad se afirmaba no sólo en cuanto a la dignidad humana, sino también a nivel material: «Todo era común a todos y a cada uno se le daba según lo que necesitaba» (cf. Hch 4, 32.35). No se trata de un igualitarismo, ciertamente, sino de una dinámica fecunda en la que la igualdad caracteriza a la comunidad cristiana y aparece como realización visible de la forma de koinonía exigida por el Evangelio.
En una sociedad como la nuestra, los cristianos estamos llamados a vivir una diferencia precisamente en la calidad de humanidad, convirtiéndonos en esa comunidad alternativa que exprese, en beneficio de todos los hombres, la posibilidad de otra historia, de otro mundo más humano porque es más evangélico.
En mi opinión, en esto consiste la “diferencia cristiana”, una diferencia que hoy exige de la Iglesia saber dar forma visible y vivible a comunidades plasmadas por el Evangelio: en la construcción de una verdadera ‘communitas’, el cristianismo muestra su elocuencia y su vigor, y da una aportación peculiar a la sociedad civil en busca de proyectos e ideas para la construcción de una ciudad verdaderamente a escala humana.
Tampoco podemos olvidar que precisamente con su capacidad de generar formas de vida comunitaria, inventando estructuras de gobierno inspiradas en la corresponsabilidad, relaciones de autoridad vividas como servicio, prácticas sinodales de reflexión, de diálogo, de tomas de decisiones,.., el cristianismo muestra su vitalidad histórica y realiza una importante diaconía para la sociedad civil.
Esta «diferencia cristiana», finalmente, debe expresarse sobre todo en la atención a los pobres, a los últimos: Jesús, de hecho, dijo claramente que los pobres serán la medida del juicio final (cf. Mt 25, 31-46). Además, para nosotros los cristianos los pobres son ciertamente el sacramento de Cristo (cf. 2 Co 8,9), pero son también «el sacramento del pecado del mundo», y nuestra actitud hacia ellos mide nuestra fidelidad al Señor y nuestro vivir en el mundo como cuerpo de Cristo.
Sí, en mi opinión es crucial que los cristianos hoy se ejerciten más que nunca, junto con los demás hombres, en la búsqueda de caminos en los que la igualdad de derechos y la dignidad de las personas, la igualdad económica, la igualdad de todos los ciudadanos, cualquiera que sea su fe o su ética, puedan encontrar realización en la polis: su fidelidad al Evangelio está de nuevo en juego en esto.
Según mi pobre pero no menos atento y creyente discernimiento lo que infecta la vida eclesial es ante todo la “mundanidad” que la ha invadido. Cada vez que escucho este tipo de razonamiento - “Somos como los demás de afuera, en el mundo… La Iglesia no es diferente del mundo en el que vive…” - pienso que desaparece, o está en serio riesgo de desaparecer, la “diferencia cristiana”, esa posibilidad de ser diferente, de no hacer “como hacen los demás”.
Tantas veces me parece que el Evangelio, puesto de nuevo en el centro de la vida cristiana por el Concilio Vaticano II y la renovación que le siguió, y que sigue ahora en curso con el Papa Francisco, ya no tiene la primacía a la hora de inspirar pensamientos, sentimientos y acciones. Incluso han surgido claramente aquellos a quienes suelo llamar “cristianos de campanario”, para quienes el cristianismo, profesado con mayor o menor convicción, puede incluso estar en contradicción con el Evangelio, pero sigue siendo coherente con la identidad cultural, la tradición y la ideología dominante del rico y saciado mundo occidental. Esta “mundanidad” nos impide escuchar las palabras de Jesús.
Hoy debemos ser conscientes de que la Iglesia ha iniciado un éxodo cuya tierra de destino aún no está a la vista. Caminamos en un desierto fatigoso y accidentado, «caminamos a la luz de la fe y no de la visión» (cf. 2 Co 5,7), caminamos en la calma del día y en la oscuridad de la noche. A veces nos parece que ahora somos una caravana que avanza incierta, mientras muchos de sus miembros la abandonan o incluso huyen de ella, como le ocurrió a la comunidad de Jesús en los días de su ignominioso asesinato.
Acabo esta reflexión diciendo que la concepción cristiana de la historia y del mundo la política –para utilizar las palabras de Paul Valadier, ex director de la revista Études– es subversiva y a veces puede ser anormal, en el sentido de que se distancia de lo que en la historia es normal, tiene éxito y se atestigua más fácilmente.
De hecho, a lo largo de la historia, religión y política a menudo han ido de la mano, apoyándose una a la otra: basta pensar en la res publica romana, en la que la religión obligaba a los ciudadanos a ser devotos del emperador; a la era constantiniana que desde el siglo IV continuó bajo diversas formas hasta el siglo XIX; al poder temporal concedido a los papas; a los estados confesionales; a las teocracias actuales…
Pero la fe cristiana choca con esta concepción porque pretende principios indispensables e innegociables en la vida personal del cristiano y en la de la comunidad cristiana: el perdón y el amor al enemigo, la defensa de los últimos, la protección y la liberación de las víctimas, la dignidad de todo ser viviente, la acogida de los extranjeros...
La anomalía cristiana, la diferencia cristiana aparece pues allí donde el mensaje del Evangelio se opone a la ‘necesitas’ impuesta por cualquier poder mundano. Es cierto que la relación entre política y fe cristiana nunca puede ser estática ni resolverse de una vez por todas: pero éste es el espacio de la profecía, es decir, de una palabra liberadora y humilde capaz de ser solidaria con los hombres, al servicio de su libertad y de su humanización.
Si esta anomalía del cristianismo es un hecho real, los cristianos no podemos ni debemos, a partir de esta autoconciencia evangélica, pretender imponer nuestro punto de vista ético a la sociedad. En particular, debemos rechazar cualquier tentación de seguir cantos de sirenas de no sé sabe qué restauracionismos pasados… o de eludir aquellos principios de la conciencia y su dignidad y libertad, de la democracia,…
Los cristianos, aunque seamos minoría, tenemos la responsabilidad de dar nuestra contribución a la construcción de la polis, aceptando la lógica de la democracia. Y si comprendemos que «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5,29), podemos recurrir a la objeción de conciencia a las leyes del Estado. Se olvida con demasiada facilidad que los cristianos fueron los primeros en utilizar este instrumento, con su objeción al servicio militar en el Imperio Romano... Ciertamente, la objeción de conciencia es una elección que debe meditarse con cuidado, no con un espíritu de enemistad hacia la sociedad, sino con la conciencia de que con ella se pretende afirmar un camino de humanización, contra toda barbarie.
Recordaba al pensar y escribir estas líneas aquellas palabras del Papa Benedicto XVI cuando, respondiendo a las preguntas de los periodistas durante el vuelo al Reino Unido -Viaje Apostólico del 16 al 19 de septiembre de 2010-, sobre el futuro de los cristianos, afirmaba que las nuevas generaciones de creyentes tendrán que aprender a vivir como minoría en una sociedad ya no cristiana e indiferente. Pues bien, si los cristianos somos una minoría significativa, si sabemos ser sal del mundo y fermento del Reino en la sociedad, entonces llevaremos a cabo nuestra tarea: el Evangelio será testimoniado y anunciado por nosotros, y así seremos –según las palabras de Jesús– «sus testigos» (cf. Hch 1,8), es decir, realizaremos su misión entre todos los hombres.
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