miércoles, 12 de marzo de 2025

Teilhard de Chardin: Dios en todo y todo en Dios.

Teilhard de Chardin: Dios en todo y todo en Dios

Puesto que una vez más, oh Señor, ya no estoy en los bosques del Aisne sino en las estepas de Asia, estoy sin pan, sin vino, sin altar, me elevaré por encima de los símbolos a la pura majestad de lo Real; y yo, tu sacerdote, te ofreceré sobre el altar de toda la Tierra, el trabajo y el dolor del Mundo” [Teilhard de Chardin, “La Misa sobre el Mundo”, en Himno del Universo]. 

Así comienza una larga oración del paleontólogo y pensador jesuita Teilhard de Chardin, La Misa del Mundo, compuesta en el desierto de Ordos hace más de 100 años, el 6 de agosto de 1923, Fiesta de la Transfiguración del Señor. En este día, las tradiciones cristianas recuerdan el episodio de los discípulos en el monte Tabor que quedaron deslumbrados al ver a Jesús resplandecer con una luz que hizo sus vestidos tan blancos que «ningún lavandero en la tierra» habría podido emblanquecer tan bien (Mc 9,3). Después de las palabras del Padre que lo revelan como el Hijo amado, Jesús se acerca a ellos y los “toca” (Mt 17,7), invitándolos a mirarlo sin miedo. Ahora saben que la persona divina de Jesús es capaz de intervenir en esta relación, de permitir que su cuerpo manifieste la Gloria del Padre, su presencia divina. 

El episodio pone en entredicho la comprensión de los discípulos sobre la relación entre Dios y la materia creada: «Ellos guardaron silencio y no contaron a nadie en aquellos días lo que habían visto» (Lc 9, 36). Las muchas preguntas se guardan en el silencio sagrado de sus corazones. Teilhard de Chardin entra en este silencio anotando entre corchetes la fecha de escritura de una experiencia mística. Lo que leemos en la Misa de Teilhard de Chardin es el relato de un acontecimiento interior nacido de una mirada al panorama del desierto de Ordos, una zona montañosa y desértica en la parte sur de la república autónoma de Mongolia Interior, China. Teilhard de Chardin estaba allí como parte de una expedición como paleontólogo y no pudo celebrar la Misa. 

Cuando escribe “una vez más” al comienzo del ensayo, el jesuita se refiere a una experiencia similar que tuvo 15 años antes, durante la Primera Guerra Mundial. Incluso en su ensayo “El sacerdote”, Teilhard de Chardin había comenzado con palabras similares: «Puesto que yo, tu sacerdote, hoy no tengo, oh Señor, ni pan, ni vino, ni altar, extenderé mis manos sobre la totalidad del universo y haré de su inmensidad la materia de mi sacrificio» [Teilhard de Chardin, “La vida cósmica. Escritos de la época de la guerra (1916-1919)”]. 

Los dos escritos están conectados por un fino hilo rojo, casi como para indicar una experiencia eucarística continua. Para Teilhard de Chardin la Hostia consagrada es «una anticipación de la transformación de la materia y de su divinización en la “plenitud” cristológica». La Eucaristía indica, por así decirlo, la dirección del movimiento cósmico; anticipa su fin y al mismo tiempo empuja hacia él. 

Durante muchos años, Teilhard de Chardin continuó este silencioso y largo canto suyo al poder que el ser humano ha recibido de Dios para ofrecerle el mundo que tiene en sus manos. Este es precisamente el título de la primera sección de este ensayo, «La Ofrenda», en la que Teilhard de Chardin comienza a describir su propia ofrenda del mundo, la Creación, su prodigiosa divinización y su ser «absorbido» al corazón del mundo en Comunión con Dios. 

De esta Comunión brota su Oración, que no es algo meramente espiritual, pues encierra en sí misma la materia del mundo. Esta “Misa” especial recuerda a Teilhard de Chardin la relación que Dios quiere tener con el mundo, con la materia, y que exige que al menos el hombre pueda ofrecerle lo que ya ha recibido: “el trabajo y el dolor del mundo”, el mundo en el que vive y se mueve, existe (Hch 17,28). 

De esta experiencia Teilhard de Chardin aprovecha la ocasión para renovar su propia convicción: a este Mundo, pan y vino del que el hombre se nutre y vive, que en la Misa se convierte realmente en el Cuerpo de Cristo, Teilhard se consagra enteramente «para vivir y morir de él» [Teilhard de Chardin, “La Misa sobre el Mundo”, en Himno del Universo]. Cuántas personas han sacado fuerza y sabiduría de estas palabras para poder ofrecer su trabajo y sus circunstancias como oración. 

Aquellos que no están muy familiarizados con la fe pueden apreciar el poder del lenguaje poético y místico empleado por Teilhard de Chardin. Sin ignorar, sin embargo, que desde la antigüedad se pensaba que los poetas tenían una misteriosa relación con las fuerzas divinas y eran quizás los únicos capaces de expresar con palabras el misterio que la prosa no puede transmitir. 

El artista es el que con apasionada dedicación busca nuevas “epifanías de belleza” para donar al mundo en la creación artística. Y el poeta está incluido entre esos artistas. Nadie mejor que el artista, genial reconocedor y constructor de belleza, puede intuir algo de la belleza con la que Dios, en el alba de la creación, miró la obra de sus manos. 

Y el poeta, cautivado por la maravilla del poder arcano de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, contempla y admira la creación intuyendo en ella casi el eco de ese misterio al que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido asociar al ser humano. 

La poesía es una puerta de entrada a Dios. Una chispa divina. Una vocación de lo alto. Por otra parte, tan pronto como el cristianismo joven dio sus primeros pasos, sus primeras voces, necesariamente tuvo que hablar en poesía: pensemos en los numerosos himnos cristológicos que se encuentran en los escritos de Pablo de Tarso, y en la poesía sagrada de los Padres de la Iglesia. La belleza se combinó así con lo “verdadero”, de modo que también a través de las vías del arte, las almas fueron arrebatadas de lo sensible a lo eterno. 

El aniversario de la muerte de Teilhard de Chardin – el 10 de abril de 1955, al atardecer de un brillante Domingo de Pascua - puede llevarnos a redescubrir el poder revelador de la obra poética de los místicos. 

Quien lee La Misa de Teilhard de Chardin se da cuenta de que está ante las palabras de un místico: tal es el registro de su poética con la que expresa el eco del misterio al que Dios quiso asociarlo. Éste es uno de los regalos de Teilhard de Chardin a la humanidad: su ciencia, su fe, su vida en el misterio de Dios sólo podían expresarse en un lenguaje poético, pero no por ello menos verdadero. A veces difícil y oscuro, pero no por ello menos cierto. 

La obra de Teilhard de Chardin ha alimentado la interioridad de muchas generaciones de teólogos y pontífices (recordamos las palabras de agradecimiento de Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco). 

En 1995, con ocasión del cincuentenario de su sacerdocio, Juan Pablo II utilizó un texto de La Misa de Teilhard de Chardin para decir lo que la Misa significaba para él: la Eucaristía es «ofrecer 'sobre el altar de toda la tierra el trabajo y el sufrimiento del mundo', según una bella expresión de Teilhard de Chardin». En la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003) describe el “carácter cósmico” de la Misa, casi reflejando la experiencia de Teilhard de Chardin en su propia vida: 

Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer encargo pastoral, la colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de Roma y del mundo entero. He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 8). 

La suya es una de las figuras religiosas más admiradas y comentadas del siglo XX, cuyos escritos influyeron considerablemente en el pensamiento católico en los veinticinco años posteriores a su muerte. Su itinerario intelectual y espiritual se puede resumir en el intento de reconciliar la Iglesia con el mundo moderno y, en particular, en una reconciliación –a través de una síntesis personal– entre la visión científica y la visión religiosa del mundo. 

Una síntesis que abrió un camino para todos aquellos que después de él emprenderían la misma búsqueda. Una mirada y una admiración, la suya, científica y espiritual, intelectual y mística, del que contempló la Creación en Dios y a Dios en la Creación, del que contribuyó a ver a Dios en todo y todo en Dios.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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