Cuatro notas de la actualidad política
1.- La historia del siglo XX ha demostrado que el comunismo ha fracasado. Fracasó, en su versión históricamente más significativa, es decir, en la Unión Soviética, porque dio lugar a un sistema económico ineficaz, dramáticamente inferior al de los países capitalistas, sin conseguir, sin embargo, crear una sociedad verdaderamente más justa, y por tanto más cohesionada y sólida: es decir, sin conseguir evitar las desigualdades en la distribución de la riqueza para combatir las cuales se había gestado la idea comunista. La prueba definitiva fue el modo en que implosionó el sistema soviético: de hecho, los dignatarios estatales dividieron literalmente todo el país, demostrando que las intenciones (generosas pero ingenuas) de crear un “hombre nuevo” a través del comunismo eran pura ilusión. Del sueño de una sociedad sin clases se acabó en una cleptocracia institucional y corrupta: un resultado desalentador. Exactamente: un fracaso.
Sin embargo, la historia del siglo XXI está empezando a demostrar que incluso las democracias liberales han fracasado. Han fracasado, o están fracasando, por dos razones. En primer lugar, porque un sistema democrático debe basarse en la existencia de una opinión pública informada, mientras que hoy asistimos al triunfo de la desinformación y la mistificación -la llamada política de la posverdad.
Y, en segundo lugar, porque ninguna democracia puede llamarse verdaderamente tal cuando la brecha entre ricos y pobres se convierte en un abismo. La culpa no es de las innovaciones tecnológicas, por supuesto, sino más bien del modo en que fueron acogidas y aplicadas: desde los albores de la era digital quedó claro que el sistema jurídico era inadecuado para la nueva realidad que se estaba creando y que el mercado no era en absoluto capaz de autorregularse. Además, ya en las décadas anteriores la prevalencia de la economía financiera sobre la economía productiva había ido acompañada de la creación de monstruosas disparidades en los salarios, comparados con las cuales los ingresos y el nivel de vida de los fundadores del capitalismo norteamericano a finales del siglo XIX eran, en proporción, una cosa pequeña.
Si bien el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2024 marcó un punto de inflexión, sería un error atribuir toda la culpa a la personalidad de Donald Trump. No hay duda de que el triunfo de un individuo arrogante, vulgar, mentiroso y sin escrúpulos representa en sí mismo un peligro para la democracia. Pero ya en las décadas anteriores se habían producido enormes concentraciones de riqueza, no compatibles con los principios de las democracias liberales. Mientras el hombre más rico del mundo fuera una persona como Bill Gates, los peligros podrían pasarse por alto o subestimarse. Las cosas ya iban de otra manera con Mark Zuckerberg o Jeff Bezos. La llegada de una mente aguda pero obsesiva y psicológicamente inestable como la de Elon Musk ha desvelado finalmente todos los velos. Cuando una sola persona acumula una riqueza superior al producto interior bruto de un país de ocho millones de habitantes como Portugal, y además se dedica a la política activa, profiriendo insultos a quien le contradiga, es evidente que se ha roto un equilibrio. Construir uno nuevo no será nada fácil. Y a la luz del cambio climático actual, no es seguro que tengamos tiempo. Tal vez la democracia sólo pueda renacer verdaderamente después de catástrofes cuya magnitud hoy resulta difícil de imaginar.
2.- Es cierto que la complejidad y la imprevisibilidad de la dinámica histórica nunca dejan de sorprender. La revolución digital ha proporcionado un claro ejemplo de ello. En teoría, la difusión de las redes sociales parecía fortalecer el principio de igualdad. Y, de hecho, gracias a las nuevas herramientas de comunicación, personas honestas y sensatas que no tenían ninguna conexión con el viejo sistema de medios de comunicación ahora pueden hacer oír su voz. Pero las consecuencias perversas e indeseables –al menos en Occidente– son monumentales. No porque los que antes se limitaban a gritar tonterías en el bar puedan hacer oír su voz: eso sería lo de menos. La cuestión crucial es que las redes sociales, además de mejorar drásticamente la capacidad de comunicarse, también han conducido a un régimen de comunicación en el que la responsabilidad por lo que se dice está prácticamente eliminada y, por lo tanto, la capacidad de mentir con impunidad se ha ampliado increíblemente. Esta circunstancia ha sido aprovechada por aquellos que, por instinto más que por convicción, ignoran por completo la distinción entre lo verdadero y lo falso, o la consideran completamente irrelevante comparada con la distinción entre lo útil y lo dañino (es decir, con respecto a sus propios intereses personales). Así, paradójicamente, en la sociedad de la información la opinión pública está expuesta a la desinformación como nunca antes. Y por cada ciudadano normal con la cabeza sobre los hombros que logra encontrar un rincón del ciberespacio para dar su opinión, no sólo hay decenas y decenas de internautas que publican tonterías, obscenidades, insultos y falsedades, sino también cientos de poderosos sinvergüenzas que inoculan en la red miles o millones de noticias falsas dirigidas a precisos fines políticos: mensajes sesgados, insinuaciones, mentiras, calumnias.
A esto se suma una segunda paradoja. El acceso a una enorme cantidad de información ha fomentado, más que el deseo de comprobar la verdad de los hechos, la tendencia a buscar la confirmación de las creencias que cada persona ya posee; y, al mismo tiempo, comunicarse sólo con aquellos que los comparten (salvo la tendencia generalizada a desahogar las frustraciones e inclinaciones agresivas emitiendo sentencias sumarias para todos los demás, mientras se guarda silencio sobre los insultos puros y simples). Al fin y al cabo, no hace falta haber realizado estudios especializados para darse cuenta de que dentro de un grupo ideológicamente homogéneo tienden a prevalecer las posiciones más intransigentes y radicales, mientras que cuando hay que lidiar con visiones completamente diferentes, prevalece la voluntad de compromiso, indispensable en la dialéctica democrática. El problema es que la libertad de elegir a los propios interlocutores no alimenta la propensión al diálogo, sino que la reduce: mientras que estar obligado a estar en un lugar limitado (físico o virtual) obliga a lidiar con las opiniones de los demás. El efecto general de la mayor capacidad de comunicación es, pues, la disminución, si no la pérdida, de la capacidad de relacionarnos con quienes piensan de forma diferente a nosotros. Y, en consecuencia, la desintegración y tribalización de la opinión pública, en detrimento de esa capacidad de diálogo y mediación que debe ser la sal de los sistemas democráticos.
La crisis de la democracia está a la vista de todos: vivimos en tiempos de postdemocracia, o de “democratura”, o (como dijo alguien) de kakistocracia, el gobierno de los peores. Pero más allá del carácter moral de los líderes políticos –quizá más bajo hoy que en cualquier otro momento– es importante tratar de comprender las causas profundas del fenómeno. El hecho de que en la era digital la calidad de la información haya disminuido y la capacidad de diálogo haya disminuido es un problema estructural extremadamente difícil de abordar. Lo más probable es que nos acompañe durante mucho tiempo en el futuro (suponiendo que algún día tengamos uno).
3.- Otra cuestión importante se refiere al cambio de mentalidad provocado por el progreso tecnológico. A menudo, la gente de mi edad (nací en 1965) va teniendo la impresión de estar afectada por una ineptitud inexorable en lo que respecta a las tecnologías digitales: nos sentimos inferiores a las generaciones más jóvenes, torpes, desgarbados, incapaces; y en muchos casos seguramente lo somos. Una razón, creo, es que nuestra relación con la tecnología se definió, hace varias décadas, en relación a dominios como la mecánica y la electricidad, donde había serias posibilidades 1) de romper cosas, 2) de lastimarse. Así que quienes fuimos educados en ese contexto –quienes, por decirlo de otra manera, vivieron la era de las fichas telefónicas, del papel membretado, de las máquinas de escribir, de los sellos– tienden a actuar con cautela incluso con los dispositivos digitales, porque instintivamente temen causar daño. Aquellos que crecieron rodeados de teclados y pantallas táctiles tienen una actitud mental diferente. Las nuevas tecnologías en realidad tienden a recompensar el método de aprendizaje de prueba y error. Vamos a intentarlo; si va bien, bien; si no funciona, lo intentamos otra vez, y lo intentamos otra vez. Cometer un error en un procedimiento rara vez produce consecuencias irreparables o incluso daños importantes. No importa cuán graves sean los errores que cometas con un teléfono inteligente, una computadora portátil o un televisor inteligente, es difícil recibir una descarga eléctrica, cortarte un dedo, provocar un incendio o inundar tu casa.
Al entrar en el terreno de las instituciones, esta diferencia de mentalidad puede producir efectos impredecibles, porque los objetos de las acciones no son estructuras informatizadas, sino personas reales, sujetos capaces de emociones y de voluntad. Un ejemplo ilustrativo lo ofrecen las iniciativas del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Elon Musk. Musk actúa con un hacha (hay otros que aparecen con una motosierra en sus manos): corta sin miramientos, pensando que, como mucho, si se diera cuenta de que se ha equivocado, podría volver atrás fácilmente. Pero el mundo humano no es comparable a un software. Estrictamente hablando, no hay vuelta atrás; y nadie puede engañarse pensando que puede controlar todas las variables en juego. No olvidemos que Musk es lo suficientemente visionario -o, dependiendo de otras opiniones, lo suficientemente idiota- como para contemplar la idea de bombardear los polos de Marte con armas nucleares para producir una atmósfera similar a la de la Tierra.
Desafortunadamente –¿o afortunadamente?– no existen genios universales. Un individuo puede ser extraordinariamente brillante en ciertos campos (coches eléctricos, vuelos espaciales) y no tener ninguna competencia en otros (historia, derecho, filosofía). Ser conscientes de ello es esencial: no podemos evitar colaborar, dialogar, aprender unos de otros y otorgar a los demás un cierto grado de confianza. Esto va contra la mentalidad de los autócratas, que generalmente sufren de presunción; y la autocracia es la orientación política más acorde con el espíritu de los tiempos.
4.- De aquí me otra consideración. Cuatro meses después de la victoria de Donald Trump, y mientras día a día sus decisiones sacuden los cimientos no sólo del sistema de alianzas en el que se ha basado hasta ahora la política de las democracias occidentales, sino de la propia arquitectura de las instituciones estadounidenses, un hecho sorprendente es la facilidad con la que un gran número de personas están simplemente tratando de adaptarse al nuevo estado de cosas: y, de igual modo, es asombrosa la incapacidad de quienes deberían ser sus oponentes para tomar iniciativas para contrarrestarlo. Independientemente del oportunismo interesado de muchos, la sumisión y aquiescencia con que son recibidas las acciones del nuevo presidente de los Estados Unidos de América me parece reveladora de un aspecto muy preocupante de nuestro comportamiento. Pienso que estos fenómenos no dependen sólo, ni principalmente, de causas contingentes, de razones tácticas, de vacilaciones razonadas ante las posibles reacciones de una persona poderosa, caprichosa e irascible, y por tanto imprevisible (además de vengativa): sino que tienen una causa profunda, es decir, la tendencia gregaria propia de nuestra especie. A menudo, al observar los trágicos acontecimientos del siglo XX en Europa, me he sentido desconcertado por la aparente facilidad con que personajes improbables lograron conquistar posiciones de poder, a pesar de la evidencia de sus limitaciones. Por supuesto, uno siempre tiene la sospecha de ser engañado por el proverbial beneficio de la memoria retrospectiva. Pero, por poner un ejemplo, ¿cómo pudo aquel austriaco de mirada fantasmal, y de talento menos que mediocre, hipnotizar al pueblo alemán?
Por supuesto, la respuesta no puede ser sencilla ni rápida. Las razones históricas son muchas. Los factores en juego son numerosos e interrelacionados. Sin embargo, creo que un elemento crucial consiste en la predisposición, inherente a la naturaleza del Homo Sapiens, a depender (si no exactamente a confiar) en un líder. Cuando un nuevo protagonista irrumpe en escena, animado por una energía y una determinación superiores, la opción más ventajosa para el individuo, en ausencia de un estímulo dirigido y preciso, es dejarle hacer: dejar en sus manos el poder que de algún modo ha conquistado y esperar los resultados de sus acciones.
Pero la inercia puede ser letal. Hay momentos históricos en los que saber distinguir entre cautela y rendición se vuelve crucial. Lo que se necesita, en otras palabras, es un esfuerzo de concienciación, es decir, un compromiso renovado con la comprensión, sin ceder a la ilusión de que el tiempo está a nuestro favor. La verdadera prudencia no es sumisa ni intelectualmente inerte. Conviene ser prudente, es decir, sabio; y para que esto suceda se requiere buena memoria de las cosas vistas, buen conocimiento de las presentes y buena previsión de las futuras.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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